27

Una jornada agotadora

En lo alto de la torre Antonia, el capitán de la guarnición recorría nerviosamente la terraza. Unos centuriones apostados en las cuatro esquinas se encargaban de indicarles cualquier movimiento sospechoso de la población y el menor incidente que se produjera, tanto en la calle como en los atrios del templo.

Los romanos se veían, pues, obligados a confiar en la vigilancia de la policía del Templo, treinta de cuyos hombres montaban guardia en la puerta y cien más que se habían distribuido por los pórticos que rodeaban el atrio de los gentiles. Desde lo alto de la torre, podía distinguirse al comandante, con la túnica corta y las botas rojas, que vigilaba a los fieles.

Los sacerdotes, por su parte, recibían las ofrendas a la puerta de la balaustrada que separaba el atrio de los gentiles del atrio de las mujeres y las entregaban a unos criados que las cargaban a hombros en unos cestos e iban a llevarlas, con pesados pasos, hasta las reservas del templo y luego regresaban.

Saulo había movilizado a sus seis esbirros y pateaba las calles manteniéndose a disposición de la policía del Templo, por si ocurría algo. Pero era evidente que si ocurría algún incidente, sería demasiado tarde para intervenir; lo sabía muy bien.

—¡Ese resucitado ha elegido bien el día! —exclamó el capitán romano. Hizo que le subieran de la cantina una jarra de cerveza y la puso en la barandilla de la terraza, para vigilar el camino de Bethphage. Era un día bochornoso. Sin duda, no se librarían de una buena tormenta.

En la Procura, sentado ante su mesa, Pilatos se dedicaba tranquilamente a sus cosas, revisando la lista de los sueldos y las cuentas.

Sentado ante él, Crátilo reproducía los documentos de los que Pilatos le había encargado una copia. También él fingía despreocupación, pero no por ello estaba menos atento. Unas voces en la planta baja le hicieron dar un respingo. Saltó hacia la ventana, con los nervios de punta, y se asomó. Nada. Una pelea doméstica. Aquel día era él quien no soportaba las moscas. Se levantó para ir a buscar un saco de virutas de cedro y pétalos de crisantemo.

Pilatos le dirigió una mirada irónica. Crátilo la captó y contuvo una sonrisa.

A mediodía, el espía Alejandro le hizo llamar: había descubierto en la columna de fieles el cortejo de Maltace, y no dudaba que Jesús se encontraba allí. El cortejo parecía dirigirse a la puerta de las Ovejas.

—A mi entender, está custodiado por unos treinta zelotes —dijo.

Pilatos, informado, no hizo comentario alguno.

—De buena gana comería algo —dijo—. Y quisiera una jarra de cerveza. También me hubiera gustado un poco de lacón, pero, en este país, es como si pidieras la luna.

Crátilo ordenó que un criado fuera a buscar cerveza y medio pollo, con dos panecillos con sésamo, que eran del gusto del procurador.

A las doce y media, el centurión apostado en la esquina norte de la torre Antonia distinguió con dificultad, entre el polvo del camino, cierto remolino en el flujo de los peregrinos que había en la carretera. Pero no se distinguía ningún signo alarmante, y no le prestó mayor atención. De hecho, tres mujeres y tres hombres tomaron el camino de Bethphage en sentido contrario, como si hubieran hecho ya sus ofrendas. Miraron a diestro y siniestro, y parecía que estuvieran buscando a unos amigos. Se detuvieron ante un grupo y se unieron a él cuando el cortejo abandonó la carretera para subir por las laderas de Getsemaní. En medio del polvo del camino, tampoco los peregrinos les prestaron atención.

La primera persona a la que María reconoció en el cortejo que se dirigía a Jerusalén fue a su homónima, la compañera de su hijo. Se dirigió a ella, y también María de Magdala la reconoció y bajó de su asno. Se abrazaron, lo que demoró la marcha del séquito. Se echaron a llorar y las otras mujeres las vieron y comprendieron lo que ocurría. Marta y Juana bajaron de sus monturas y rodearon a la madre de Jesús, e incluso Maltace, a la que no conocía, puso pie en tierra, la estrechó entre sus brazos y le dijo:

—¡Bendito sea el fruto de tus entrañas!

La primera persona a la que José, el hermanastro mayor de Jesús, reconoció en el cortejo fue a su hermano Santiago, que iba a pie. También ellos se abrazaron sin poder contener las lágrimas. A continuación, Simón y Judas, y luego Lidia y Lisia, reconocieron a Santiago y le rodearon. No se habían vuelto a ver desde que había huido de Jerusalén, al día siguiente de Pascua, cinco meses antes. Se habían formado así dos grupitos, que dificultaban la marcha de la gente por el camino.

María se soltó de los brazos de María de Magdala y miró a su alrededor.

—¿Viene con vosotros? ¿Dónde está? ¿Es cierto que…?

—Va delante, entre Pedro y Juan.

Las dos Marías se separaron de su grupo y se abrieron paso entre el cortejo disgregado y los peregrinos, que protestaban al ser empujados.

Los zelotes no sabían ya adónde mirar.

María, la madre, conocía a Pedro y a todos los discípulos, pero no reconoció en un principio al hombre que caminaba junto a Pedro. Fue él quien la reconoció. Se detuvo ante ella y entonces la mujer se encontró de nuevo ante aquella mirada resplandeciente.

Tendió las manos, como si se hubiera vuelto ciega. Él las tomó y la atrajo hacia sí.

María desfalleció, pero él la sostuvo. Un zelote ofreció su calabaza y Jesús le dio de beber.

Era imposible permanecer más tiempo en el camino. Estaban al pie de Getsemaní.

—¡Salgamos del camino! —exclamó Jesús.

Trepó por la pendiente del bosquecillo, lleno de enebros y tamarindos, sosteniendo a su madre y guiando sus pasos. Ella se apoyó en su brazo. Él se volvió. Los demás habían comprendido su gesto y le siguieron.

María se apoyó en un árbol y abrió los ojos, que hasta entonces habían permanecido entornados.

—¡Estás vivo! —musitó.

Las lágrimas brotaron de sus ojos.

—¡La voluntad del Señor es insondable! —exclamó ella, con una voz rota que se extraviaba en los agudos.

Las demás mujeres se habían reunido con ellos.

María tomó a su hijo en los brazos y apoyó la cabeza en su pecho. Era más baja que él. Luego se apartó y le tomó las manos. Como todos los demás, examinó las cicatrices, por arriba y por abajo. Sacudió la cabeza.

—Aquí están los pies —dijo él.

Ella tuvo que sentarse en el suelo, desconcertada. Bebió de nuevo. Lidia y Lisia estaban a su lado.

Se habían reunido todos en las laderas de Getsemaní. El calor se hacía más pesado aún.

—¿Dónde has estado todo este tiempo? —preguntó ella—. No dejaba de oír unos rumores absurdos y me negaba a creer en ellos.

—Estaba convaleciente cerca de Damasco y no veía razón alguna para entregarme de nuevo a Caifás y a su gente.

—¡Caifás! —repitió ella—. Él nos ha enviado, en delegación, a tus hermanos, tus hermanas y a mí misma.

—¿Qué desea?

—Sus consejeros y él te suplican que no entres en la ciudad, pues provocarías un levantamiento y muchas muertes.

—El terror les inspira.

—María se lo dijo —recordó José.

—Pues de todos modos entraré en Jerusalén —declaró Jesús.

Un rumor recorrió todo el grupo. Los zelotes estiraron el cuello.

—¿Vas a ir? ¿Vas a ir? —preguntó Simón de Josías.

—Vuestra hora no ha llegado aún —respondió Jesús—. Iré solo. Protestaron de nuevo.

—¿Solo? —exclamó Santiago, el hermano de Jesús, asustado.

Jesús inclinó la cabeza.

—Esperadme aquí.

Bajó las laderas de Getsemaní, el huerto donde lo había visto y comprendido todo. Vieron cómo se unía a la oleada de peregrinos y le siguieron con los ojos; luego el polvo le ocultó de sus miradas.

Arriba, bajo los árboles, las dos María se habían sentado sobre sus mantos, una junto a la otra, algo apartadas del grupo.

—Dime —preguntó la mayor—. ¿Qué ocurrió realmente? No supe nada, no me dijeron nada. Él estaba en la tumba. Luego me dijeron que había salido y yo no me atrevía a creerlo ni a dudarlo…

La otra María comenzó a contar:

—La víspera de Pascua, cuando se decidió el castigo, nosotros nos rebelamos…

Entró por la puerta de las Ovejas, entre la oleada de peregrinos. Ninguna mirada indiscreta se fijó en él. Se dirigió hacia la piscina probática, con sus cinco columnatas. Como de costumbre, el lugar estaba lleno de seres olvidados por los ricos y por la suerte: mendigos, tullidos, personas indignas. Les habían dedicado unas migajas de las ofrendas destinadas a los sacerdotes. El suelo estaba cubierto de corazones de manzana y huesos de albaricoque.

Entró en la segunda piscina, la que estaba destinada a los baños de los humanos, mientras que la mayor, situada más abajo, servía para lavar a los corderos; ambas estaban aumentadas por un sistema de conducción de agua. Se desnudó y dejó su ropa en un banco de piedra. Su mirada topó con un hombre, apenas hombre, que le observaba intensamente en la penumbra. Jesús miró su rostro y comprendió lo que ocurría. El hombre sufría una enfermedad de la piel. Si entraba en la piscina, la volvería impura, y le golpearían.

—¿Quieres bañarte? —le preguntó.

—Me lavaré luego, bajo la lluvia que está al caer. Quiero curarme —respondió el otro con voz sorda, una voz de enterrado vivo—. Quisiera lavar mi tormento.

—Sólo el Señor puede lavar tu tormento.

—¿Puede? —preguntó el hombre, con tono amargo.

—Pídeselo. Ahora. Enseguida.

—No sé orar. ¿Qué voy a decirle?

—Señor, lava mi tormento.

El hombre pareció indeciso por un momento, tal vez irritado. ¡Orar de verdad! Sentado en el borde de la piscina, Jesús no apartaba de él su mirada.

—¿A qué esperas? —preguntó el infortunado, en tono desafiante.

—Estoy esperando a que comiences a orar, a que tu cuerpo y tu alma se purifiquen y bajes conmigo a la piscina.

Esta vez el hombre pareció desconcertado. Su mirada se posó en Jesús largo rato.

—¡Señor! —gritó por fin con desesperación, levantando los ojos—. Señor, ¡lava mi tormento!

Jesús bajó un peldaño, tomó en sus manos un poco de agua de la piscina, subió de nuevo y la arrojó al rostro del hombre, que se atragantó. Se pasó las manos por el rostro. Unas costras quedaron en sus dedos. Miró a Jesús, pasmado. Se pasó de nuevo los dedos por el rostro, todavía incrédulo.

—¡Reza! —ordenó Jesús—. ¡Da gracias a tu Señor!

El otro se levantó, abrió los brazos y, delante de todo el mundo, oró en voz alta con tanto fervor que un bañista le soltó:

—¡Pero vete a orar al templo!

Jesús arrojó al rostro del hombre otro poco de agua.

—Tus costras han sido lavadas —le dijo—. Sécalas y báñate.

Mientras se pasaba todavía las manos por la cara, el otro le miró.

—Sólo hay un hombre capaz de hacer esos prodigios sagrados…

Jesús no le escuchó y bajó a la piscina. Se alejó dando tres brazadas. Cuando estuvo vestido y peinado, el hombre ya había partido. Volvió a verle fuera, inmóvil, con los ojos levantados y las palmas vueltas hacia el cielo.

Yo tendría que ser mil, pensó.

Merodeó por Jerusalén, sabiendo que nunca más volvería a verla, como había decidido. La ciudad de David y de Salomón estaba muerta; había estado llena de alegría, y ahora su opulencia exhalaba un olor rancio y triste. La fe traicionada la llenaba de rencores, y la ocupación romana la había convertido en una estela. Una densa multitud sólo expresaba ya el tedio doliente y fétido. Si hubiera entrado en compañía de los suyos y de los zelotes y le hubieran reconocido, la ciudad habría sido reducida ya a sangre y fuego. ¿Por amor del Señor? No, por afición a lo milagroso y por desprecio a los hombres insípidos, sobre todo cuando eran sacerdotes.

Se lo habían dicho ya en Qumran: «Un sacerdote tibio es peor que un demonio, y el respeto por las palabras es la traición al Espíritu. Nunca más pondremos los pies en Jerusalén; está llena de demonios blandos y pan mal cocido».

Con el corazón afligido, oró ante el templo sin entrar y se dispuso a tomar el camino de la puerta de las Ovejas.

A la misma hora en la que él había abandonado Getsemaní, Prócula, informada por sus siervas de que Jesús estaba cerca de Jerusalén, bajó a llamar a Crátilo. No le hizo ninguna pregunta, y al cretense le bastó con mirarla para saber lo que quería.

—Según las noticias que he recibido hace una hora, el cortejo parecía dirigirse hacia la puerta de las Ovejas —dijo—. Sin embargo, el centinela de la torre Antonia ha advertido un movimiento extraño al pie de la colina de Getsemaní.

Ella inclinó la cabeza.

—No le digas ni una palabra a mi esposo. Estaré de regreso para la cena.

No conocía Jerusalén. Se llevó a una sierva, la siria, para que le indicara el camino. Hizo frente al polvo, el jaleo, la multitud que avanzaba en dirección contraria y la insoportable humedad de la tormenta que abrumaba la región. Llegó una hora más tarde al pie de la colina de Getsemaní.

Miró a su alrededor, prácticamente despavorida y consciente de la extrañeza de su expedición. Ella, una romana, y encima la esposa del procurador de Judea, se lanzaba a la aventura por la campiña con la esperanza de divisar a un mago judío condenado por las autoridades. ¡Qué locura! Pero sabía que de no haberlo hecho, se lo habría reprochado toda su vida. Una llama loca en el fondo del alma es lo más valioso que existe… Levantó los ojos al cielo y vio gente en los bosquecillos. Ya no veía claro, de modo que entornó los ojos y decidió acercarse. El manto se enganchó en las ramas, jadeaba, tenía calor… Una mujer se levantó y bajó en dirección hacia ella.

—¡María! —Las dos mujeres unieron sus manos.

Los hombres las observaron. Eran ya muchas mujeres. Maltace se dirigió a Prócula y se abrazaron. María, la madre, observaba a la recién llegada; una mujer como ella, vestida de blanco y no de negro, pero que llevaba de todos modos el negro en la mirada. Supuso que era extranjera.

—Es su madre. La madre de Jesús —dijo María, señalando a una mujer sentada bajo una encina.

Prócula, llena de aprensión, avanzó hacia María. ¿Qué ocurriría? A fin de cuentas, era la esposa del procurador, quien había accedido a entregar a Jesús a los judíos…

—Ven —dijo María.

Prócula se aproximó, con pasos prudentes.

—Ya sabemos cómo son los hombres —dijo María.

Quedaron cara a cara. Las dos descifraron en sus ojos, mutuamente, el dolor, la compasión y el don de las lágrimas, del que carecen los hombres. Un hilo de oro unía a la madre de la víctima con la esposa del verdugo. En la imperiosa Roma, como en Israel, las madres y las esposas contemplan a los pontífices y los guerreros con una misma mirada, que significa: «Una mujer te trajo al mundo y otra te llorará».

—Sé lo que hiciste —dijo María.

—Casi nada, pero no podía…

—El corazón es lo que cuenta. Eras pagana. Ya no lo eres, ¿lo sabes?

Prócula sonrió.

—Has reconocido al Dios del Corazón, y sólo hay uno, cuyo mensajero es mi hijo.

Prócula la interrogó con la mirada; sus ojos estaban velados por la edad y las emociones contenidas.

—¿Dónde está? —preguntó la romana.

—En Jerusalén —suspiró María.

Prócula lanzó un grito, y acudió María ben Ezra.

—¿Le habéis dejado ir a Jerusalén? —gritó Prócula—. Pero… ¡todo empezará de nuevo!

—Su voluntad ha prevalecido —respondió la más joven de las dos Marías—. Pero dudo que le reconozcan.

—¿Cuándo volverá?

—Ha dicho que volvería, de modo que le esperaremos. Puedes esperar con nosotros.

Miraron hacia el camino. Los zelotes murmuraban; habían dejado pasar una buena ocasión. Por el Sukot, habrían vareado Jerusalén de buena gana para hacer caer sus podridos frutos. Simón de Josías soñó en voz alta que rajaba al canalla de Caifás para quitarle las pepitas. Los demás se rieron.

Felipe hacía vaticinios; quería que cayese la lluvia. Los demás discípulos no le respondieron.

El otro Santiago fue a sentarse junto a su madrastra. Maltace hizo distribuir el pan, los pasteles y el agua de su zurrón y rogó a Bartolomé que fuera a comprar a la ciudad, por si la espera se prolongaba.

Por fin vieron llegar a un hombre, pero no era el que esperaban.