28

El adiós a Babilonia

Por fin, los nervios de Saulo habían remitido.

A fuerza de andar aquí y allá en el templo aguzando el oído, había acabado recogiendo del jefe de la policía el informe de uno de los centinelas de la torre Antonia, que prácticamente era como no decir nada: habían descubierto en Getsemaní a un grupo de gente que se había retirado al bosque sin razón aparente. No eran lo suficientemente numerosos para constituir una amenaza y era dudoso que tuvieran alguna relación con el grupo armado cuyo asalto temían algunos. Por otro lado, los guardias apostados en la puerta de las Ovejas no habían visto pasar ningún grupo sospechoso.

Para Saulo, quedaba otro hecho significativo: el cortejo indicado por sus espías no había entrado en Jerusalén; parecía haberse desvanecido en la naturaleza. Getsemaní estaba en su camino, de modo que el grupo que acampaba allí no podía ser otro que ese. Aquella gente aguardaba la noche, probablemente, para lanzar un asalto contra Jerusalén.

En su delirio, Saulo intentó imaginar la forma que adoptaría aquel asalto. Tal vez intentaran incendiar un edificio u otro. ¡El templo! Sí, eso era, intentarían incendiar el templo por la noche. ¡Ah, los muy canallas! Sin embargo, pensándolo bien, aquel proyecto le pareció delirante. Pero entonces, ¿qué hacía allí toda esa gente? Evidentemente estaban vinculados a Jesús. Se hallarían escuchándole, pues era un hombre que hablaba mucho. Era la ocasión perfecta para ir a ver de cerca a aquel individuo.

Llamó a dos de sus esbirros y emprendió con ellos el camino de Getsemaní. Lo decidió todo en el acto, con la fiebre del cazador que acecha una presa. Por el camino, advirtió que su escolta no serviría de gran cosa si tenía que enfrentarse con una milicia de zelotes. Tal vez debiera dar media vuelta para buscar refuerzos. Cambió otra vez de opinión: ¿dónde iba a encontrar semejantes refuerzos, si Pilatos no quería oír hablar de ello y la policía del Templo probablemente no estaría dispuesta a verse privada de sus efectivos? Además, corría el riesgo de hacer el ridículo si aquella gente, instalada en Getsemaní, eran sólo peregrinos fatigados; por lo tanto, siguió avanzando. Ya veríamos.

Llegó jadeando al pie de Getsemaní y levantó los ojos; sí, había gente allí, pero no parecía muy agresiva. No supo qué pensar; vio a muchos hombres, pero también a muchas mujeres. Trepó con sus piernas demasiado cortas.

La primera mujer a la que reconoció iba vestida de blanco: Prócula. ¡Prócula, allí! Se sintió jubiloso. ¡Ah, ya tenía a su hurón! Otra mujer le reconoció: era Maltace. Se levantó para acercarse a él. Le miró de arriba abajo, sarcástica:

—¡Saulo de Antípater! ¡El nieto de la segunda mujer de Herodes el Grande! ¿Qué mal viento te trae?

Desconcertado, Saulo se quedó petrificado. Pedro le miró con ojos sombríos y Santiago, el hermano de Jesús, se acercó a él.

—¿Tú eres Saulo? ¿Fuiste tú quien hizo lapidar a Esteban? ¿Qué estás haciendo aquí?

Los zelotes apretaron sus filas alrededor del pequeño grupo. La inquietud transformó las caras de los dos esbirros de Saulo. Comprendieron que muchos de los hombres presentes no eran discípulos sino zelotes. Saulo miró a su alrededor con ojos feroces e inquietos. Las miradas convergían en él.

—¿Dónde está? —preguntó con una autoridad que no tenía.

—¿Quién? —replicó Simón de Josías.

—¡Jesús!

Se oyeron unas risitas sarcásticas. María ben Ezra se acercó a él.

—No lo vas a ver. Vete.

—¿Quién eres tú, mujer?

Sin embargo, ya había adivinado que era la instigadora de la conspiración.

—No importa. Vete.

—En nombre del sumo sacerdote Caifás…

Ante aquella advertencia, Simón ben Josías se acercó tanto a Saulo que ambos hombres pudieron oler sus respectivos alientos.

—¿Sabes qué hago yo con Caifás, hombrecito? —dijo, sacando la daga y levantándola en el aire.

Saulo quiso echar mano a su propia daga, pero el puño de Simón le agarró del brazo.

—Ni lo intentes, hombrecito, o haré contigo lo que haría con Caifás.

Saulo miró a su alrededor: una vez más, era impotente; todos permitirían que le asesinaran sin ni siquiera darle tiempo de parpadear. ¡Impotente! Soltó su brazo y dio un paso atrás.

—No queréis decirme dónde está, pero le encontraré —espetó.

—Ruega al demonio, que es tu señor, para que no le encuentres, hombrecito —repuso Simón—, porque en ese caso sería el último hombre al que verías en la tierra.

Saulo palideció. También Joaquín avanzó, con los brazos hacia delante, como si estuviera dispuesto a aplastarlo.

—No sé lo que me retiene, Saulo, para no enviarte enseguida a los infiernos de los que has salido. Ya te lo dijimos y te lo vuelvo a decir por última vez: ¡vete!

El zelote estiró el brazo. Saulo tragó saliva y retrocedió un paso. Buscó a sus esbirros con la mirada; dos cachorros de zorro en un redil.

Se imponía la retirada y, sobre todo, la increíble evidencia: Jesús era el hombre más poderoso de toda Palestina. Más poderoso que Pilatos, que Herodes Antipas, que Caifás. ¡Era realmente el Rey de los Judíos!

Dio media vuelta y comenzó a bajar hacia el camino. Sus esbirros se apresuraban por la pendiente. Unas palmadas resonaron a su espalda; se dio la vuelta.

—¡Vuelve al infierno, que también nos encargaremos de pegarle fuego, Saulo!

Por el camino, se cruzó con Crátilo. Los dos hombres se detuvieron, se miraron largo rato, sin decir palabra. Luego Saulo prosiguió su camino con la cabeza gacha.

—Señora —le dijo Crátilo a Prócula—, el tiempo pasa y amenaza tormenta.

—He venido a ver a ese hombre y está en Jerusalén.

—¿En Jerusalén?

—Quiero verle.

—El procurador se inquieta.

—Ve —dijo María a la romana—. Le diré que has venido. Te bendecirá.

Con el rostro bañado en lágrimas y la boca deformada por la pesadumbre, Prócula se despidió de las mujeres y bajó por el camino, con los hombros sacudidos por los sollozos. Abajo vio llegar a un hombre. No le reconocía, pero comprendió que era él. Cayó a sus pies, dando rienda suelta a su emoción.

—¡Esperaba verte, sólo verte! —articuló entre sollozos.

¿Hablaría él en griego?

Levantó el rostro hacia él.

—Levántate, Prócula —ordenó Jesús también en griego—. Tus lágrimas te han lavado.

La mujer le besó las manos y se levantó.

—Vete —dijo—, no temas. El Señor vela ahora por ti.

Crátilo contempló al desconocido, arrobado.

—¿Tú? —susurró.

—Tú eras el mensajero, ¿no es cierto? Es el papel de los ángeles —declaró Jesús posando la mano en su hombro.

Crátilo se sobresaltó con el contacto.

—No temas tú tampoco. La memoria del Señor es como el bronce. Y subió lentamente la pendiente.

La tormenta estalló por fin, pero sólo lo hizo sobre Jerusalén, como si concentrara su cólera en la ciudad. Desde lo alto de Getsemaní, contemplaron cómo la lluvia caía sobre la ciudad como un velo de luto.

—Mi misión se ha cumplido —dijo—. La vuestra comienza ahora.

Todos se volvieron hacia él.

—A veces se ve cómo el rayo cae en un campo agostado y lo incendia —prosiguió—. Luego aparece el viento y se lleva lejos las semillas, que germinan y dan lugar a jóvenes espigas. Así ha ocurrido con la voluntad del Señor, durante los años que prediqué su palabra según su Espíritu Santo. Jerusalén es como aquel campo agostado, y los corazones se han secado también en todas partes donde se extiende su influencia. Los oídos no oyen, los ojos no ven. Es un campo de muerte. Pero se ha levantado el viento y es el viento del Señor, que no dejará de soplar.

Jesús echó una ojeada a la concurrencia.

—Vosotros sois las semillas. Esparcíos por las tierras fértiles. Seréis los sembradores del Señor. Mi palabra es simple como el tronco de la palmera, y fina como las palmas. Germinará en los corazones puros y alimentará a los hambrientos. Os doy los poderes que el Señor me concedió: curad los cuerpos dolientes para liberar los espíritus, aliviad los corazones dolientes para devolver su fuerza a los cuerpos. Y ahora os digo: el espíritu y el cuerpo son uno en la luz del Señor. Él no creó el mundo para despreciarlo, pues Él es la alegría. Quiere que vosotros seáis la alegría. Cuando veáis el pecado, recordad que no reclama destrucción sino perdón, no el desprecio de uno mismo sino el arrepentimiento.

El viento agitó las ramas por encima de sus cabezas.

—Vuestras madres, vuestras hermanas, vuestras mujeres y vuestras hijas os ayudarán en vuestras siembras y en vuestras siegas. El Señor les dio la mitad de vuestro sol, la mitad de vuestra luna y la mitad de las estrellas. No pequéis de avaricia, como los hombres de Jerusalén, y no les disputéis su parte de la herencia divina. Sin ellas, sólo sois árboles estériles. No cedáis al orgullo que os convertiría en sepulcros poblados por deseos, y si ellas os inspiran el pecado, pensad que habéis sido vosotros quienes habéis concebido primero el pecado en vuestro espíritu. Si las hacéis responsables de vuestros pecados, os rebajáis a la condición de espantajos que el viento anima a su voluntad.

Casi oía su respiración y se preguntó qué quedaría de su aliento cuando él ya no estuviera allí para avivarlo.

—Si realmente lleváis mi espíritu, el que yo os he transmitido porque el Señor Nuestro Padre me lo encargó, realizaréis prodigios. Desconfiad, sin embargo, del efecto de los prodigios: halaga la superstición de los hombres. Satisface su afición al espectáculo, pero no procede de su fe. Un hombre que sólo cree en el Señor porque ha visto un prodigio no es un verdadero creyente. Es tan despreciable como los paganos que se quedan embobados con los juegos del circo. ¡Un prodigio no demuestra nada! También los suscitan los demonios y los espíritus secundarios, los que se arrastran por los arroyos del mundo. Escuchadme, no halaguéis la afición a los prodigios de quienes os escuchen, porque entonces os veréis obligados a multiplicar esos prodigios al día siguiente, y así sucesivamente. ¿Os gustaría ser como magos de feria a los que todos van a contemplar a cambio de una moneda y luego olvidan al día siguiente?

Su mirada se posó en cada uno de ellos: Pedro, quien había renegado de él, Andrés, tenaz y atormentado, Juan y Santiago, los ardientes, demasiado ardientes tal vez, Tomás, lento para creer pero rápido para amar, su hermano Santiago, taciturno y prudente, Mateo, avaro con sus palabras pero ávido de las de los demás, Natanael, Bartolomé, Simón el Zelote, Felipe, Tadeo, Judas de Santiago, y Lázaro, al que amaba como a un hijo, a un hermano, a una mujer. ¡Eran tan frágiles! Su corazón se llenó de la inquietud del padre que ve cómo sus hijos abandonan la casa.

—Intentarán enredaros en disputas. Apartaos de ellas. El fuego llama al fuego, derramad vuestra paciencia. Desconfiad de lo irrisorio, que es la calderilla de Satán. Las palabras son las mejores cosas cuando contienen el espíritu, y las peores cuando sólo contienen la vanidad de quienes las pronuncian. Apartaos de los malvados y de los tontos. No se arroja pan a los lobos.

Se volvió brevemente hacia Jerusalén.

—Escuchadme: de momento, las serpientes han oído el aleteo del Gran Serpentario. Permanecen quietas en sus madrigueras. Estaréis en paz por algún tiempo, pero no siempre será así. En cuanto el sol brilla, la víbora sale de su agujero. Los hombres de Jerusalén os harán pagar, antes o después, la humillación que han sufrido hoy. Todos sabían que estábamos aquí, que aquel a quien habían clavado en el madero estaba vivo en este huerto, pero no se han atrevido a enviar a un solo hombre para detenerme, porque sabían que así habrían firmado su propia sentencia de muerte.

Señalando a los zelotes con el gesto, prosiguió:

—Teníais guardianes, los hombres que veis aquí. Pero no los tendréis siempre. Hoy nuestros caminos se encuentran, pero mañana cada cual reemprenderá su lucha. Son los soldados de la revuelta terrenal, y vosotros sois los mensajeros de la revuelta celestial. Su lucha pertenece a una época, la vuestra es intemporal. Ellos llevarán el fuego a Babilonia, y entonces debéis alejaros del incendio, pues será el más inmenso desde los incendios de Sodoma y Gomorra. La cólera del Señor es espantosa. Tolera los pecados de los infieles, pero no los de los servidores que se llaman creyentes. Alejaos de ellos, porque las semillas que vosotros lleváis podrían quedar consumidas.

Permaneció callado largo rato. Todos aguardaban a que dijera algo más o se despidiera. Las nubes se desgarraron y Jerusalén ardió entre los cobres del poniente. Mientras contemplaban la ciudad, creyeron escuchar las trompetas y ver llamear las ascuas.

—Por lo que a mí respecta —concluyó—, mi misión se ha cumplido, ya os lo he dicho. Sólo podría apartaros de vuestra lucha. No podría escapar eternamente de su odio, y cuando me vieran, su vindicta rebrotaría. Tendríais que protegerme sin cesar, cuando lo que debéis hacer ahora es protegeros a vosotros mismos. En su ceguera, los hombres de Jerusalén creen que ambiciono su poder y que soy vuestro general. En este mismo momento, esa lechuza enferma de Caifás cree que he venido aquí para robarle su tiara, y los sacerdotes comen los albaricoques del Sukot echando furtivas miradas a derecha e izquierda, porque imaginan que voy a robarles los tributos que arrancan al pueblo. Creen que aspiro a la corona de Israel. Vosotros sabéis que es falso. Cuando ya no esté aquí, descubrirán que su verdadero enemigo es el cielo. No podrán disparar flechas contra él, ni crucificar a las nubes. Entonces será demasiado tarde. El Ángel Exterminador estará sobre sus cabezas.

Murmuró que tenía sed y un zelote le tendió su calabaza. Los grupos se deshicieron. Le preguntaron adónde iba, pero él no lo sabía aún.

—¿Quién será nuestro jefe? —preguntó Pedro.

—El que mejor va a aconsejaros es Santiago, mi hermano.

Las lágrimas fluyeron y los abrazos se multiplicaron indefinidamente.

—Se está haciendo de noche —les dijo—. Regresad a Jerusalén. Saludad a José de Ramathaim y a Nicodemo de mi parte.

Jesús se llevó a María, a Marta y Lázaro y bajó por el sendero. Lázaro y él ayudaron a las mujeres a subir a los asnos y tomaron el camino que llevaba a Betania.