El espectro del festín
—¡… Un festín magnífico, Menasés! ¿Me oyes? —clamó Herodes Antipas—. Quiero demostrar a ese gusano de final de anochecida qué es un verdadero herodiano. Y todo lo demás. Harás que preparen los aposentos con servidores y baños y perfumes… ¡Todo!
—Pero ¿qué viene a solicitar? —preguntó Menasés.
—¿Qué sé yo? Pero si quiere solicitar algo es que es inferior. Así que hace falta que se sienta más inferior aún, para mostrar mejor mi poder. Haz que traigan de la Decápolis a los mejores bailarines y bailarinas. No basta con aplastarle, ¡hay que intimidarle!
Menasés se echó a reír; hacía mucho tiempo que no veía a su dueño de tan buen humor. Un mensaje de Saulo de Antípater había bastado para excitar sus instintos animales. Saulo de Antípater: un primo como correspondía entre los herodianos, aquella vasta tribu de promiscuos e incestuosos que se casaban entre sí y cambiaban de esposos sin inmutarse, porque al vivir todos como príncipes, en sus sueños de grandeza, se disputaban herencias, territorios y prebendas con el arbitraje de Roma. Y entretanto, se endeudaban. Saulo, el canijo, hijo de un principillo condenado a muerte por Herodes el Grande en su lecho de agonía, pues ya estaba intrigando en las cocinas para acaparar la sucesión, había sido uno de los herodianos menos afortunados. Puesto que su padre no había poseído reino alguno, solo heredó unas pocas tierras agrícolas aquí y allá. Ni siquiera había sido enviado a Roma, como era costumbre; los romanos, en efecto, tomaban a los jóvenes príncipes de los países ocupados como rehenes y, a la vez, bajo tutela, para formarles en el riguroso espíritu de la mens romana y, si había suerte, lograr que perdiesen las malas costumbres del lujo y la desenfrenada lujuria. A Saulo sólo le había quedado su ciudadanía romana, prebenda de los herodianos. Pero también una apasionada afición al poder.
Herodes Antipas le vio llegar desde lo alto de su torreón. Escoltado por nada menos que seis jinetes, iba embozado en un manto escarlata. ¡Escarlata!, pero ¿por quién se tomaba?
Después de dejar atrás la guardia militar situada a la entrada de la fortaleza, su escolta y él fueron recibidos en el pórtico siguiente por los guardias nubios, cada uno de los cuales llevaba un guepardo atado a una cadena dorada, y luego fueron conducidos hasta el extremo de un corredor inacabable iluminado por antorchas sujetas en anillas de hierro, hacia la gran sala de la planta baja. Allí, instalado en un podio cubierto de tapices, el tetrarca de Galilea y de Perea le aguardaba en todo su esplendor: con el primer chambelán a la derecha, el segundo chambelán a la izquierda, y veinte soldados de su guardia privada de gálatas formando una doble hilera de honor hasta el trono de ébano con incrustaciones de oro y de nácar. Dos guardias negros más, con el torso desnudo y la daga con empuñadura de oro en el cinto de su taparrabos, sujetaban a otros dos guepardos a uno y otro lado del podio. Por todas partes, altos trípodes dejaban salir fumarolas de incienso y sándalo hacia el techo de cedro.
Saulo abarcó la escena de una ojeada. Tanto fasto solo reflejaba la vanidad del potentado.
—¡Salud, tetrarca! —soltó con aire jovial al llegar ante el podio, que le hacía parecer más pequeño aún.
—Salud, primo —respondió Herodes Antipas—. ¡Bienvenido a Maqueronte!
Se levantó y bajó del podio, y a continuación se dieron un abrazo; la nariz de Saulo topó contra el colgante pectoral de granates y turquesas de su anfitrión, y se lastimó el pecho con su cinturón de oro erizado de cabujones. El visitante se volvió hacia su propia escolta, que le entregó una bolsa de seda púrpura cerrada por un cordón, y él, a su vez, se la entregó al tetrarca. Éste desató el cordón y extrajo de la bolsa un aguamanil de plata nielada, con incrustaciones de piedras de luna.
—¡Un regalo de rey! —exclamó Herodes Antipas.
—Eso depende de quién lo da o quién lo recibe —repuso Saulo con una media sonrisa.
Herodes recibió la ocurrencia con una carcajada y tendió el presente a Menasés, que, a su vez, lo pasó al segundo chambelán que lo tendió a un mayordomo, y así sucesivamente hasta que el aguamanil desapareció en las profundidades de la sala.
Saulo fue llevado a sus aposentos, y la escolta se dirigió a los suyos. Dos esclavas ofrecieron sus servicios al visitante, y el mayordomo acercó una bandeja de frutos acompañados por un frasco de vino y un vaso adornado con oro y anunció que la cena se serviría al anochecer. Contempló el paisaje desde la ventana y elevó la vista por encima del valle del Jordán. Todo se decidía más allá, en los rebeldes territorios de Galilea.
Pilatos se había mostrado sordo a sus amonestaciones. El Templo era impotente, y se veía paralizado por el temor a perder más funcionarios y más hombres si salían al encuentro de Jesús. Su último recurso era Herodes Antipas, señor de Galilea. Solo él tenía autoridad para echarle el guante al resucitado, a su compañera y a aquella pandilla de sediciosos que giraban a su alrededor. Si lo conseguía, obtendría un título glorioso que le ensalzaría ante el Templo y, a falta de Pilatos, ante sus amigos de Roma, pues tenía amigos allí.
El proyecto de Caifás de aguardar a que Jesús se aventurara por Judea para hacer que le capturaran los zelotes era un vacilante cúmulo de conjeturas. Con tantas suposiciones, ascenderían al cielo.
Si fracasaba, no perdería solo él. También lo haría, en primer lugar, el clero de Jerusalén, barrido por una oleada religiosa contra la que unas pocas docenas de hombres de la policía del Templo serían impotentes. Luego Herodes Antipas, a merced de un puñado de galileos locos que se apoderarían de él y lo masacrarían, pues aquella fortaleza era una protección irrisoria. En el mejor de los casos, Herodes Antipas se convertiría en prisionero, a la espera de la ayuda del ejército romano, que solo acudiría si tenía tiempo pues estaba ocupado en otra parte. Jerusalén quedaría reducida a sangre y fuego por la creciente masa de los discípulos de Jesús y por los zelotes. Roma no tendría bastante con la guarnición de la torre Antonia para contener el desorden. Pilatos tendría que convocar a la legión de Cesárea e, incluso, hacer venir tropas de Siria.
Él era el único que lo veía con claridad. ¡Qué soledad! El poder cegaba a los demás.
Soportó, pues, con estoicismo el ficticio brillo del festín y música, que le destrozaba los nervios —¡aquellos estridentes sistros! ¡Aquellos tintineantes triángulos! ¡Aquellos vulgares tamboriles!—, y procuró beber lo menos posible. Los manjares elegidos no llamaron su atención. Aquellas perdices rellenas de pasas y confitadas en cebolla, aquellos pescados rellenos de rábanos y cosidos, aquella carne de gacela cocida con vino y especias, aquella vajilla de oro y plata, toda aquella cristalería de Siria rutilante de oro, aquellas guirnaldas de flores… todo era un puro farol para halagar la vanidad de Herodes Antipas.
Aguardó el cara a cara que el tetrarca demoraba como por placer. Pero, por fin, Herodes Antipas no pudo retrasarlo más.
—Herodes, ¿quieres conservar esta fortaleza? —inquirió a bocajarro.
El tetrarca le contempló con sus ojos saltones y malignos pero, sin embargo, pareció impresionado por la pregunta.
—Claro, ¿por qué?
—Galilea está en peligro, ¿no lo sabes?
—¿Cómo va a estar en peligro?
—A causa de los discípulos de Jesús. Ya sabes, el discípulo del predicador al que tu mujer, Herodías, hizo decapitar.
Al recordarlo, como siempre, el rostro del tetrarca se oscureció imperceptiblemente. Entornó los ojos, intentando adivinar los motivos de Saulo en aquel asunto. Recordaba la información que le había dado Menasés unos días antes: Saulo había recibido de Caifás el encargo de investigar la resurrección de Jesús. Pero ¿qué venía a pedirle, entonces?
—Un puñado de hombres —respondió—. Nada que pueda preocuparme.
Era una redomada mentira, lo sabía muy bien; en unos pocos días aquel puñado de hombres podía hacerse con la mayor parte de Galilea.
—Herodes —repuso Saulo—, la situación es demasiado grave para irse por las ramas. Sabes muy bien que Jesús dispone del apoyo de Galilea e, incluso, de una parte de Judea. Una semana antes de ser condenado por el Sanedrín, hasta fue recibido en Jerusalén como un rey. Arrojaron palmas a su paso. Ya sabes lo que eso significa.
El tetrarca advirtió que su visitante apenas había humedecido los labios en su vaso, de modo que llenó el suyo y lo llevó a sus labios. ¿Qué diantre quería Saulo? Adivinando por las expresiones de ambos interlocutores que la conversación tomaba un derrotero serio, Menasés fue a sentarse junto a su dueño.
—¿Te envía Caifás? —preguntó Herodes Antipas.
—Caifás está preocupado, también, pero no soy su emisario.
—¿Y la solicitud por mi trono te ha hecho venir hasta aquí? —demandó Herodes Antipas en un tono burlón.
—No, la inquietud por mi suerte y la de toda Palestina. Si la insurrección llegara a Jerusalén y Judea, no apostaría ni una moneda por tu trono ni por todos los tronos legados a los descendientes de Herodes el Grande. Tampoco apostaría lo más mínimo por la suerte del Sanedrín y todo el clero del Templo. No querría estar en el puesto de Poncio Pilatos.
—Pero ¿qué quieres, entonces?
Saulo se mordisqueó el bigote. Menasés, con la cabeza gacha, roía un panecillo con sésamo.
—Resucitado o no, Jesús está en Galilea —respondió Saulo—. En Cafarnaum. Le han visto allí. Hay que detenerle antes de que Galilea se inflame y él llegue a Judea.
—¿Por qué la policía del Templo no va a capturarle?
—Ya lo hizo. Caifás perdió a seis hombres.
—¿Los mataron? —preguntó Menasés alarmado.
—No, peor aún. Aquellos hombres reconocieron a Jesús, y como creen que ha salido de la tumba, que ha resucitado de modo sobrenatural, se sintieron aterrorizados. Entraron en Jerusalén para anunciar que abandonaban el servicio del Templo. Podemos suponer que todos los que repitieran la expedición sufrirían la misma suerte.
—¿Quieres decir que la policía del Templo es incapaz de detener a ese hombre para comprobar si es o no un impostor y, en caso de que no lo sea, aplicar la sentencia que ya fue dictada? —pregunto Menasés con inquietud.
—Exactamente —confirmó Saulo.
El estruendo del orchestrion anunció la entrada de los bailarines y las bailarinas. El señor del lugar les envió a danzar al otro lado de la sala, donde estaban la escolta de Saulo y algunos jefes de tribus nabateas, que lanzaron gritos de entusiasmo. Mientras los adolescentes iniciaban sus sugestivos giros, los tres hombres reanudaron su conversación.
—Pero ¿y Pilatos? ¡Él debe intervenir! —gritó el tetrarca—. Dispone de la fuerza necesaria… Sus hombres no se dejarían aterrorizar por un mesías… Quiero decir por Jesús, puesto que nada significa eso para ellos…
—En primer lugar, Pilatos considera que a ti te corresponde intervenir en Galilea, ya que tú detentas la autoridad en esa provincia. Estima luego que una intervención en Galilea sin duda lograría producir una insurrección, antes que impedir otra en Judea. Por lo demás, ya he informado al Senado. Para él, el poder de Roma es, a fin de cuentas, insensible a esas historias de judíos.
Se permitió un trago de vino y prosiguió:
—Su actitud respecto a Jesús era ya sospechosa en el momento del juicio. Sin la feroz oposición del Sanedrín, me pregunto si no habría soltado a Jesús y no le habría permitido coronarse rey.
—¡He oído ya esas tonterías! —exclamó Herodes Antipas, que ya no se molestaba en ocultar su aprensión—. ¡Los romanos no comprenden nada de Palestina! ¡Nunca comprenderán nada! Jesús, rey. Saulo, ¡te das cuenta! ¡Es la guerra!
Las circunstancias no permitían tener consideraciones con los romanos. Bailarines y bailarinas se entregaban a peligrosas acrobacias, que servían para desplegar los encantos de sus juveniles anatomías. Saulo les lanzó una mirada puntillosa. Menasés hacía gestos perplejos.
—¿Y qué quieres que haga yo? —preguntó por fin Herodes Antipas.
—Que mandes a tus gálatas. Son paganos. No se dejarán aterrorizar por Jesús.
—Saulo —dijo por fin Menasés—, el problema no sólo es el terror que siembra Jesús. Es un problema político. La intervención de los gálatas tendría el mismo efecto que el de las tropas romanas.
Saulo le clavó una mirada apagada.
—De modo que los tres estamos en manos de ese hombre. Todos nosotros.
—Ese hombre —repitió Herodes Antipas con aire soñador—. O tal vez esa mujer…
—¿Qué quieres decir?
—María. María de Magdala. María de Lázaro. Ella le salvó. Ella le confirió de ese modo un carácter sobrenatural.
Saulo estaba reflexionando sobre aquella interpretación cuando un pequeño cortejo se dirigió hacia los tres hombres. En cabeza avanzaba la propia esposa del tetrarca, Herodías, escoltada por su séquito. No la conocía, pero aun así la identificó. Sólo una princesa podía tener aquel aspecto altivo, sólo una mujer tan imperiosa podía haber ordenado la muerte del hombre que la había ofendido al recordarle su falta: haber abandonado a su marido Filipo para casarse con su cuñado, Herodes Antipas. ¡El incesto! Había hecho decapitar al Bautista en aquella misma fortaleza. Saulo la contempló con espanto. Una vez perdida la máscara de la juventud, la ilusión de la ternura que pueden producir las mujeres ávidas de poder entre los perfumes de la noche se había desvanecido. Se detuvo ante su esposo. De los tres hombres sentados en el suelo, ante las fuentes del festín, el primero en levantarse fue Menasés, que se inclinó ceremoniosamente hasta el suelo.
Un espantoso conflicto se produjo en el espíritu de Saulo entre la imagen de María de Lázaro y la de Herodías. Entre el amor y la violencia.
—Mi noble esposo el tetrarca se precia de su ciudadela ante su primo —dijo, con una voz preñada al mismo tiempo de condescendencia y de ironía.
Saulo se levantó también y por poco no dio con la nariz en un seno de lechoso alabastro. Un pectoral en forma de creciente lunar, salteado de zafiros, perlas y aguamarinas, refulgía de una clavícula a la otra. Unas perfumadas esencias que le nublaban el espíritu brotaban de los pechos de la princesa. Él levantó los ojos y vio de cerca la máscara, las órbitas ennegrecidas por el antimonio para ocultar las arrugas en torno a los párpados, los ojos de carbunclo, la nariz delgada, la frente marchita medio oculta por una diadema de perlas. Lo supo de entrada; ella estaba juzgándole: hombrecillo sin poder ni fortuna, ¿qué has venido a pedir a mi esposo? ¡Lilith!, pensó. Lilith, la primera esposa de Adán; Lilith, la estéril; Lilith, la repudiada que vagaba aullando por las esquinas y acosaba a los hombres en las noches solitarias.
—Pero ¿cuál es —prosiguió ella— el tema que tan graves os pone?
—Jesús, el resucitado —respondió Herodes Antipas, el único que había permanecido sentado.
Herodías hizo un gesto y una de sus servidoras se apresuró a acercar un almohadón alto o un taburete bajo; no se podía determinar con seguridad. Se sentó y estiró un pie del que se adivinaba la planta enrojecida con alheña y, sin duda, también perfumada, en una sandalia de ternero dorado. También Saulo volvió a sentarse, pero Menasés permaneció de pie.
—Galilea —dijo ella con una falsa risa— es ese país donde los muertos no se van nunca, como supo el buen rey Saúl cuando el hechicero de Endor invocó el espectro del profeta Samuel. Que alguien me dé vino.
La sirvienta se apresuró a tenderle un vaso que Herodes Antipas llenó con cara apesadumbrada.
—El cáñamo y la amanita pantera bastan para consolar a tanta gente oprimida por la banalidad cotidiana —prosiguió ella—. Pero algunos sienten necesidad de drogas más fuertes, y entonces escuchan a los profetas. Ay, el vino de los profetas adormece el espíritu y enloquece el corazón. El rey Saúl perdió la razón y el trono por haber escuchado a Samuel. Y ahora nos las estamos viendo con los que escucharon a Jesús.
Herodes Antipas levantó los ojos al techo.
—Así pues —prosiguió—, Jesús ha resucitado y eso ha traído al noble Saulo hasta Maqueronte. Pero ¿por qué se interesa Saulo en ello y qué puede hacer Herodes Antipas para apaciguarle?
—Jesús tiene ahora fama de ser sobrenatural y de Mesías —respondió Saulo—. Galilea corre el peligro de inflamarse a su paso. Y después de ella, el resto de las provincias. He venido a hablar de ello con mi primo.
—¿Y no sería mejor hacerlo con el procurador de Judea? —preguntó Herodías.
—Ya le he interrogado. Considera que Galilea no pertenece a su jurisdicción.
Se encogió de hombros. Ella balanceó delicadamente el vino en su vaso, como si descifrara en él el porvenir.
—Intenté aplastar a la serpiente en el huevo —dijo Herodías con mirada sombría—, pero no lo logré. No es bueno que los problemas dirijan nuestros asuntos. ¡Son una raza de hipócritas!
Su tono se había vuelto vehemente.
—Desean el cetro del cielo y de la tierra.
Herodes la observó con inquietud.
—¡Son los enemigos de los reyes! Cuando los judíos le pidieron que eligiese un rey, el primero de sus reyes, Samuel se sintió perjudicado. ¿Acaso no tenían ya un rey en su persona? De mala gana nombró a Saulo, y ahora no piensa en otra cosa que en destituirle.
¿Cómo es que aquella gorgona conocía los Libros?, se preguntó Saulo.
—Os aviso: si no se detiene a ese hombre, leeréis en los muros de esta sala —alargó el brazo a la derecha—: «¡Mane!». —Alargó el brazo ante ella—. «¡Thecel!». —Y por fin, señaló con el brazo izquierdo—: «¡Phares!».
—¡Basta, mujer! —gritó Herodes Antipas, asustado.
Herodías se levantó.
—Herodes —dijo, inclinándose hacia él—, ¡estuvieron a punto de nombrar rey a Jesús! ¡Rey de Jerusalén! ¡El título que te negaron! ¡Rey de Israel! Habrías sido apartado de tu trono. Pero te salvaste una vez: lo crucificaron. Luego resultó que tu madre, con la complicidad de no sé qué otras mujeres, intrigó para salvarle de la muerte. ¡No te salvarás otra vez!
Su voz se impuso a la música y los bailarines interrumpieron su danza.
—No sé si está vivo o muerto, pero sé que veo su espectro en esta fiesta —clamó.
Y dio media vuelta seguida por sus siervas.
Su esposo, Saulo y Menasés permanecieron petrificados largo rato.
—¡Pero no puedo hacer nada! —se lamentó el tetrarca.
De pronto se hizo el silencio. Los insectos nocturnos crepitaban en las antorchas. El viento agitó las colgaduras. Cualquiera hubiera dicho que un espectro colérico las atormentaba. Saulo se estremeció.