«¿No tiene madre? ¿No tiene hermanos?»
La última parada antes de llegar a Jerusalén era Jericó. A pesar de las exhortaciones de Jesús, fue más movida debido a los varios centenares de habitantes de Phaselis que siguieron el cortejo. Cuando llegaron, Jericó ya había sido avisada desde el amanecer por algunos exploradores de buena voluntad: el Mesías Jesús, salido de la tumba, estaba de camino a Jerusalén. Y había curado a un niño paralítico. El rumor, por lo demás, fue creciendo al albur de la imaginación de la gente: algunos aseguraron que había curado a todos los niños paralíticos de la región. Se esperaban otros prodigios.
Jesús confió a Aser a sus hermanos, que le habían seguido desde Phaselis, y les pidió que dieran media vuelta.
—El Señor le ha curado —les dijo—. No quiero poner en peligro su vida. Sería ofender al Altísimo.
Aser le abrazó. Jesús le bendijo y le acarició la cabeza.
—Ve y sé fuerte. El Señor vela por ti.
A mediodía, el paisaje duro, árido y montañoso que rodea la Ciudad de las Palmeras se vio animado por una procesión de más de mil codos de largo que se dirigía hacia las nuevas murallas. En el fondo, nada había cambiado desde hacía siglos, excepto la palabra de un hombre de luz que sucedía a las trompetas de Josué. Esta vez no eran unos ejércitos terrenales los que se lanzaban a la conquista de la Tierra Prometida, sino unas invisibles falanges.
—Mira allí —le dijo Jesús a Juan, señalando un macizo pico—: es el monte de la Tentación. Subí de joven. Cuando estuve allí —e indicó, más allá de los montes, el lugar donde se hallaba el mar de Sal—, el Tentador me ofreció el mundo. Los hierosolimitanos me lo ofrecieron muchos años más tarde, pero sin maldad. Nunca he querido corona alguna. ¿Te das cuenta de que ningún demonio me seducirá jamás?
—Los demonios son tontos —observó Juan.
Jesús se echó a reír.
—Sí, tienes razón, siempre lo he pensado. No hay nada más tonto que un demonio. Es una raza que no está instruida, porque no sabe leer ni escuchar. La maldad es la piedra de toque de la tontería.
Los habitantes sabían los nombres de toda la gente importante del cortejo. Poco después de la entrada en la ciudad, un emisario acudió a la carrera para anunciar a Maltace que su hijo Herodes Antipas residía en el palacio de su padre.
—Hombre —gritó la anciana—, corre como has venido para anunciarle que maldigo mi sangre y que mis imprecaciones vuelan por encima de su cabeza como los buitres por encima de un cadáver.
Sin duda el mensaje fue transmitido prontamente, pues, en efecto, al pasar ante el palacio, cada cual pudo ver que veinte de los gálatas de la guardia privada del tetrarca se mantenían ante las puertas, con la lanza empuñada y ojos feroces, probablemente aguardando ser desollados por la multitud que desfilaba. Unos chiquillos danzaban ante ellos burlándose y agitando los brazos mientras gritaban:
—¡Herodes, ya llegan los buitres!
En el interior, Herodes Antipas seguramente lamentaba con amargura haber abandonado Maqueronte para respirar los buenos aires de Jericó.
Jesús vio a todos los zelotes que rodeaban el cortejo y llamó a Joaquín.
—Vuestro número ha aumentado.
—En efecto, Simón de Josías y otros jefes han querido unirse a nosotros.
—¿Se han unido a nosotros los zelotes del sur?
—Sí, son ahora tus defensores, como los de Galilea. Consideran que tú y los discípulos estáis en peligro.
—¿Te das cuenta de que su mera presencia exacerbará la inquietud de la gente de Jerusalén?
—Maestro, su inquietud está ya exacerbada. Nuestra presencia sólo puede enfriar sus malas intenciones.
No era momento de discutir. Pedro, Andrés y Tomás apretaron el paso, se pusieron a la altura de Jesús y le vieron preocupado. Una vez más, la situación se le escapaba.
—No soy un general —les dijo—, no he venido por asuntos terrenales. No puedo despedir a esa gente. No han comprendido mis intenciones ni vuestra misión. Ruego al Señor que la presencia de esa gente siga siendo simbólica.
Se preguntaron de nuevo qué iban a hacer en Jerusalén.
Al día siguiente, cuando amaneció, la vida de Jerusalén pareció reanudarse como de costumbre. Los comerciantes abrieron las puertas de sus tiendas a la hora habitual. Los sacerdotes del Templo salieron descalzos para lavar los suelos de los atrios de los sacerdotes y de los hombres, y los criados lavaron los del atrio de las mujeres y los gentiles. Los cambistas y vendedores de palomas y animales para el sacrificio se instalaron, como de costumbre, a lo largo del atrio de los gentiles. La nueva guardia tomó el relevo de la antigua en la terraza de la torre Antonia. Los hombres se purificaron de sus humores nocturnos, se peinaron la barba y los cabellos y se calzaron sus sandalias. Las mujeres y sus siervas apagaron las lámparas y reavivaron los fuegos en los hogares, batieron las literas, sacudieron las mantas en la calle o por la ventana y barrieron el suelo. Los arroyos de las calles altas y bajas crecieron con las impurezas de setenta mil habitantes, al menos según los censos de los romanos. Los mercaderes de frutas y hortalizas entraron por la puerta de las Ovejas, al norte, y la puerta de los Esenios, al sur, e instalaron sus puestos en la ciudad baja. Sus cestos estaban especialmente bien provistos aquel día, el Sukot, la fiesta de las primeras ofrendas. Iban cargados, sobre todo, de simbólicas gavillas de trigo y cebada, pero también de cestos con manzanas, peras y uvas. Se formó una cola para ir a buscar agua al pozo, comenzaron a amasar la pasta, a picar el ajo, a desplumar las aves. Nacieron algunos niños y lanzaron sus primeros lamentos en este valle de lágrimas. Unas comadronas los lavaron con la atareada expresión de las que saben que la experiencia sólo sirve para quienes la poseen. En el gimnasio, unos adolescentes calentaban sus músculos. Unas muchachas se maquillaban los ojos ante espejos de plata pulida.
Pilatos bebió su vaso matinal de leche de oveja con zumo de granada y se sentó en su silla ordinaria para ponerse en manos del barbero.
Sin embargo, en el palacio de Caifás las actividades domésticas se reanudaron cautamente.
Todo el mundo sabía lo que ocurría. Todo el mundo temblaba.
El sumo sacerdote no había dormido en toda la noche, y los criados lo sabían.
Jerusalén estaba sitiada. No la amenazaban unos ejércitos alineados, sino el peor de los agresores: las legiones inmateriales, las que suscitan la angustia sagrada.
En la hora décima, una delegación de diez miembros del Sanedrín llegó al palacio de Caifás. Gedaliah, el secretario, les llevó hasta su dueño.
—Sumo sacerdote, ¿la shekinah divina te ha iluminado esta noche? —le preguntó su jefe.
Caifás sacudió la cabeza.
—En su infinita sabiduría, el Altísimo nos pone a prueba —respondió con voz rota—. La ciencia de los Libros no me ha indicado la resolución que debe tomarse en una situación tan peligrosa. Antiguamente, Él hacía que el suelo se abriera bajo los pies de quienes le desafiaban. Pero el suelo no se ha entreabierto aún para devorar a ese pueblo.
Había evitado, como convenía, pronunciar el nombre del impío. Los miembros del Sanedrín pusieron caras largas. Habían acudido para que su jefe les infundiese valor, pero sólo les ofrecía su incertidumbre.
—¿Es una nueva forma de demonio que ha salido del Sheol para ponernos a prueba? —murmuró.
Sin embargo, la delegación, dominada por la angustia, no estaba de humor para evaluar hipótesis teológicas.
—En primer lugar —comentó uno de sus representantes—, ¿estamos seguros de que es él?
¡La eterna pregunta!
—Saulo ha encontrado la respuesta —dijo Caifás con un impaciente movimiento de la mano— y es indiscutible. Es él, pues la misma mujer le acompaña. Ningún impostor puede ocupar el lugar de un hombre cuya carne ha conocido una mujer.
—¿María de Magdala?
Tampoco era momento para hablar de las complicidades gracias a las cuales aquella mujer había logrado sacar a un crucificado de su tumba. Caifás inclinó la cabeza y prosiguió:
—Indiscutiblemente, se trata del mismo hombre que mandamos al madero. Nos encontramos otra vez en la situación que procuré evitar antes de la última Pascua, y que el Altísimo me permitió controlar por el interés general.
—¿Has avisado a Pilatos?
Caifás agitó la cabeza.
—Él considera que dos o trescientas personas sin armas que se dirigen hacia Jerusalén no merecen una alerta militar. Ayer me respondió: «¿Y qué iba a hacer yo durante vuestra Pascua, cuando los peregrinos se cuentan por decenas de millares?». No ve en la presencia del impío la menor amenaza para el Imperio de los paganos. Se niega a ver el peligro.
Permanecieron un momento en silencio, como los condenados que esperan ser crucificados.
—Pero bueno —exclamó Omri, uno de los hombres de la delegación—, ¿ese hombre no tiene madre? ¿No tiene hermanos a los que podamos convencer para que vayan a advertirle de las consecuencias de sus sediciosos manejos?
Caifás meditó la sugerencia.
—Es una idea —admitió—. Sólo una idea. Pero, en fin, estudiémosla.
Se volvió hacia su secretario, Gedaliah, y pidió que llamaran a Saulo. Y mientras tanto, ordenó que sirvieran bebidas frescas y algunos aperitivos.
Un criado sacó un frasco de zumo de manzana, unos vasos y un plato de pastelillos. La gente de la delegación se sentó, a la espera de Saulo.
—¡Y pensar que hoy es el Sukot! —murmuró uno de ellos.
La fiesta de las primeras ofrendas. ¿Qué violentos frutos se disponía a hacerles comer el Altísimo?
Llegó poco antes de mediodía, seguida por sus hijastras Lidia y Lisia y por José, Simón y Judas, las hermanastras y los hermanastros de Jesús, nacidos de un anterior matrimonio de su padre José. El cuarto hermano, Santiago, estaba ya con Jesús puesto que era uno de sus discípulos. Le seguían algunos criados. Saulo y dos de sus hombres les escoltaban. Gedaliah cerró las puertas de la sala.
Ella iba vestida de negro, el color universal de las mujeres que han superado el tiempo de las ilusiones, y mostraba el rostro afligido de las que conocen la violencia de los hombres. Repasó a aquellos dignatarios con una mirada fatigada. Antaño habían representado la justicia divina; ahora ya sólo representaban la suya.
—No temáis —les dijo Caifás cuando entraron—. Os he hecho venir para rogaros que aceptéis una misión. No utilizaré con vosotros amenazas ni reprimendas.
Ordenó que se les sirviera bebida, sin embargo no tomaron ni un sorbo. Luego les explicó lo que esperaba de ellos: que salieran al encuentro del cortejo de aquel que no pensaba nombrar, pero al que designó con el circunloquio «el hombre que es pariente vuestro»; y que le convencieran de que no entrara en la ciudad con los suyos, porque produciría un levantamiento y haría correr la sangre de su pueblo. A cambio, Caifás se comprometía a no intentar que le detuvieran de nuevo.
Tras un silencio, María, madre de Jesús, se dirigió a la concurrencia:
—¿Qué es para vosotros una madre? Una madre que da a luz a otras mujeres y, para satisfacción de los esposos, a hombres que serán aliados o enemigos, soldados a sus órdenes o en contra de sus órdenes. Es una sierva, como está escrito en el primero de vuestros Libros. Eva fue creada para que Adán no estuviera solo…
—¡Mujer! —exclamó Caifás con el rostro crispado—, te he convocado para confiarte una misión, no para escuchar insolencias sobre los Libros.
—Eso es, Caifás —repuso ella tranquilamente—, me has convocado como sierva. Y como sierva que soy, ¿qué poder se supone que tengo ante mi hijo? Él ha hecho su vida como el Señor se lo ha ordenado. El Señor le ha dictado palabras distintas a las de vuestros Libros. Al creeros dueños de los destinos, le clavasteis en el madero. El Señor le salvó de la muerte. Son acontecimientos tan poderosos que escapan al poder que creéis conferirme por vuestra conveniencia. ¿Creéis acaso que si está vivo como teméis, mi hijo Jesús, sí, Jesús, ignora la inmanencia de los designios divinos? Y si está vivo, ¿no advertís la locura de lo que me estáis pidiendo? Si está vivo, sólo puede haber salido de la tumba por la voluntad celestial. ¿Hay signo más elocuente de la intervención del Señor en este asunto?
María jadeaba; se interrumpió un momento y prosiguió:
—Es evidente que estos acontecimientos se encuentran también fuera de vuestro alcance. Están ya en manos del Señor y solo de Él. Deberíais plantaros ante mi hijo, hincaros de rodillas ante él e implorar, no su perdón, pues él os lo dará, sino el del Omnipotente.
—¡Mujer! —gritó Caifás.
Ella no le escuchaba. Se mantenía fuerte dentro de su debilidad, y prosiguió:
—No, no, mandáis a una anciana, su madre, enviáis a sus hermanos y hermanas en embajada. Ya veis qué poco caso hacéis vosotros mismos de vuestro poder y vuestra gloria. Tenéis miedo, estáis poseídos por el miedo, sois crueles cuando sois poderosos, claváis a los justos en la cruz y, cuando estáis desarmados, os volvéis hacia las mujeres. ¿Qué caso voy a hacer de vuestro poder y vuestra gloria yo, una pobre y vieja madre?
Les repasó de nuevo con la mirada:
—¿Por qué no vais vosotros mismos a exponerle vuestras razones? ¿Os da miedo acaso enfrentaros con un hombre que ha salido de la tumba donde le metisteis?
Caifás se agitó en el trono. La delegación mantuvo un largo silencio. La madre de aquel al que consideraban su enemigo, si no el Enemigo, había manifestado la evidencia. Era cierto, nadie podía hacer ya nada. Y ellos se habían visto en la necesidad de apelar a aquella mujer. Algunos se sintieron avergonzados.
—Aun así, iré —concluyó ella—, no con la esperanza de cambiar los designios del Señor, ni porque seáis seres agradables, sino para volver a ver a mi hijo, pues la última imagen que tengo de él es la de un hombre clavado desnudo en una cruz de infamia.
Se volvió hacia sus hijastros e hijastras. José, el mayor, que rondaba los cincuenta, tomó la palabra:
—Iremos con María —declaró—. Pero no lo haremos como vuestros emisarios. No podemos ser aliados de quienes pusieron a Jesús en la cruz. —Se volvió hacia Saulo—: Ni de quienes persiguen a sus discípulos, arrasan sus casas y los lapidan. Iremos para ver a un santo hombre que, además, es nuestro hermano.
Dio media vuelta sin inclinarse en lo más mínimo ni proferir una sola palabra de respeto. Sus hermanos le siguieron, y luego lo hicieron sus hermanas. Salieron dejando a sus espaldas un pesado silencio.