Esperanzas y tormentos de dos jóvenes judíos
Era uno de esos jóvenes de los que uno se preguntaba, al verlos tan macilentos, cómo habían encontrado energías para llegar hasta allí. Le llamaban Isaac y sus padres habían muerto de las fiebres; tal vez los mosquitos le hubieran desdeñado. Se alimentaba prácticamente del aire, y otro tanto podía decirse de su vestimenta. Vivía de pequeños trabajos para los comerciantes, en el barrio judío a orillas del Tíber. Barría las tiendas, vigilaba a los niños, corría a cubrir con lonas los sacos de especias polvorientos cuando la lluvia llegaba por sorpresa.
Isaac escuchaba mucho, sobre todo a los viajeros que llegaban de Jerusalén. Y soñaba.
Cierta mañana de septiembre, cayó un chaparrón. El mercader de aceite Teófilo ben Hamul llamó con urgencia a Isaac para que secara los charcos que se formaban en el suelo de su cuchitril de madera. El joven acudió. No sólo los secó, escurriendo regularmente la bayeta con inusitado vigor, sino que encontró también la grieta del techo por la que se filtraba la lluvia y la taponó en un abrir y cerrar de ojos con yeso reforzado con astillas de madera. Teófilo, encantado, le dio una moneda y, por una vez, le pareció que el rostro del muchacho estaba alegre y coloreado.
—¿Te has enamorado por fin, Isaac?
—No, ¡mi alegría es mayor! ¡Mucho mayor! —exclamó Isaac, extático.
—Dime.
—Teófilo, ¡ha llegado el Mesías!
—¿El Mesías? ¿Dónde? —repitió Teófilo con tono altivo.
—¡En Israel!
Desde hacía algún tiempo había, en efecto, singulares rumores traídos por los viajeros procedentes de Israel, que hablaban de un personaje que habría aparecido en Galilea. En las postrimerías de la primavera, algunas discusiones sobre el misterioso personaje se habían enconado hasta la algarada. El jefe de la comunidad judía de Roma se había quejado al Senado; exigía que el procurador de la provincia senatorial de Judea hiciese detener al impostor que afirmaba ser el Mesías.
—Escúchame, Isaac, eres joven. Nuestro rabino Laich, que es un hombre sabio, afirma que esos son rumores sospechosos, propagados a sus espaldas por gente que intenta sembrar la discordia entre nosotros. ¡Y tú no eres más sabio que Laich!
Isaac clavó en su interlocutor unos ojos sombríos y dulces y sacudió la cabeza.
—Teófilo, lo siento en mi corazón.
—Tu corazón puede engañarte.
—Clavaron a ese hombre en la cruz. Resucitó. Le han visto. Ha sido elegido por el Altísimo. Es el Mesías. ¿No lo comprendes?
—¿Por qué íbamos a necesitar un mesías, Isaac?
—Para liberar a nuestro pueblo. Mira cómo vivimos. Nuestra situación aquí apenas es mejor que la de los esclavos. En Israel están ocupados por los romanos. Su situación debe de ser semejante a la nuestra. Ese hombre llamado Ieshu lo ha dicho: el Reino del Señor está cerca.
Teófilo movió la cabeza consternado. Se trataba de unos rumores tenaces. Una anciana se los había contado unos días antes, y él también le había preguntado por qué los judíos iban a necesitar un Mesías. «La esperanza, Teófilo, la esperanza. ¿Has renunciado a la esperanza?».
La esperanza. No se atrevía a pensar en ella. La esperanza suscitaba creencias peligrosas. La esperanza hacía cometer imprudencias. ¡Ah, no, nada de esperanza, licor tóxico! Y observó la enclenque figura de Isaac.
—El alma es semejante a una pirámide cuya punta fuese de cristal, y que fuera oscureciéndose a medida que la mirada descendiera hacia la base, impenetrable a la luz.
Los tres discípulos reunidos alrededor de Dositeo aguardaron a que continuara con la comparación. Habían interrogado a su maestro sobre aquel Jesús al que había dado el recibimiento reservado a los maestros.
—Jesús es cristal. Es transparente de arriba abajo.
—¿No es un hombre?
—Desde luego que sí. Entiendo vuestras preguntas. Recurriré a otra parábola. ¿Habéis observado alguna vez en el desierto esas piedras transparentes que se forman donde ha caído un rayo? Eran piedras opacas, pero el rayo las ha vitrificado.
Meditaron sobre la imagen.
—¿Qué es ese rayo?
—La revelación que proporciona la luz.
Sentado en el banco del jardín, Dositeo levantó el brazo al cielo. ¿Qué otra cosa explicaba en ese falansterio de Koshba, si no el arte de vaciar el espíritu, para permitir que se vertiera en él la revelación? Los tres novicios sentados a sus pies interrumpieron por un momento sus preguntas.
—¿Cuál es el lugar del comercio carnal en la vida de la persona que ha adquirido esa naturaleza cristalina?
El más novato y el más joven de los tres, Jeremías, había hecho la pregunta; hacía pocos meses que era uno de ellos. Sus mayores no hubieran formulado semejante pregunta, pues ya conocían la respuesta.
—Si la desea, su naturaleza no cambiará para nada —replicó Dositeo.
—¿Cambia la naturaleza que no se ha perfeccionado?
—Arraiga en la satisfacción de la carne y la priva de parte de sus energías.
—¿El hombre que posee esa naturaleza cristalina no tiene carne, entonces?
—Sí, posee carne como cualquier otro y es, al mismo tiempo, cristalina. Eso le distingue. Es de naturaleza espiritual y material a la vez. Cristal vivo. Gema de carne y de sangre.
—¿Y no siente deseo carnal?
Dositeo miró un momento a Jeremías. ¿Sonreía? ¿O reprimía un reproche?
—Siente el amor divino —respondió por fin—. Lo siente por todas las criaturas. La luz es conocimiento y el conocimiento es amor.
—¿Todas las criaturas? ¿También los hombres?
La expresión de Dositeo se volvió cautelosa.
—Todas las criaturas llevan en sí mismas una chispa divina. Todas merecen amor. Y el amor transfigura la carne.
—¿Puedo citarte, maestro? —preguntó Dan, el mayor de los novicios, y puesto que Dositeo inclinó la cabeza, Dan declaró—: «El amor divino es anterior a la carne. Es anterior a la división de los sexos». ¿Responde esto a tu pregunta, Jeremías?
El joven novicio levantó su liso rostro hacia el mayor y luego lo volvió hacia Dositeo.
—¿El amor? —preguntó.
—El don. Solo por el don existirás.
A continuación, el maestro clavó el cuchillo en la fruta.
—Jeremías, cuando no está destinada a perpetuar la especie y cuando no es de esencia divina, la sexualidad es insignificante. Es fuente de trastornos para el espíritu.
—¿Es preciso, pues, que me vuelva cristalino? —preguntó.
Dan soltó una carcajada.
—Sí, nos hemos reunido aquí para enseñar al espíritu a dominar la carne. No para anular la carne, Jeremías, sino para dominarla.
Ya había participado anteriormente en conversaciones sobre ese tema, ante el oro del desierto y la plata del mar de Sal. El espíritu humano sigue siempre los mismos caminos. Pero sólo había comprendido realmente la enseñanza de sus maestros muchos años más tarde. Recordó a Helena y la expulsó de su espíritu de forma seca: no era María de Magdala. No, María llameaba como la zarza ardiente. Vibraba al viento. Helena estaba llena de humores. Demasiado húmeda y, por tanto, impura. Le convenía mucho más como compañera a ese alucinado de Simón el Mago, que utilizaba las fuerzas del espíritu a tontas y a locas. Una vez liberada de sus demonios, María se había encontrado vacía, como una casa nueva, y el viento del espíritu había penetrado en ella.
—Esa mujer que vino con tu amigo Jesús… —comenzó Jeremías. Pero no terminó la pregunta, turbado.
—Es una mujer y él es un hombre, y el amor humano les une —respondió Dositeo, adelantándose a la pregunta—. Antes de crear a Eva Yahvé dijo: «No es bueno que Adán esté solo».
Escrutó a Jeremías con la mirada; le pareció turbio, y se dijo que debería dar muestras de especial finura con aquel novicio. Tenía también experiencia en esos problemas. En fin, si podían llamarse así, pues sólo eran problemas para quienes no los habían resuelto. Aquellos muchachos se dejaban desconcertar fácilmente por su sexualidad; la imponían ingenuamente al Espíritu. Y a veces desembocaban en abismos alarmantes.
—¿Por qué no es Jesús de los nuestros? Estabais juntos en Qumran. ¿Por qué os separasteis? —prosiguió Jeremías.
¡La inevitable pregunta!
El mayor de los novicios, Dan, se la había hecho ya cuando Jesús estuvo convaleciente entre ellos.
—Está destinado a la salvación de su pueblo y a la restauración de la palabra de Dios según los Libros de su pueblo. No fue una elección mía.
—¿No es también tu pueblo?
Dositeo movió la cabeza.
—Sólo hay un pueblo en la tierra.
—¿Por qué lo crucificaron?
—Porque se apartaba de la Ley de su pueblo.
—¿En qué?
—Predicaba el amor al enemigo. Los judíos creen en el Dios vengador, en el Dios de los ejércitos, el que les hizo exterminar a los niños de pecho y a los asnos en los establos de sus enemigos.
—¿Los judíos no le quieren, entonces?
—Sus sacerdotes, no, —suspiró Dositeo.
—¿De modo que Jesús ama a los paganos? —preguntó de nuevo Jeremías.
—Sin duda… y los paganos comienzan a amarle —concluyó Dositeo pensativo.
A fin de cuentas, se aprendía tanto hablando con aquellos cándidos muchachos como con unos espíritus maduros.
—Debemos recoger las primeras manzanas antes de que anochezca —dijo.
Se levantaron para ir a llamar a los demás novicios y a tomar los cestos de la alacena.