«El hierro se aguza con el hierro»
El rostro de Saulo adquirió un tono terroso.
El aire que respiraba le parecía envenenado, los alimentos que comía le resultaban tremendamente insípidos, y sus noches se convertían en el circo de las ansiedades que reprimía durante el día.
Su mujer ya no dormía. ¿Por qué se había casado con aquel canijo sombrío y estéril, sacudido por incomprensibles furores?
El mal que le afligía desde la infancia se exacerbó. Una noche, mientras cenaba con sus secuaces, comenzó a echar espuma por las comisuras de los labios. Sus ojos se desorbitaron, emitió unos atroces sonidos, parecidos a los de un perro al que estuvieran estrangulando. Cayó de su asiento y su secretario, Pedanius, se apresuró y le abrió las mandíbulas con su daga, para a continuación ponerle un bastón entre los dientes con el fin de que no se cortara la lengua. Los demás miraban horrorizados a su dueño, que se convulsionaba en el suelo. Le sujetaron por la fuerza. Soltó un estertor. Muchos creyeron que los demonios le habían arrebatado la vida. Otros, por el contrario, vieron en ello la prueba de su autoridad: ¿acaso el mal sagrado no era patrimonio de los jefes? Aumentó su consumo de drogas; un mercader de teriaca corintia le confeccionaba unos preparados de cáñamo y adormidera, píldoras de pasta, cocimientos y productos cuyo humo tenía que inhalar. Como de costumbre, esos remedios le valieron tórpidos accesos. La falta de pasión es como haber perdido las muelas. De vez en cuando, mandaba aún algunas expediciones contra la gente a la que acusaban de ser discípulos del mago Jesús. Él y sus hombres llegaban al amanecer, despertaban a los sospechosos, les apaleaban, rompían las vasijas y aterrorizaban a todos los que vivían en la casa. Pero ya no ponía el corazón en ello. Además, una o dos veces los vecinos, hartos tanto de la brutalidad como del estruendo, se rebelaron y se empeñaron en tundir a palos a aquellos torturadores; finalmente fueron a quejarse a la policía del Templo de que un tal Saulo y su pandilla de rufianes provocaban disturbios en su barrio.
El jefe de la policía le rogó que redujese aquellas expediciones. No le pagaban para montar escándalos; aquello daba a la gente la impresión de que el Templo se ensañaba con los discípulos de Jesús porque les tenía miedo.
Consiguió sobornar a un zelote de Bethphage y convencerle de que fuera su espía: un pastor gangoso de brazos gruesos como muslos que manoseaba su daga mientras hablaba, se rascaba la mejilla con ella y la pasaba y volvía a pasar por la palma de su mano, para probar el filo. Supo así que Jesús bajaba por el valle del Jordán escoltado por unas cuarenta personas.
—Es vuestro enemigo, ¿no? ¿Por qué no le detenéis? —preguntó Saulo.
—Porque el jefe ha cambiado de opinión y ha decidido que ese Jesús asusta a la gente del Templo y que, a fin de cuentas, nos hace el juego. Además, Jesús va escoltado por unos compañeros de Galilea que le protegen, y no es momento para que disputemos entre nosotros.
Una vez más, Saulo se sintió terriblemente frustrado. ¡Increíble! ¡Nadie quería detener a aquel hombre! El Templo, porque ahora le tenía miedo; Herodes Antipas, porque quería evitar a toda costa una insurrección en su provincia de Galilea; los romanos, porque les importaba un pimiento, y los zelotes, porque favorecía sus intereses.
—¿Vas a cargar con el peso del mundo? —le preguntó una noche su mujer, harta, porque adivinaba perfectamente el motivo de su insatisfacción, a partir de los retazos de información que él compartía con ella—. ¿Te tomas por un profeta? ¡Que venga de una vez el tal Jesús! ¡Y ya veremos!
—Provocará una insurrección general —replicó él.
—¿Y qué?
—Si fracasa, estallará la guerra. Si lo consigue, estallará la guerra de todos modos.
—¿Y qué? Es cosa de los romanos, no tuya. Tú no eres el garante del orden.
—Vosotras, las mujeres… —masculló.
—¿Qué pasa con nosotras, las mujeres? ¿Naciste del vientre de un hombre?
—¡Una mujer le sacó de la tumba!
—Y los hombres quisieran meterle otra vez en ella —dijo su esposa amargamente.
—¡Sin duda es una bruja!
—En este asunto, Saulo, creo que la única brujería es el amor. Y esa es una brujería que tú no podrás invocar —concluyó.
Esas peloteras no mejoraban el humor de Saulo. De modo que se resignó al inevitable naufragio que se avecinaba. La resignación le inspiró curiosidad: intentaba explicarse la fascinación que ejercía Jesús. ¿Qué magia había logrado que el pueblo se entusiasmase hasta la locura por ese hombre, y había conseguido que unos meses antes estuviera a punto de coronarle rey? ¿Qué enseñaba Jesús que él, Saulo, ignoraba? ¿Acaso la Ley no había sido establecida de una vez por todas? ¿Y no les había bastado a los judíos desde los tiempos de Moisés?
Conocía a un doctor de la Ley que estaba en el Templo: Simón ben Lakich, al que apodaban Simón el Mediador, un fariseo discípulo de Gamaliel; el ilustre Gamaliel, el maestro de los maestros en la interpretación de la Ley. Simón tenía fama de hombre moderado y tal vez le enseñara más de lo que ya sabía, y puesto que Saulo sólo era judío por parte de madre y no estaba avezado a los arcanos de la Ley, fue a consultarle.
—¿Cuál es, rabbi, el objeto del antagonismo entre ese Jesús y vosotros? ¿Y el motivo de la fascinación que ejerce sobre las multitudes?
Simón le miró unos instantes. No ignoraba ninguna de las actividades de Saulo; como su maestro Gamaliel, con el que había hablado de ellas, incluso las reprobaba. Pero, fiel al principio según el cual la buena semilla a veces germina en tierra árida, respondió de todos modos:
—Por lo visto, es una cuestión que atormenta a muchos espíritus. Sólo puedo resumirte algunos aspectos que creo comprender.
Simón miró la lámpara que ardía en su escritorio, como si esperara la inspiración.
—Una razón del conflicto entre nosotros y Jesús, aunque no la única, es que fue instruido por los esenios, allí, en Qumran, a orillas del mar de Sal. Hace más de dos siglos que esa gente nos desprecia.
—¿Por qué?
—Porque nos acusan de habernos dejado helenizar, de haber adoptado nombres griegos, por ejemplo, y de tolerar ritos paganos, cuando no de haber sido influenciados por ellos. Para ellos, somos unos usurpadores e incluso los mayores profanadores. Se consideran los Justos y los Hijos de la Luz, y nos definen como Hijos de las Tinieblas.
Simón contuvo una sonrisa y prosiguió:
—Como los zelotes, que están mucho menos instruidos que ellos, quisieran que tomáramos las armas contra los romanos y reinstauráramos la fe y el clero tal como eran en tiempos de Salomón. Por desprecio hacia nosotros se retiraron al desierto. Allí copian los Libros a su modo y escriben, incluso, algunos nuevos, afirmando que son muy antiguos.
Simón suspiró.
—Sabes muy bien que si tomáramos las armas contra los romanos, nuestro pueblo quedaría diezmado. No solo no lograríamos expulsarlos, sino que, además, nuestra situación tras esa vana tentativa sería peor aún que antes.
—Pero no me parece que ese Jesús predique la guerra contra los romanos.
—No. Además, abandonó a los esenios hace mucho tiempo. Es un hombre inteligente. No le conozco, solo sé de él las palabras que me han transmitido y no le negaré la agudeza de ingenio, aunque nuestros caminos diverjan. Pero no creo que haya estudiado los Libros, que cita de buena gana. Se define a sí mismo como el Hijo del Hombre. Pero si tan solo hubiera leído los Salmos —dijo Simón, levantando las cejas—, no habría podido dejar de fijarse en el pasaje del Salmo ciento cuarenta y seis, que dice lo siguiente: «No depositéis vuestra confianza en los príncipes ni en el hijo del hombre, en los que no encontraréis socorro». Si hubiera leído los primeros versículos del «Himno a la omnipotencia de Dios», en el Libro de Job —prosiguió Simón con voz plañidera—, ¿cómo no iba a recordar estos dos versículos: «Mucho menor es el hombre, ese piojo, y el hijo del hombre, ese gusano»?. Querer designarse, tras ello, el Hijo del Hombre supone exponerse al desprecio. Sé que la gente sencilla le llama rabbi, pero ningún maestro recuerda haberlo tenido nunca como alumno. Es cierto que a nosotros, los doctores, se nos acusa de estrechez de miras, y tal vez, en efecto, algunos de los nuestros sean así. Pero ¿quién es perfecto? En todo caso, no podemos tomar en serio a un hombre que nos insulta y que ni siquiera conoce los libros que cita.
Saulo meditó sobre los modos de utilizar esa información. Luego preguntó:
—¿Abandonó a los esenios por voluntad propia o fue expulsado?
—Lo ignoro. Cuando tenemos tiempo, lo cual no sucede a menudo, nos preguntamos las razones que tuvo para reproducir el consejo de los doce que antiguamente rodeaba al maestro de los esenios, al que siguen llamando el maestro de justicia. Éste se rodeaba, en efecto, de doce discípulos, antes de su condena, que no siempre eran doce si nuestras informaciones son correctas, sino catorce e, incluso, quince. Si les abandonó por propia voluntad, tal vez hubiese comprendido una contradicción de la gente de Qumran. Por una parte, se preparan para la lucha armada, porque van armados. Y por otra, ya sólo aguardan del cielo un cataclismo universal, preludio del fin de los tiempos y del advenimiento del Mesías. De modo que, a mi entender, Jesús forjó su propia doctrina a partir de las enseñanzas esenias.
Simón levantó los ojos al cielo. Por la ventana llegaron el ruido de una carretilla y la corta y monótona melopea de un mercader de ensaladas que pregonaba las excelencias de sus lechugas, sus jugosos ajos y sus pepinos aromáticos. A continuación se oyó el grito de una mujer que le llamaba y las carcajadas de otra mujer. Ante el inminente desastre, la vida proseguía, con su dulzura, sus olores, sus inocentes preocupaciones.
—En una de sus más escandalosas declaraciones, y sin duda la que intensificó la hostilidad de nuestro clero, aseguró que no había venido para abolir la Ley de Moisés, sino para completarla. Es insensato. Ningún profeta intentó presentarse como el legislador que iba a suceder a Moisés. Por no hablar de otro aserto aberrante, según el cual el hombre no está hecho para la Ley, sino la Ley para el hombre.
¿Cómo un hombre que se pretende enviado del Altísimo puede discutir los mandamientos dictados por Moisés? Al final tuvimos que concluir que ese hombre es un hereje.
El rostro de Simón se endureció.
—Pero ¿cuál es su doctrina? —preguntó Saulo.
—Para comprenderla, debes saber que existen en nuestro pensamiento dos tendencias: una que nace del Levítico y de los Números, y la otra del Deuteronomio. La primera establece que los sacerdotes son los intercesores entre las criaturas y el Omnipotente, y la otra… —en ese punto, Simón esbozó una sonrisa— no lo dice con tanta claridad; confía, en efecto, la aplicación de la Ley a los sabios y no sólo a los sacerdotes. Además, estas dos tendencias entran a veces en conflicto: según el Levítico, los padres son responsables de los pecados de los hijos y los hijos de los de sus padres. El Deuteronomio dice exactamente lo contrario. Jesús me parece, desde muchos puntos de vista, cercano a nuestra tendencia deuteronómica y, en todo caso, hostil a la corriente levítica. Si es que… —levantó las manos— ha seguido algún aprendizaje en ese terreno.
Simón suspiró, clavó en su interlocutor sus redondos ojos y declaró:
—No puedo decirte mucho más sobre los entresijos de la Ley, Saulo, pues no creo que lo necesites.
—Porque soy romano.
Simón movió la cabeza.
—Ignoro cómo puedes conciliar esto y su contrario, aquello y su contrario. Tu conciencia debe decidir.
—Sin embargo, no me has explicado por qué fascina Jesús a las masas.
—Fascina, sobre todo, a las de Galilea, que desde hace siglos es hostil a Judea. No tanto como Samaria, es cierto, pero hostil de todos modos. Se mantiene fiel en este punto a las ideas de los esenios, y ha dejado que lo presentaran como el Mesías, el hombre que liberaría a Israel de todos los yugos. Por eso aspiraron, incluso en Judea, a coronarlo rey. Y así regresamos a nuestro punto de partida: si hubiera sido coronado rey, se habría producido un levantamiento. Pero no me preguntes quién le habría ungido, único acto capaz de justificar su indebido título de Mesías.
—Pero ¿y Nicodemo? —preguntó Saulo—. ¿Cómo un doctor de la Ley tan reputado como él pudo verse seducido por la enseñanza de Jesús?
Simón entornó los ojos; le disgustaba hablar de un colega. Y su visitante hacía, decididamente, muchas preguntas.
—Sin duda convendría preguntarle a él sobre este punto. Que yo sepa, Nicodemo pertenece a esa corriente, entre los doctores, según la cual los designios del Altísimo no pueden ser apreciados por los mortales. Si conoce tan bien como nosotros los fallos y las contradicciones de la enseñanza de Jesús, se niega a descartar la posibilidad de que la gracia divina, la shekinah, haya sido otorgada a ese hombre. Además, se niega a interesarse por las consecuencias políticas de esa enseñanza y, en cualquier caso, le repugnan las sentencias de muerte, salvo en casos excepcionales. Para él, Jesús es un hombre santo y eso es lo que cuenta. ¿He respondido a tu pregunta?
Saulo afirmó que en efecto había obtenido las respuestas esperadas y que se lo agradecía al rabino, pero en su fuero interno lamentó no haber sabido hacer unas preguntas más profundas por falta de conocimientos. Y por falta de sangre judía, también. Por otra parte, ¿hubiera respondido Simón?
—¿Es seguro que está vivo? —preguntó el rabino.
—Eso parece. En estos momentos se dirige a Judea y, sin duda, a Jerusalén.
—Estamos informados de ello. Me pregunto si no será un impostor que haya ocupado su lugar.
—No, no es un impostor —replicó lentamente Saulo—. Ningún hombre puede pretender ser otro ante la mujer que le ama.
Simón meditó la respuesta.
—¿María ben Ezra?
—Sí.
—Me han asegurado que fue ella quien lo organizó todo.
El rabino Simón adoptó un tono soñador.
—¡Una mujer perversa! —exclamó Saulo—. ¡Las mujeres son seres perversos!
—No veo mucha perversión en su caso —dijo tranquilamente Simón—. Supongo que Sara, la esposa de Abraham, habría hecho lo mismo.
Saulo le dirigió una mirada escandalizada.
—¡Pero pone en peligro a todo un país!
—Sara apartó a Ismael y sus descendientes del linaje de Abraham, expulsándolo con su madre al desierto. Así se puso en peligro el destino de toda una raza. —Y como Saulo parecía desconcertado ante ese argumento, Simón añadió con voz serena, casi burlona—: El amor, Saulo.
—¿El amor?
¿De modo que los rabinos empezaban a hablar como las mujeres?
Por la obtusa expresión de Saulo, Simón comprendió que a partir de entonces la conversación se volvería enrevesada. Como dicen los proverbios, el hierro se aguza con el hierro, y el espíritu de Saulo le parecía de madera. Con una agradable sonrisa, indicó a su visitante que la entrevista había finalizado.