La cólera del viento
La noche encontró a Pilatos y Crátilo en el despacho. Las dos antorchas, en sus anillas de hierro, crepitaban entre las nubes de insectos que atraían con su fulgor. Pese a su aparente indiferencia ante los riesgos de una insurrección, el procurador había prolongado su presencia en el puesto de mando por si se producía algún incidente alarmante. Como había requerido, el comandante de la guarnición de la torre Antonia se presentó a informar antes del relevo nocturno.
—Sin novedad, procurador. Las alarmas de ciertas personas eran vanas.
—Bien. De todos modos, mantén centinelas en la torre y guardias en las puertas de la ciudad. Te deseo buenas noches.
El comandante se inclinó y se marchó. Pilatos se levantó, con aire visiblemente satisfecho.
—¿Baño y cena? —preguntó a Crátilo en un tono imperceptiblemente burlón.
Crátilo se inclinó y llamó a los criados para que cerraran las ventanas y cubrieran las antorchas. Cuando estuvieron en los baños, Pilatos preguntó, lacónico:
—¿Le ha visto?
Crátilo inclinó la cabeza.
—De modo que nuestra religión ya no le basta —observó Pilatos.
—Nosotros no tenemos un dios bondadoso.
—¡De qué le serviría al Imperio un dios bondadoso! —suspiró Pilatos.
Crátilo se abstuvo de observar que tal vez le serviría más que un dios del vino o de los ladrones.
—También yo le he visto —dijo.
Pilatos frunció el ceño.
—De modo que estaba allí. ¿Qué ha ocurrido? ¿Tuvo miedo de cruzar el rubicón?
—No —dijo Crátilo sacudiendo la cabeza—. Creo que es un hombre bueno. Si se hubiera presentado, se habría producido un terrible movimiento de la multitud, con toda esa gente llegada a Jerusalén para su fiesta de las ofrendas. Habrían podido invadir fácilmente el templo y, sin duda, poner en aprietos a los barbudos. Nuestra guarnición hubiese tenido mucho trabajo.
—Hubiera sido un buen problema —observó Pilatos—. Porque si se hubiera producido una escaramuza en el interior del templo, en principio no estaríamos autorizados a cruzar la balaustrada que rodea el atrio de los gentiles. Pero, evidentemente, no habríamos podido dejar que exterminaran al alto clero en el interior de esa parte reservada que se llama el Santo de los Santos. Por lo tanto, hubiéramos tenido que profanar las partes del templo que nos están prohibidas, y los judíos se habrían quejado a Roma una vez más. El tal Ieshu, sin saberlo, nos ha hecho un gran favor.
—Y nosotros no estaríamos ahora en los baños —añadió Crátilo—, porque probablemente la revuelta habría durado toda la noche y nosotros hubiéramos esperado hasta el día siguiente la llegada de las legiones de Cesárea y de Jericó. Como ves, las inquietudes de Saulo no eran vanas.
El procurador se rascó enérgicamente la cabeza e hizo una mueca cuando el sudor corrió por su arrugada frente hasta sus ojos.
—Pse, pero habría sido el primero en quejarse de que nos habíamos negado a escuchar sus advertencias.
—Él estaba también en Getsemaní.
Pilatos levantó las cejas.
—¿Para ver a Ieshu?
—Sí, pero no lo vio.
—¿Por qué?
—Ieshu regresó más tarde.
—¿De dónde regresaba?
—De Jerusalén.
Pilatos se inclinó bruscamente hacia Crátilo.
—¿Estaba en Jerusalén?
—Sí, solo.
Pilatos se apoyó en la pared, estupefacto.
—Es un hombre valeroso.
El procurador analizó la información.
—¿Había ido Saulo a detener a Ieshu?
—No. Sólo iba acompañado por dos hombres. Debía de estar informado de que se las vería con un fuerte grupo. Los zelotes se lo habrían comido de un bocado. A mi entender, Saulo está fascinado por Ieshu. Sencillamente quería verlo. Ieshu es el hombre más poderoso de Palestina. Aterroriza a la más alta autoridad de los judíos, Caifás, puesto que éste ha recurrido a ti para evitar su amenaza. Aterroriza a Herodes Antipas, y debemos admitir que si se hubiera dado a conocer como tal, nos habría dado mucho trabajo incluso a nosotros. Ahora tiene fama de ser sobrenatural.
Pilatos le había escuchado.
—Era realmente el rey de los judíos —murmuró—. Este país necesita un rey como él. ¡Lástima que no haya sido más ambicioso!
Crátilo cruzó las piernas y luego las descruzó.
—No hubiera sido un rey corriente, procurador. Puso la mano en mi hombro, y entonces sentí una descarga como la que dan esos peces, los gimnotos, cuando los tocamos vivos.
Pilatos se pasó la mano por la cara, con mirada de preocupación.
—Bueno, todo ha terminado —dijo—. No soy cónsul en las riberas de la laguna Estigia. Nuestros dioses me bastan. Estoy impaciente por regresar a Roma. Y tengo hambre.
Crátilo soltó una carcajada para convencerse a sí mismo de que apreciaba el sentido común de su señor. Pilatos le miró y se rió también. Algo más tarde, cuando acudían al albergue de los legionarios, declaró:
—La actitud de Saulo es singular. De modo que fue a Getsemaní con la mera esperanza de divisar a Ieshu. Tienes razón: está fascinado por él. En mi opinión, no tardará en cambiar de casaca.
Gedaliah sirvió vino en la copa de Caifás y se la tendió.
—El peligro ha pasado —dijo—. No se han atrevido.
Caifás humedeció sus labios en la copa e hizo una mueca.
—No me ha gustado la información que me has dado esta mañana sobre Saulo, ni el tono en el que me la has dado.
Gedaliah había estado presente. También él había advertido el tono de desafío con el que Saulo había anunciado que Jesús había ido la víspera a la ciudad.
—Y nadie nos dice que Jesús no esté aún en la ciudad —añadió Caifás.
—Si es así, lo sabremos indirectamente por la presencia de sus discípulos.
—A esos, en cualquier caso, no les daremos cuartel. ¡Hay que extirpar la cizaña! —masculló Caifás.
Gedaliah no hizo ningún comentario a aquella decisión. Como mucha gente al servicio del poder, a menudo sabía más que su amo sobre muchos asuntos en los que este creía decidir, y dudaba mucho que fuera fácil arrancar la cizaña en cuestión. Pero, en fin, siempre es una torpeza contrariar a los príncipes. Se pierde el cargo y el consejo dado cae, muy a menudo, en saco roto.
El hombre de confianza del sumo sacerdote conocía, en efecto, la resolución y el número de los zelotes. Y sabía que una y otro iban cobrando mayor importancia. La cizaña no eran los discípulos de Jesús; eran los zelotes.
Aquella noche sopló un viento terrible; en realidad, el habitual viento del equinoccio.
Pero el viento tiene su modo de hablar, para quienes quieren escucharlo. Aquel era tempestuoso, hablaba de cólera y devastación. Agitó con amenazadoras sacudidas el gran velo del templo, como si los manes de los profetas se hubieran apoderado de él con la intención de desgarrarlo, maltrató las ropas que habían colgado a secar en las terrazas de Jerusalén y los alrededores, y envió los calzones de las vírgenes y de los vejestorios revoloteando por encima de las murallas e incluso más allá, sobre los árboles del monte de los Olivos. Arrasó los árboles, sacudió las puertas e hizo crujir con cólera las contraventanas que no estaban bien cerradas, rompiendo de vez en cuando los pestillos. Persiguió a la terrosa inmundicia por los arroyos de la ciudad y cantó un treno jadeante y mugiente en el valle del Tyropoeion, tan patético que en el puente del Xistus la gente puso pies en polvorosa creyendo que oían aullar a los muertos descontentos.
Aquel viento mantuvo la ciudad despierta con la aprensión de lo inefable.
El estruendo que produjo —tejas arrancadas, carteles descolgados, loza quebrada en las terrazas— arrancó a Crátilo de su sueño. Se levantó y se asomó a la ventana.
Aquel soplo solo podía ser un presagio.
No es mi ciudad, no son mi gente y su religión no es la mía, se dijo. Pero ¿cómo no pensar que los dioses ponen a veces los pies en la tierra?
También Saulo escuchó el viento. ¿Era el viento o era el ruido de su alma? Cuando el amanecer puso fin al estado de somnolencia pesadillesca en el que había pasado toda la noche, notó la lengua pastosa. No salió de casa ni habló con nadie. Al día siguiente, permaneció también mudo, atrincherado en su habitación.
Su mujer se alarmó. Él solo le respondió con voz ronca:
—Es un hombre irresistible.
Ella sabía de quién estaba hablando. Debería haberse alegrado. Pero como tantas otras mujeres, se había cansado de las emociones de los hombres y, concretamente, de aquel: orgullo, fracaso, maldiciones de quienes temen parecer demasiado pequeños al modo de ver de sus semejantes.
Y Saulo, en efecto, era pequeño.