21

Jazmín, sándalo y nardo

Llegó el tiempo de la vendimia, y luego el de la cosecha. Los campos y los viñedos de Idumea, de Judea, de Samaria, de la baja y la alta Galilea, de Perea y de las nuevas provincias de Gaulanitida, Batanea, Traconitida, Auranitida, así como los de la Decápolis, que era ahora una provincia siria, se llenaron de hombres, mujeres y niños que trabajaban a destajo, segando y atando. El aire de las colinas y de las llanuras se llenó con el olor sustancioso de las gavillas y el aroma embriagador de los racimos que se aplastaban en los cestos.

En Jerusalén, los espías de Caifás le informaron de que Jesús y sus discípulos, además de algunas mujeres y una pandilla de gente indistinta, habían abandonado Cafarnaum y descendían a lo largo del mar de Galilea. Habían llegado a Seforis Filoteria. De modo que todo apuntaba a que bordearían el Jordán.

Caifás habló primero con Anás, su suegro y predecesor en el trono, un hombre rico en experiencias.

—Decididamente, ese Jesús tiene prisa —observó Anás—. Esperaba que preparase su ofensiva para la Pésaj. Pero veo que piensa hacerla coincidir con el Sukot.

—¿Te parece algo simbólico?

—Me temo que sí. Piensa ofrecer a sus enemigos los frutos de lo que han sembrado.

Un silencio taciturno siguió a aquellas palabras.

—¿Qué mujeres le acompañan? —preguntó Anás.

—Sin duda, Marta y María ben Ezra, de Magdala.

—Su padre nos había garantizado un generoso tributo anual, a título póstumo. Por lo tanto, se trata de gente rica. Propongo que confisquemos sus bienes con una sentencia que los acuse de complicidad contumaz con un criminal condenado a muerte.

—¿No es demasiado arriesgado? —preguntó Caifás, inquieto.

—¿Y acaso la situación no lo requiere, hijo mío? Sin duda, gracias a su fortuna esas dos mujeres y su hermano pudieron llevar a cabo su complot. Sin dinero, serán incapaces de seguir con sus sediciosos manejos.

Caifás pensó en la sugerencia. Sí, la sentencia del Sanedrín no sería difícil de obtener.

—Propongo, además, que aprovechando la situación hagamos lo mismo con José de Ramathaim y Nicodemo —prosiguió Anás.

—Pero siguen formando parte de los setenta y tres.

—Muy bien, les excluiremos. Hay que dar pruebas de autoridad en estos casos.

Al día siguiente, en una sesión ordinaria, las tres proposiciones de Anás fueron votadas por una aplastante mayoría. Caifás recuperó cierta serenidad e informó de ello a Saulo, que era como las moscas y se presentaba en cuanto había cierto calor. A fin de cuentas, el clero de Jerusalén no estaba a merced de un agitador de Galilea, ¡ni mucho menos!

Dos funcionarios de la administración del Templo, escoltados por un destacamento de policía de diez hombres, partieron de inmediato hacia Magdala.

Sólo un camino llevaba de Jerusalén a Magdala: el que seguía por el Jordán. Al salir de Seforis Filoteria, al sur del mar de Galilea, el grupo que bajaba con Jesús y el pequeño pelotón del Templo, que subía, se cruzaron. El grupo de Jesús estaba constituido por más de cuarenta personas; el otro sólo estaba compuesto por los doce emisarios de Jerusalén. Mateo el Publicano reconoció a uno de los dos funcionarios del Templo y avisó a Joaquín, que había querido seguir a Jesús hasta su destino con una docena de zelotes de Galilea.

Joaquín recordaba su conversación con Simón de Josías.

—Maestro, Maestro mío, Mesías mío, sólo dormiré tranquilo si sé que te encuentras bajo mi protección —le había dicho a Jesús.

—El Señor nos protege —había objetado Jesús.

—El Altísimo te protege a ti, Mesías mío, pero no estoy seguro de que proteja a quienes te acompañan.

Jesús había acabado dando su consentimiento, a causa de las mujeres.

—¿Adónde vais? —preguntó Joaquín dirigiéndose al grupo del Templo.

—A Magdala —gritó uno de los funcionarios.

—¿Y qué vais a hacer?

—A requisar, en nombre del Templo, las propiedades de una familia de infieles —clamó el funcionario.

Todo el mundo oyó la respuesta. Joaquín, que dirigía el grupo de Jesús, hizo una señal para que se detuvieran. Tres caballos, tres asnos y un mulo, así como los humanos, se detuvieron. Jesús, que iba a pie, presintió el resto.

—¿Qué familia? —preguntó Joaquín.

—Los Ben Ezra, discípulos del zelote Jesús.

Jesús se mantuvo impasible. María y Marta se quedaron petrificadas en sus asnos, y Lázaro, muy pálido, permaneció inmóvil. Los demás discípulos se percataron enseguida de la situación. María Maltace, madre de Herodes Antipas, que formaba parte del cortejo, Juana de Cusa y su gente también se dieron cuenta. El Templo se vengaba.

—¡Eh, muchachos! —gritó Joaquín a sus hombres—. ¡A esa gente de Jerusalén la vida le parece demasiado larga!

El funcionario que había respondido a Joaquín cambió de expresión. Los policías echaron mano a sus dagas. No habían creído que hubiera peligro. Cuando advirtieron su inminencia, era demasiado tarde; los galileos les estaban zurrando la badana. Tirando con violencia de sus piernas, una estratagema ya utilizada, habían derribado a los jinetes de la policía, y cada uno de ellos, enfrentados al doble de enemigos, debió optar por pedir gracia, renunciar a la vida o largarse si aún le era posible. Los dos funcionarios, unos letrados no muy habituados al combate, fueron tundidos y despojados de sus pertenencias, y las sentencias del Sanedrín que uno de ellos llevaba en su manto fueron desgarradas a golpes de daga y arrojadas a los cuatro vientos. El letrado suplicó que respetaran su vida. Tres policías yacían en el suelo, agonizantes o heridos.

—¡Dejadle vivir! —gritó Lázaro—. Que regrese a Jerusalén para dar cuenta a sus dueños.

El furor de los zelotes fue difícil de frenar. Aguardaban aquella pelea desde hacía mucho tiempo.

Jesús contemplaba la escena con aire sombrío. Joaquín tomó del cuello a uno de los funcionarios.

—¿Lo has oído, patán? Te dejo con vida para que regreses a Jerusalén y recuerdes a tus dueños que no mandan en Galilea.

Le propinó un puntapié en las nalgas. El otro partió corriendo. El segundo funcionario, jadeando, pedía gracia de rodillas. Joaquín lo arrastró con ferocidad ante Jesús.

—Este es el zelote Jesús a quien tus dueños hicieron crucificar, basura.

Jesús miró al hombre. Éste, lleno de espanto, empezó a temblar y se puso en evidencia ante todos.

—Ve a decir a tus dueños que su sol se pone —dijo Jesús tranquilamente.

Joaquín le dio un puñetazo en el hombro y el hombre huyó chillando detrás de su colega.

—Eso no es nada comparado con lo que sucederá mañana —dijo Jesús.

Los siete policías supervivientes, reducidos y desarmados, contemplaban la escena con miradas aterrorizadas.

—Regresad a Jerusalén —les ordenó Joaquín—. Nos quedamos con las monturas. No vengáis nunca más a Galilea. Decidle a Caifás que engordará a los buitres si asoma la nariz por aquí.

Pasmados ante la presencia real de Jesús y la violencia de las invectivas, se largaron también.

El lugar permaneció en silencio, y el grupo se quedó inmóvil.

Lázaro jadeaba. Se volvió hacia Jesús para interrogarle con la mirada.

—La locura del poder —dijo Jesús— es su tumba.

El cielo se tiñó de un delicado violeta. Agotadas por las emociones de la tarde, las mujeres pidieron hacer un alto. El cortejo se detuvo en la aldea más cercana, Beth Shemesh. Los campesinos vieron llegar a toda aquella gente con horror. Habría que procurarles literas, prepararles comida, alimentar a las monturas, pero bueno, todo aquello les reportaría algún dinero y siempre era mejor que ver llegar a los zelotes.

Tres días más tarde, cuando fue informado de la escaramuza por los nueve funcionarios lisiados, llorosos y moqueantes, Caifás envió un mensaje al otro lado del patio, a la Procura, para pedir audiencia a Pilatos. Éste le envió a Crátilo, el único de su administración que hablaba con fluidez el griego y el arameo, para evitar cualquier malentendido. El sumo sacerdote y el cretense se encontraron en el patio, pues el judío se negaba, de acuerdo con la costumbre, a entrar en una casa pagana y el cretense no era admitido en un edificio judío. Dos sacerdotes escoltaban al dignatario judío, mientras que a Crátilo sólo le acompañaba el jefe de los escribanos de la Procura.

Crátilo escuchó el relato de Caifás y su conclusión:

—Así pues, el orden ya no reina en Galilea. Os pedimos que lo restauréis, o nos quejaremos a Roma.

—Transmitiré tu petición al procurador. Pero, de entrada, te diré una cosa: el Senado y él te responderán que Galilea no está bajo nuestra jurisdicción, al igual que no está bajo la tuya —respondió Crátilo—. Dirígete al tetrarca. Eventualmente, le corresponderá a él pedir refuerzos militares al procurador.

Lo que equivalía a decir: Herodes Antipas nunca solicitaría refuerzos a Pilatos, pues sería como reconocer su impotencia, y aunque los pidiera, no serviría de nada. Las cohortes romanas evitaban tanto como era posible salir de sus guarniciones: el mando había declarado, en voz alta y fuerte, que sus hombres eran soldados, no policías.

El despecho del sumo sacerdote no hubiera podido leerse mejor en su rostro. Era comprensible: sus emisarios habían sido maltratados por los hombres del cortejo de Jesús. ¡Una soberana afrenta! Caifás no dijo ni una palabra sobre esa circunstancia tan gravosa, pero Alejandro, el espía de Crátilo, le había informado de ello: los ujieres enviados por el Sanedrín habían regresado de su misión en muy mal estado, tanto moral como físico. Y los policías no habían salido mejor parados. Todos los supervivientes habían sido excluidos del servicio del Templo, al igual que sus predecesores.

Pero refiriéndose a la lapidaria entrevista, Pilatos observó:

Cuando nuestros soldados eran asesinados por los zelotes, esa gente se felicitaba por ello. ¡Que con su pan se lo coman, pues!

—La contrariedad de Caifás se debe al hecho de que sus hombres fueron atacados por gente de la escolta de Ieshu, según parece zelotes de Galilea —observó Crátilo—. Vieron vivo a Ieshu y se sintieron tan trastornados que ha sido necesario excluirlos del servicio.

—¿Y adónde iba? —preguntó Pilatos, distraído.

—Al parecer se dirige hacia Judea.

—Ah, bueno —concluyó Pilatos encogiéndose de hombros.

Aparentemente, la noticia no llamó su atención. El poder romano no iba a preocuparse por un predicador judío del que se decía que había regresado de más allá de la laguna Estigia. El Senado no le había hecho más preguntas.

Así pues, el caso de Ieshu ya no le interesaba.

Víctima de inquietudes cada vez más sombrías, Caifás envió dos mensajeros al tetrarca, a Maqueronte. Derramaron tesoros de elocuencia para exponerle la odiosa desventura y el ultraje a la autoridad del Templo que se había perpetrado en su tetrarquía. Herodes Antipas les preguntó qué iban a hacer los emisarios en Magdala.

—Nos disponíamos a aplicar una orden de embargo de los bienes de la familia Ben Ezra.

—No he sido informado de esa orden, y vosotros no podéis efectuar embargos en mi tetrarquía sin remitiros a mí. Por orden del Senado romano, y lo sabéis muy bien, no tenéis poder ejecutivo fuera del recinto del Templo de Jerusalén. Habéis cometido una falta y se lo comunicaré al procurador. Si me entero de que el Templo manda otra vez policías a mi territorio, les haré detener y encarcelar de inmediato.

No ofreció a los mensajeros ni morada ni cena, y les despidió como habían llegado. Cuando se fueron, Herodes Antipas le dijo a Menasés:

—De buena nos hemos librado. Sólo ha habido tres muertes. Hemos evitado una insurrección.

Parecía evidente que cada cual iba a hacer prevalecer sobre sí mismo su propia norma, y por mucho tiempo: ninguna de las potencias que pretendían gobernar las secciones de Palestina le regalaría nada a la otra. Ni la Ley de Moisés, ni la Lex romana se aplicaban ya en las campañas de Palestina.

Las órdenes de confiscar los bienes de José de Ramathaim y de Nicodemo siguieron siendo letra muerta. La exclusión de los interesados de las filas del Sanedrín resultó, por lo demás, costosa, ya que dejaron de pagar el denario del Templo; aquel templo del que Jesús había declarado que podría destruirlo y reconstruirlo en tres días.

Informado también de la escaramuza de Seforis Filoteria, Saulo visitó a Caifás en su casa, en el palacio próximo a la puerta de los Esenios y a la piscina de Siloé, bajo las murallas. Le encontró pálido y afectado.

—Ya no tenemos poder —murmuró—. Fuera de Jerusalén, no somos nada.

—Sois los maestros de la Ley para todo el pueblo —observó Saulo.

—Pero ¿qué es la Ley sin armas?

O, más bien, ¿qué es la Ley sin el apoyo del pueblo?, pensó Saulo. A fin de cuentas, era preciso reconocerlo, el Templo sólo mandaba sobre los judíos de Jerusalén, una parte de los judíos de Judea y los rabinos de provincias, como mucho. Las multitudes que venían cada año en peregrinación por Pascua y alimentaban el tesoro con sus ofrendas y sus compras de animales para el sacrificio, no podían disfrazar la amarga verdad: aquella gente acudía a la sede virtual de su fe y a la Ciudad Santa, pero su llegada no reflejaba en lo más mínimo un respeto por las autoridades del lugar santo. En las provincias de Palestina, la casta de los saduceos no caldeaba el corazón de aquel pueblo que cada año enviaba sus óbolos a aquellos magníficos desdeñosos.

Saulo abandonó pensativo la casa de Caifás.

De modo que era preciso esperar a que Jesús y su escolta llegaran a Judea. Sólo un puñado de hombres, en Jerusalén y en el conjunto de Palestina, se preocupaba por él; sobre todo los que le temían. Los que le amaban porque antaño le habían oído predicar escuchaban unos rumores tan absortos que se evitaban darles el menor crédito. Pero para la gran mayoría de los judíos en el exterior de Galilea, cinco meses después de la crucifixión de Jesús, el episodio había quedado reducido a las dimensiones de una peripecia.

Según se decía, era un mago dotado de poderes divinos. Pero conocían a otro en Samaria, un tal Simón, al que llamaban precisamente «el Mago». También curaba. Se decía incluso que tenía el don de volar. Sí, Simón volaba por los aires como un pájaro. ¡Qué cosas! Eso no cambiaba el sabor del pan. Los romanos seguían ocupando Palestina.

—Ese hombre es un rebelde —le dijo a Crátilo un rico propietario de la ciudad con el que mantenía una cortés relación, y al que recibía a menudo en la Procura por cuestiones relacionadas con el catastro. También él había escuchado a Jesús—. Es cierto que cura a la gente, pero es un rebelde. ¿Acaso necesitamos rebeldes? Debilitan nuestra comunidad en el país y en el extranjero. A fin de cuentas, hacen el juego a nuestros enemigos —concluyó lanzando al cretense una mirada grave.

Se sobreentendía que Pilatos había querido indultarle porque agravaba las disensiones entre los judíos.

La deshonrosa práctica disfrazada de prudencia por parte de las naciones, mediante la cual se afirma que «la vida continúa» y se clama que «los negocios son los negocios», recuperó su vigor. Despreocupándose de un aleatorio Mesías, los mercaderes seguían vendiendo sus muebles valiosos, sus animales de compañía, guepardos, monos y loros, sus porcelanas de Asia, sus raras alfombras, sus sedas, sus joyas, su púrpura, sus amuletos, sus perfumes, sus vinos extranjeros y sus especias. Los jóvenes de las colonias extranjeras —griegos, bitinios, frigios, egipcios e, incluso, nabateos y algunos judíos, a quienes durante mucho tiempo les había repugnado mostrarse desnudos—, preparaban sus juegos de otoño en la palestra del gran estadio. Se entrenaban en el pancracio, en el lanzamiento del disco, en las carreras, y luego terminaban sudando en las termas. Por las tardes, los ociosos podían mirar, a lo largo de las murallas, a las jóvenes paseantes, debidamente acompañadas por una nodriza o una sierva, que habían ido a tomar el aire. Algunos comercios, más evidentes pero menos visibles, se llenaban al caer la noche. Era la hora en la que el ritmo de los orchestriones resonaba en algunas casas ricas donde se celebraban fiestas, mientras el Gólgota se erizaba, como siempre, con algunas cruces ocupadas por malandrines muertos o agonizantes.

En los medios ricos era habitual discutir sobre el paraje más placentero de Palestina. ¿Cesárea? ¿Jericó? Se hablaba, evidentemente, de Escitópolis y Filadelfia, las dos mayores ciudades de la Decápolis, reconstruidas al estilo romano, con anchas avenidas y sistemas de conducción de aguas, y donde la gente más elegante se hacía construir grandes villas, también al estilo romano, con terrazas, columnas, patios, albercas y termas en su interior.

Sin embargo, nadie hubiera abandonado de buen grado Jerusalén por una de aquellas ciudades sin leyenda. Sí, una villa en Escitópolis podía ser placentera. Pero Jerusalén… A cada paso, uno se decía que estaba hollando el suelo que antaño había acariciado el pie alado del rey David, y más tarde el de su hijo Salomón. Ningún judío practicante hubiera abandonado la ciudad del Templo; ningún judío helenizado se hubiera marchado de aquella metrópolis de cultura pagana, la ciudad donde residía el centro del poder romano en el país, la Procura. Los helenizantes citaban a Aristóteles: «A la gente le preocupa poco saber, quiere creer».

Nadie captaba la peligrosa contradicción entre esos tres mundos.

Una tarde, Prócula solicitó a su esposo la compañía de Crátilo para ir a comprar perfumes y especias en la calle de las Siete Delicias, no lejos del Ofel; pensaba enviárselas a su familia y a sus amigos de Roma en el próximo trirreme militar.

Estaba oliendo una redoma de aceite de jazmín en un puesto e instaba a Crátilo a que preguntara y discutiera el precio en una jerigonza compuesta de griego y arameo, cuando sus ojos se humedecieron. El cretense la interrogó con la mirada.

—Pensaba —dijo— en María, que vertió perfume en los pies de Ieshu. ¿Qué habrá sido de él? ¿Y de ella?

Aislada por la lengua y por su rango en los aposentos de lo alto de la Procura, su conocimiento del mundo se limitaba a los tejados de una ciudad extranjera y las escasas menciones que su esposo le hacía de esto o aquello, naderías de baja política que no despertaban su corazón ni su imaginación. Desde su entrevista con María, y salvo por algunos esporádicos relatos de Crátilo sobre el éxito de la conspiración en la que había participado, no sabía nada.

—Se ha restablecido —respondió Crátilo—. Ella está con él. Se encuentran en Galilea. Por lo demás, no me queda más remedio que hacer conjeturas.

—¿Les has visto?

—Vi a María, a su hermana y a su hermano. A él, no. María es apasionadamente fiel a ese hombre.

—¡Cómo la comprendo! —exclamó Prócula—. Le ama y él merece todo el amor del mundo.

Crátilo inclinó la cabeza. Sabía de sobra que las mujeres maduras sueñan con el amor.

—¿Qué somos sin el impulso hacia la divinidad? —siguió diciendo Prócula—. Hormigas. Nuestros dioses son de piedra. Y encima, hay demasiados. Y además, ¿qué amor nos dan?

Crátilo levantó las cejas.

—Sí, lo sé —murmuró ella—. Son palabras impías. ¡Pero aquel hombre… aquel hombre! ¡Le habría seguido! ¡Le habría salvado! ¡Hice lo que pude!

—Y habrías puesto en peligro un país, señora.

Prócula pareció sorprendida.

—¿María? ¿Qué país ha puesto en peligro ella?

—Sacando a Ieshu de la tumba, le atribuyó naturaleza inmortal. Y ese inmortal se ha convertido para mucha gente en un dios y aterroriza al país.

Ella volvió a tapar la redoma de jazmín y reflexionó.

—Sí, si así fuera, sería cierto. Si pone en peligro este país, es que este país está corroído por la mentira. ¡Él es la verdad!

¡Por Júpiter!, pensó Crátilo. ¡Está realmente prendada de él!

—Tal vez vuelvas a verle, señora —prosiguió—. Al parecer se dirige a Judea.

—¿De verdad? ¿Tú lo crees? —preguntó estrechándole la muñeca.

Él inclinó la cabeza.

Prócula rogó que le comprara tres frascos de esencia de jazmín, tres de sándalo y tres de nardo y que regateara el precio.

¿Va a mandarlos de verdad a Roma?, se preguntó Crátilo, malicioso. ¿O espera encontrarse con Ieshu para derramarlos a sus pies?