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El otro Jordán

La siguiente etapa tuvo lugar en Escitópolis, en la Decápolis. Ocuparon la mayor posada de aquella ciudad nueva y rica. Reconstruida sobre lo que quedaba de la antigua Beth Shean, en cuyas murallas los filisteos habían colgado los cadáveres de Saúl y de su hijo Jonatán, tras el desastre de Gilboa, Escitópolis respiraba impiedad y júbilo pagano.

Los profetas se habían equivocado. Contrariamente a lo anunciado por Jeremías y Zacarías, los parajes de Edom no eran objeto de consternación y uno no se arriesgaba allí a ser devorado por los leones, salvo si era lanzado como pasto al reciente anfiteatro. Todo eran villas y jardines entre campos.

—Glorificarán sus cuerpos —murmuró Jesús al pasar junto a una estatua de Diana medio desnuda que adornaba una plaza ante un templo—, y en la hora de la angustia, su alma llorará como un niño cuya nodriza ha muerto.

El gobernador de la ciudad, un sirio, supo que la madre de Herodes Antipas estaba de paso; la esposa de Herodes el Grande y madre del tetrarca Herodes Antipas merecía, a su modo de ver, ciertas muestras de reverencia, pero más aún al ser la abuela de Salomé, la propia esposa del tetrarca de la Decápolis, Filipo. Sin duda ignoraba, o fingía ignorar, la aversión que sentía por su descendencia, pero decidió dar una cena en su honor. Maltace, temiendo como siempre que un incidente pusiera a Jesús en peligro, aceptó la invitación.

Creyendo que era la comitiva de la princesa, el gobernador invitó a todo el grupo. La confusión aumentó cuando comenzó a tratar a Marta, María y Juana como las siervas de Maltace, ante lo cual nadie disipó su error, y a los demás hombres como miembros de la casa principesca, mientras que los zelotes fueron tomados por la guardia del cortejo. Jesús prefirió mantener su anonimato, para extrañeza de los discípulos y de todos los demás. Sin embargo, respetaron su voluntad.

—¿Por qué no quieres que se sepa quién eres? —le preguntó Lázaro cuando acudían a casa del gobernador. Y detuvieron su paso para escuchar la respuesta.

—Estoy cansado de tratar con las potencias de este mundo. Siempre dirán de mí: es el hombre que viene a turbar nuestro mundo y a disputarnos nuestro poder. Les hablo de la Luz y el Espíritu divino y tiemblan por sus bienes terrenales. Nunca podrán entenderme, ¿no lo ha demostrado suficientemente mi vida?

Estaban llegando a la puerta de la residencia del gobernador cuando añadió:

—Son sordos hoy y lo serán mañana, cuando ya no esté aquí. Entonces dirán: «No le oí». Su desgracia es insondable.

Sin embargo, y a pesar de todo, estaba de excelente humor, y ante la muda contrariedad de Maltace, se sentó encantado en un lugar secundario, lejos del dueño de la casa, que recibió a las mujeres a su mesa, siguiendo la moda griega.

El gobernador, un tal Sibaris, era un buen hombre pese a su rango, y quiso acoger a sus huéspedes con generosidad e, incluso, boato. Jesús hizo honor a los refinados platos, empezando por la ensalada de setas con gambas sazonada con mostaza y acabando con el pato cocido en una salsa de frutos rojos. Al final, los discípulos y los zelotes, que estaban sentados junto a él, e incluso Tomás, el eterno rebelde, acabaron por encontrar cómica la situación.

Sibaris no era tonto: advirtió muy deprisa que las miradas de su invitada de honor y de todos sus huéspedes convergían sin cesar hacia el desconocido lampiño que él había tomado en un principio por un oscuro miembro de la casa principesca.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a Jesús.

—Emmanuel.

Y era cierto, pues ese era el nombre que le habían dado en el Templo, cuarenta años antes.

—¿A qué se debe que mis invitados no aparten de ti su mirada?

—Soy el mago personal de Maltace. Comprueban por mis gestos que la hora es propicia.

Juan advirtió la expresión de Maltace, de Marta y de María e hizo un esfuerzo para no soltar una carcajada. Mateo, su vecino, le dio un codazo.

—Eres mago —prosiguió Sibaris—. Dime, pues, qué debo pensar de ese otro mago procedente de Galilea que decía palabras tan sediciosas que los judíos lo crucificaron, pero del que se afirma que salió de la tumba.

—Sin duda estás hablando de Jesús.

—Eso es.

—¿Por qué piensas que sus palabras eran sediciosas?

—Personalmente no las oí, pero me han asegurado que prometía el cielo a los pobres y lo negaba a los ricos.

—¿Crees, Sibaris, que esta mesa te parecerá suntuosa cuando tu alma haya abandonado esta tierra y haya dejado aquí sus despojos mortales?

—Ciertamente, no.

—Tienes razón. Tu alma no degustará nunca más el vino de Samos y el exquisito pato que estoy probando. ¿De qué crees que se alimentará?

—De bienes inmateriales, sin duda —respondió Sibaris que, visiblemente, se interesaba cada vez más por su diálogo con Emmanuel.

—¿Cuáles?

—No lo sé… La virtud eterna.

—¿Cuáles son, a tu entender, los humanos que mejor conocen los bienes inmateriales, puesto que han aprendido a prescindir de los bienes materiales?

—Los pobres —aceptó Sibaris sonriendo—. Pero ¿cómo podría gobernar yo, que no soy judío, a gente convencida de que estará en el cielo por encima de mí? Se mofarían de mí, ya no tendría autoridad y toda la ciudad se iría al garete.

—¿Crees que gobernarías con menos facilidad si los pobres de tu ciudad te amaran más? —preguntó Jesús sin perder su sonrisa—. ¿Crees que tu carga sería más llevadera si alimentaras su corazón con la compasión y procuraras que no durmieran con el vientre vacío?

Los zelotes no perdían detalle de la conversación.

—Y si hiciera lo que dices, ¿iría al cielo con ellos?

—¿Lo dudas acaso?

Sibaris soltó una gran carcajada y preguntó:

—Dime, Emmanuel, ¿no serás un discípulo del tal Jesús?

—Si su razonamiento te ha convencido, gobernador, ¿quién soy yo para no convencerme a mi vez?

—Princesa, tu mago merece su salario —dijo Sibaris entonces a Maltace—. Cuando ya no lo quieras, mándamelo, le aseguraré una renta vitalicia. Dime otra cosa, Emmanuel, ¿crees que Jesús salió de la tumba?

—Lo ignoro, Sibaris, pues sólo conozco una tumba, la del olvido. Si ese hombre es recordado, es que salió realmente de la tumba.

Todo el cortejo, incluidos los zelotes, pues estaban maravillados de la modestia que había demostrado Jesús al evitar revelar su identidad, se dedicó a hablar únicamente de la cena celebrada en casa del gobernador hasta llegar a la siguiente parada, que era Aenon Salim. Recordaban los momentos más divertidos y se reían, y Jesús se reía al verlos reír.

No obstante, en esa etapa, la dulzura que impregnaba su rostro se tiñó de gravedad. Había sido en Aenon Salim donde antaño Juan el Esenio, al que llamaban también «el Bautista», le había zambullido en el Jordán. Y Jesús había aceptado someterse a aquel rito iniciático estrictamente esenio. Sabía que así entraría en la comunidad de los justos, como ellos mismos se llamaban. Se había reunido con ellos en el desierto y había seguido sus enseñanzas. Había trabajado con ellos y, como era carpintero, también había desempeñado esa tarea para ellos. Había conocido a Dositeo. Habían hablado interminablemente en las frescas veladas de Qumran…

Acudió primero, solo, al lugar donde Juan le había administrado el rito de entrada en su comunidad, el lugar donde le había lavado. Allí Jesús se había separado de los sacerdotes. Y del respeto a las palabras que profesaban con su fanática vigilancia. Reconoció el lugar exacto de la ribera, ahora abandonado. Contempló largo rato la hierba y el agua que fluía. Para él, era uno de los lugares milagrosos del mundo. Allí había dado el primer paso por el difícil camino que debía llevarle a la Luz. Oró.

Oyó un murmullo y vio que se acercaba Maltace, con Marta, María y Juana. También ella, le explicó, acudía en peregrinación. Aquella mujer lo recordaba todo como si hubiera ocurrido ayer: intrigada por las relaciones de sus siervas con un hombre que hablaba del Señor como ningún rabino había hablado nunca, las había seguido para escuchar al Bautista en aquellas riberas, cuando predicaba con gran escándalo de los fariseos. Se aburría por aquel entonces, afligida por su matrimonio con el tirano, y las palabras del Bautista habían desgarrado el velo que se hallaba ante sus ojos. Habían apaciguado la repulsión y el dolor, la humillación y la desesperación. Maltace le había entregado su devoción. Recordaba que la había bendecido rociándola con el agua del mismo Jordán. «Quedas lavada, mujer, de todos tus pecados». Ella había sentido un infinito alivio. Entonces había aprendido a orar. Luego el horror la había invadido de nuevo. Y cuando su nuera Herodías había saciado su venganza en el santo hombre que la insultaba, ella había maldecido en esta vida y en la otra a ella, a su esposo Herodes Antipas y a su propia nieta Salomé.

—Aquí —declaró con voz sombría—, el cielo y el infierno se enfrentaron. El hombre que enseñaba a liberarse del fardo del egoísmo fue capturado por los soldados del Infiel, y los había enviado un hombre de mi sangre. ¡Ay de la raza de los herodianos! ¡Ay de ella!

María se asustó ante la vehemencia de las imprecaciones.

—Es tu sangre, Maltace —objetó dulcemente.

—¡Eso es! ¡Dobles serán mis maldiciones! —respondió la anciana, levantando los brazos al cielo—. Mujer, si el cielo hubiera sido más clemente contigo, serías de mi sangre y yo moriría feliz en vez de revolcarme en la vergüenza y la cólera. Tú, una mujer, viniste a buscarme para que arrancáramos de las tinieblas al hombre que nos purificará a todos.

—Haya paz, Maltace —le dijo Jesús—. Las madres no cargarán nunca con la falta de los hijos y los hijos no cargarán con la de sus padres. Tu corazón es generoso, no lo mancilles con el odio. El Señor se encargará de quienes han pecado contra el Espíritu.

Maltace se echó a llorar.

—¡Sólo he vivido para escucharte!

Los discípulos se unieron a ellos, y los zelotes se quedaron detrás.

—Venid —les dijo Jesús—. Aquí fue donde me lavaron.

—Del pecado original —dijo Pedro.

—Ahora también yo os he lavado —repuso Jesús—. Pensad que el más infame lodo no os manchará ya si mantenéis en vuestros corazones la Luz del Señor. Vuestra única falta sería que os apartaseis de la Luz.

Regresaron al albergue.

—¿Qué nos vas a decir en Jerusalén? —preguntó Tomás por el camino.

—Si te lo dijera ahora, sería como si te diera de comer fruta verde. Paciencia, el estío se acerca, y la fiesta de las Primeras Ofrendas, también.

Llegaron a Adam tres días más tarde. Las lluvias habían hecho crecer el Jordán, como siempre a finales del verano. Jesús les enseñó el río.

—A partir de aquí, cuando Josué quiso atravesar el Jordán, las aguas dejaron de fluir para permitir que los hebreos pasaran. Huimos de la esclavitud del faraón y vinimos a esa tierra prometida por el Señor a nuestros antepasados. Vosotros tendréis que cruzar otro río, pues los judíos son, como en tiempos de Moisés, prisioneros de otro faraón, mucho más terrible que el primero. Ese faraón nació en el seno de los judíos y ya habéis visto, conmigo, la suerte que reserva a quienes intentan liberarse de su yugo.

—¿Es Jerusalén la sede de ese Faraón? —preguntó Joaquín.

Jesús inclinó la cabeza.

—Está aferrado a su trono y es más cruel que Nabucodonosor, porque ha obligado a los judíos a exiliarse en el interior de sí mismos.

Unos clamores de aprobación brotaron de las gargantas de los zelotes:

—¡Jesús es nuestro rey! ¡Jesús es nuestro Mesías! ¡Destronemos al faraón de Jerusalén!

Jesús se volvió hacia ellos.

—Haya paz. No os llevaré a derramar sangre, como ya os he dicho. La sangre llama a la sangre, y la espada llama a la espada. Recordad lo que se dice en el Deuteronomio: «Maldito sea quien conduce al ciego al precipicio». Aquellos de vosotros que vean cómo cae la Gran Prostituta no tendrán bastantes lágrimas para expresar su pesadumbre. Aquel día envidiarán los sufrimientos de los hebreos en el desierto. No, os conduciré lejos de ese holocausto. Sea cual sea el lugar donde esté, rogaré al Señor Nuestro Padre que os evite, a vosotros y a vuestros hijos, el espectáculo de la venganza divina. Sé lo que buscáis, pero no quiero que lloréis el día de vuestro triunfo.

Llegada la noche, María le preguntó:

—¿Dónde encuentras fuerza para ser tan claro, tan fuerte? ¿Dónde encuentras esa bondad semejante al hierro, esa fuerza para ser mi amante y el padre de esta gente?

—A veces desfallezco —dijo—. Es vuestra fuerza lo que me sostiene.