20

El sermón en el huerto

El hijo de Joaquín se había mostrado diligente. Regresaron casi al mismo tiempo. El primero fue Simón el Zelote; su silueta achaparrada se detuvo unos instantes en el umbral del huerto y luego avanzó hacia Jesús, que estaba solo en ese momento. Estiró el cuello, como el astuto campesino que era, para asegurarse de que efectivamente era su maestro el que estaba de pie ante él.

—Simón —dijo tranquilamente Jesús.

La mandíbula del discípulo tembló.

—¡Tú!

Cayó de rodillas e inclinó la cabeza, con la melena hundida en la túnica.

—Levántate.

Tomó las manos de Jesús y las besó, luego se levantó y estrechó entre sus manos los brazos de Jesús.

—¡Lo sabía, lo sabía! El Señor no podía abandonarnos. He rezado. Has vuelto.

Descubrió una de las cicatrices en la muñeca de Jesús y le tomó la mano, examinando la huella nacarada del clavo. Luego se inclinó sobre los pies y acarició con el dedo, del mismo modo, las cicatrices.

—¿Te duele?

—No. Algunos gestos son más lentos, eso es todo.

—¿Dónde te has metido todo este tiempo?

—Me he estado recuperando. ¿Y tú?

—Los demás ya te lo habrán contado. Para mí, como para ellos, todo había terminado. Volví a Endor. Soy hortelano, como sabes. Reanudé mi trabajo. Formo parte de los soldados de nuestra milicia.

Miró a Jesús.

—Ven a Moré, está cerca de casa. Allí se hacen los reyes. Te haremos rey. Joaquín y todos los demás te coronaremos.

—No se trata de realeza, Simón.

—No, pero sólo un rey puede purificar este país. Y ese eres tú, nuestro Mesías.

—¿Quién me ungiría, Simón? Es demasiado tarde para hablar de eso.

—¿Dónde están los demás? —preguntó Simón.

—En la mar.

Entretanto, llegó María, que tomó las manos del discípulo mientras Simón la contemplaba.

—No sé lo que has hecho, mujer, pero lo has hecho bien porque estás aquí.

Ella inclinó la cabeza.

Tadeo llegó por la noche de Tiberíades, y Santiago de Alfeo volvió del lago Hula a la hora en que Pedro y los demás regresaban de la pesca. La confusión reinó unos momentos en el huerto de Pedro. Los que estaban presentes recibieron con gritos de alegría a los recién llegados, y estos miraron desconcertados a su alrededor.

—¿Dónde está?

—¿Estás ciego?

Nuevos gritos, lágrimas, besos, efusiones.

Se sentaron junto a Jesús. Tadeo se deshizo en lágrimas y Santiago de Alfeo parecía lleno de estupor. Era su hermanastro; le habían apodado «Hijo de Alfeo» porque era el único de sus tres hermanos que había sido recogido por un tío llamado así. También había sido el único en unirse a sus discípulos. Los vínculos de la sangre habían aumentado entre ellos gracias a un afecto y una reverencia privilegiados. Jesús le llevó aparte.

Santiago tomó la mano de Jesús y la posó en su mejilla.

—Hermanito —dijo—, estás vivo. Tu mano es cálida. ¿Cómo es que vives?

—Fui salvado de la tumba.

—¿Por quién?

—María, y otras mujeres. Y hombres. Conspiraron para que no me quebraran las piernas. Volví a abrir los ojos en la tumba.

—María —murmuró Santiago.

—Se rebeló contra mi muerte, contra el suplicio. Pensó que lo que hacían unos hombres ella podía deshacerlo. Convenció a Maltace, José de Ramathaim, Nicodemo y otros. Dio dinero para sobornar a los soldados.

—Te volvió a dar la vida que tú habías devuelto a su hermano. ¿Y tú ignorabas esa conspiración?

—¿Cómo podía saberlo? Yo era prisionero de Caifás y los sacerdotes. Tal vez ella temió, también, darme falsas esperanzas. Tal vez temiera mi negativa. Tal vez ni ella misma estuviese segura del éxito de la conspiración. Algunas cuestiones del espíritu humano son indescifrables, inextricables, como ovillos de hilo con los que ha jugado un gato. Sé que hasta que volvió a verme, permaneció sin noticias de mí e ignoraba si yo estaba vivo o muerto.

—¿Lo saben los demás?

—No. Se niegan a admitir que una mujer a la que yo exorcicé y a la que calificaban de pecadora haya podido salvarme la vida. De todos modos, la inspiración del Señor es lo que guió a María.

—¿Y luego, cuando te metieron en la tumba?

—Antes del suplicio me habían hecho beber vino con mirra. Yo estaba dormido, y no tuve ningún sueño. Cuando abrí de nuevo los ojos, me costaba respirar. Tenía la mortaja echada por encima; habían cuidado de no coserla. No habían puesto el sudarion sobre mi rostro. Aparté la mortaja. Sentía un insoportable dolor en las muñecas y los pies. Entonces llegaron unos hombres para llevarme con ellos: José, Nicodemo y sus criados. Me costaba permanecer despierto y más aún permanecer de pie. No sabía nada, no comprendía nada. Todo lo supe más tarde, estando en Koshba.

—¿Con Dositeo?

Jesús asintió con la cabeza. A continuación se hizo el silencio.

—La carne… —dijo Santiago.

Las miradas se cruzaron.

—Fue creada por el Señor —dijo Jesús.

Clavó en Santiago una mirada en la que la paciencia se teñía de ironía. Su hermano, como él decía, aunque hubieran tenido madres distintas, nunca había demostrado hostilidad, ni siquiera condescendencia, respecto a María, como Tomás o Felipe. Pero era de los que corren sobre el deseo sexual el velo del silencio; se trataba de un deseo terrenal. Y desde el comienzo de su ministerio público, Santiago y los demás le habían atribuido una exaltada naturaleza que excluía el deseo.

—La carne no acalla el espíritu —prosiguió Jesús—. Sólo debilita a los débiles. El pecho de una mujer alimenta a un niño y sacia la sed de un hombre.

Aquella imagen hizo que Santiago diera un respingo.

—Intentaré ser fuerte —dijo. Y al cabo de un rato añadió—: ¿Tu madre no sabe nada aún?

—No, no hay que ponerla en peligro. Los espías del Templo están por todas partes. Podrían interrogarla. ¿Qué hacías tú en el lago Hula?

—Estaba al servicio de unos compañeros pescadores. Tenía que ganarme la vida. No podía permanecer en Jerusalén. Era tu hermano y tu discípulo. Partí al día siguiente de tu… de tu muerte.

—¿Y tu mujer y tus hijos?

—Fueron recogidos por mi hermano Simón. Están todos en Jerusalén: tu madre, José, Simón, Judas, Lidia y Lisia.

Se hizo el silencio. Santiago evocó los días felices, mucho antes de todo aquello, cuando había fabricado una cometa para su joven hermanastro, de cinco años por aquel entonces, y corrían a lo largo del mar de Galilea mientras el artilugio revoloteaba en lo alto, mecido por el viento, haciendo el ruido de un pequeño trueno. Recordó el rostro grave de Jesús cuando le había explicado que después de la muerte el alma era como aquella cometa, que permanecía un instante sujeta a la tierra y luego escapaba y emprendía el vuelo. Se habían separado cuando Jesús había encontrado al Bautista. Luego se habían encontrado de nuevo allí, en Cafarnaum, cuando Jesús había comenzado a predicar, tras haber abandonado a los solitarios de Qumran. Y Santiago había abandonado a su familia para seguir a su hermano menor. Suspiró.

—¿Qué vas a hacer ahora que nos has reunido?

—Pronto lo sabréis. Mi misión no había terminado.

—Si has vuelto —prosiguió por fin Santiago de Alfeo con voz cavernosa—, es que el fin de los tiempos está próximo.

—Si he vuelto, Santiago, es para que se instaure el Reino del Señor. Para que logréis reunir a los justos antes de que las ciudadelas se derrumben.

Santiago de Alfeo tomó la mano de Jesús y la posó sobre su corazón.

—Tranquiliza mi corazón, te lo ruego.

Jesús le puso la otra mano en la frente.

—Queda en paz. No temas. Abre los ojos a la luz, pues es preciso que penetre en ti para que puedas derramarla.

Sólo entonces, como había sucedido con Tomás, se echó a llorar Santiago. Pero las lágrimas fluyeron sin la menor violencia.

El último en llegar fue Felipe, que lo hizo al día siguiente por la noche, a la hora de cenar. El tiempo era clemente, y unas mesas traídas de las casas de Pedro y Andrés habían sido puestas en el huerto, con la última claridad del día y a la luz de unas lámparas colgadas de las ramas de los manzanos. Los discípulos estaban empezando a comer cuando la madre de Pedro acompañó a Felipe hasta el huerto. Al ver reunido a todo el grupo, pareció invadido por el vértigo. Los presentes dejaron la comida, percibiendo el significado de su llegada. El grupo se había vuelto a reunir por fin, a excepción del Iscariote. Pero esta vez tenían la absoluta certeza de que el Omnipotente les protegía. Todo concluía y todo volvía a empezar. No hubieran sabido decir por qué, pero la sensación de encontrarse ante un nuevo comienzo era inevitable.

—¿Habré muerto sin saberlo? —murmuró Felipe, contemplando la escena.

Jesús se levantó.

—Ven, Felipe. Te he oído. Ven a sentarte. Sí, has muerto en una antigua vida. Ven a compartir nuestra comida. Hizo sentar al discípulo junto a él.

—Has cambiado de rostro —observó Felipe—, pero tu voz sigue siendo fuerte.

Jesús le sirvió vino y le tendió el vaso.

—Bebe, es el primer vino de tu nueva vida.

Se volvió hacia los demás y les dijo:

—¿Qué han sido las semanas que han pasado desde nuestra última comida juntos? Apenas un parpadeo en el ojo del Señor. Para nosotros, sin embargo, han sido como una larga noche que precede a un día sin fin. En adelante, el sol se pondrá en los corazones injustos, pero no en los vuestros ni en los de los justos que os sigan. Bebed, también vosotros, el vino de una nueva vida.

Así pues, bebieron y Jesús partió el pan y lo distribuyó, como solía hacer.

—Podéis meter la mano en los platos —dijo sonriendo—, sé que ninguno de vosotros me traicionará ya.

Las risas les aliviaron e hicieron que se balanceasen en los bancos. En la cocina, la sierva de Pedro se maravilló al ver reír a Jesús y a los discípulos.

—Pero si hace unas semanas que salió de la tumba —observó.

—Precisamente —respondió Marta—. La naturaleza divina no es triste, solo la humana lo es.

El estío tocaba a su fin y las veladas eran frescas. Marta, María y la mujer de Andrés se quedaron hasta muy tarde preparando las literas para acomodar a todos aquellos hombres.

—Se sorprenden de mi presencia —confesó más tarde María a Jesús.

—Pedro les ha dicho que si no hubiera sido por ti, seguirían deplorando mi ausencia.

—Te veo y llenas de alegría mi corazón —añadió María en la oscuridad—. No te puedo ver en las tinieblas, pero tengo el alba en los ojos.

Antes de dormirse, Jesús pensó en la breve noche de la tumba y concluyó, una vez más, que era ella la que había dado sentido a su vida.

Al día siguiente, cuando los pescadores hubieron regresado, reunió a todos los discípulos antes de la comida vespertina.

—Los designios del Omnipotente se han cumplido para todos —declaró. Sólo quienes me escucharon cuando predicaba en las tinieblas de este país los habrán comprendido. Durante la primera semana del décimo Jubileo, Melquisedec fue a liberar a los Hijos de la Luz de la esclavitud de Satán, y yo era el cordero del sacrificio.

Un estremecimiento recorrió a los presentes. Jesús miró a Juan y prosiguió:

—El sacrificio se ha consumado, se ha derramado la sangre. El altar está condenado. Los Hijos de la Luz están ahora separados de los Hijos de las Tinieblas. Nadie podrá tomar ya al uno por el otro. Los padres están separados de los hijos, el hermano separado del hermano y el amigo del amigo, según pertenezcan a la Luz de la Palabra Divina o a las tinieblas de quienes, inspirados por Satán, se han apoderado de esta Palabra en su beneficio egoísta.

Volvían a oír la voz que les había cautivado durante treinta y seis meses. Incluso los pájaros parecían callar para escucharle.

—La voluntad del Señor ha querido que yo muriera y, al mismo tiempo, que no muriera. Según su voluntad, fui el cordero y ahora —dijo con voz repentinamente violenta—, soy el sacerdote sacrificador. Es el primer signo del fin de los tiempos. Abel se levantará de la herida de Caín. Quien haya estado saciado tendrá hambre, y quien tenía hambre quedará saciado. Pero no dejaré caer el cuchillo sobre ningún Hijo de las Tinieblas; la propia mano del Señor decidirá el sacrificio. Sois mis sacerdotes, no derramaréis sangre. Acordaos de Sodoma y Gomorra y confiad en vuestro Padre.

Les recorrió con la mirada y, tras una breve pausa, reanudó su discurso.

—Descenderemos por última vez hacia Jerusalén…

Algunos se sobresaltaron.

—… pero no será para que corra la sangre. Será para anunciar a los justos que allí se encuentran que no han estado soñando, que no se han dejado engañar. He regresado, en efecto, e iré hacia ellos para que se preparen de cara al último gran sacrificio. Ya no pueden ofrecerme ninguna corona, pues la que me habían tendido antes de la Pascua ha rodado por el barro. Ya no pueden ofrecerme su ciudad, sólo la sangre y el fuego podrán purificarla, pero entonces ya será demasiado tarde.

María se mantenía al fondo del huerto; una figura erguida, inmóvil, envuelta en negro y, sin embargo, luminosa. Parecía el polo opuesto de su maestro, como el otro extremo de un eje tendido a través del huerto.

—No os llevo a Jerusalén para que permanezcáis allí. Sería como si Abraham llevara una vez más a Isaac a la montaña. No, os conduzco allí para que partáis con el corazón ligero hacia la nueva vida que ahora es la vuestra. Quiero que vayáis por el mundo a difundir la palabra del Señor, la que yo os he transmitido. Quiero que durante vuestra vida seáis como los árboles del Paraíso, que producen fruta en todas las estaciones. Dad vuestros frutos a todos los que están hambrientos de luz. Os doy mis dones. Curaréis como yo he curado, consolaréis como yo he consolado, amaréis como yo he amado. Y expulsaréis a los demonios como yo los he expulsado.

Vio cómo las lágrimas brillaban en los ojos de Lázaro, sentado en primera fila.

—Todo se ha cumplido —concluyó—. Que la paz del Señor sostenga vuestros pasos, dé firmeza a vuestro brazo y desate vuestras lenguas. A partir de ahora, no ocurrirá nada que la voluntad del Señor no haya decidido. No permitáis que las lágrimas que derraméis sobre Babilonia amarguen vuestra boca.

Permaneció inmóvil unos instantes, luego se dirigió hacia el umbral de la cocina, se inclinó para tomar una de las alcarrazas puestas a refrescar y bebió largo rato. Ellos se levantaron de pronto y se acercaron a él.

—¿Me habéis comprendido? —preguntó con dulzura.

—¡Sí! —gritó Juan.

—Maestro, yo no lo he comprendido todo —reconoció Pedro.

—Tendré que hacer, pues, como antaño el arcángel Gabriel —afirmó con una sonrisa—. Os responderé en la mesa.

Cuando se hubieron sentado, les dijo:

—Antes de que hagáis preguntas, quiero que comprendáis que el mundo es semejante al mar. El niño sólo ve olas que se agitan; el pescador y el marino, en cambio, distinguen en ellas signos. El marino sabe que la décima ola es la más fuerte, y el pescador sabe que bajo las olas circulan corrientes. Os enseño a discernir el orden divino en lo que parece un desorden.

Sirvió el vino y circularon los boles con aceitunas, queso blanco con cebolla y habas verdes. Tenía hambre; ellos, también.

—Contemplemos los acontecimientos tal como los habéis vivido —declaró—. Jerusalén creyó que se había librado de mí al clavarme en la cruz. Mis verdugos esperaban que al día siguiente de Pascua ya no se hablaría más de mí ni de vosotros que de los zelotes capturados por los romanos y ejecutados con frecuencia. Creyendo que contribuían a aumentar la confusión, hicieron que me crucificaran entre dos zelotes, a quienes los romanos llaman bandidos. De ese modo, yo habría sido sólo un incidente sin consecuencias. Dirían que el zelote Jesús, algo que no soy, había sido ejecutado por los romanos. Fuera de Jerusalén, no me prestarían atención, y en Galilea, menos aún. ¿Quién estaba interesado en ello, entonces?

María llenó su vaso. Él puso sobre un pedazo de pan un trozo de queso blanco a las hierbas y masticó con apetito.

—¡El Templo! —gritó Lázaro.

—El Templo, en efecto —prosiguió Jesús—. Desde hacía treinta y seis meses, desde que yo predicaba, los sacerdotes estaban alarmados por la influencia de un hombre al que consideraban un rival de Caifás y por los partidarios que acumulábamos. ¡Fijaos qué ceguera! ¿Acaso iba yo a disputar su carcomido trono a Caifás y esos pergaminos cuyo espíritu traiciona él con cada palabra que pronuncia? ¿Qué os parece, hasta aquí? Una peripecia terrenal. Pero observad también la vigilancia del Señor. Él desbarató sus irrisorios designios. Ya lo sabéis, todo designio humano es irrisorio. El Señor Nuestro Padre quiso que yo fuera arrancado de la tumba. Por ello, como os he dicho, el cordero se convirtió en sacrificador y el Altísimo llenó de terror el corazón de esta ciudad ingrata. Hemos sabido que, en Judea, quienes me habían escuchado han recuperado la esperanza. Saben que estoy de nuevo entre vosotros, como los pájaros saben que vuelve la primavera. Pero la policía del Templo los persigue con renovada violencia. Ahora incluso los ejecutan. Han lapidado a uno de los nuestros, Esteban.

Todos gritaron.

—Has dicho que no derramarías sangre. Pero ¿cómo vamos a triunfar sobre quienes la derraman? —preguntó Santiago de Alfeo.

—No triunfaremos nosotros, Santiago, sino el Señor. ¿No ves acaso que esta ciudad es como un navío desgobernado en medio de la tormenta?

En otra época habían tenido pocas veces el privilegio de semejantes explicaciones, pues la noche le encontraba agotado. Sin embargo, allí, dispuesto, repetía para ellos sus palabras.

—Ni siquiera los zelotes están de acuerdo entre sí —soltó sombrío—. Ay, ya diviso el día de la hoguera.

Ellos agacharon la cabeza. Un poco más tarde, Juan le llevó aparte y le preguntó:

—¿De qué sirve propagar la palabra si el tiempo se ha cumplido?

—Se ha cumplido para Jerusalén. En otra parte existen hombres con hambre de luz.

Aquella noche a Juan le pareció que las estrellas descendían hasta él. La noche había sido con frecuencia el tiempo del reposo, y ahora se convertía en el tiempo de la vigilia. Antaño había invitado a los demonios, pero ahora le llenaba la boca y el corazón de un vino profundo como el mar.