Una conversación de taberna entre Poncio Pilatos y un cretense olvidado
Oriente es insoportable para los romanos. Cuando desaparece la embriaguez de sus perfumes, como el del narciso, la cúrcuma, el jazmín, el clavo, el jacinto, el sándalo, la rosa silvestre, el cilantro, el clavel, la pimienta, el cedro, y otros tantos orgasmos para la nariz; cuando desaparece el vulgar deslumbramiento ante sus lujos, sedas crudas teñidas de púrpura que estremecen la piel y linos tejidos con aire que la acarician, azules cristales de Siria adornados con oro, donde el vino brilla y toma la apariencia de un licor culpable, muebles de nácar y plata, marfiles incrustados de granates que parecen consumar el goce del poder; cuando desaparece la embriaguez de las carnes juveniles, más sabrosas cuando se presentan bajo una apariencia hosca; cuando desaparece el primer deslumbramiento de las lánguidas siestas y los crepúsculos dramáticos que tiñen el mar de púrpura antes de convertirlo en tumultuosa antecámara de los infiernos, el romano se rebela. Antaño tenía una identidad, pero Oriente la destruye. Un romano en esos parajes es como una perla en vinagre. Por la mañana sólo queda un guijarro negruzco. En otra época tenía sus dioses, distintos, elocuentes, razonables. Pero Júpiter toma ante Baal aspecto de jefe de guarnición, Minerva ante Ishtar parece una machorra arisca, y Apolo, un petimetre de provincias ante el exquisito Tammuz de nalgas de alabastro. Y no hablemos de Yahvé, el Dios judío, incomparable potentado, puesto que nadie se había atrevido nunca a representar sus rasgos. Imprevisible, celoso y, como el pueblo que se reveló, capaz de excesivas generosidades (detener el sol en el cielo para que Josué pudiera conseguir su victoria) pero también de feroces furores (ordenar la matanza de los niños de pecho entre los amalecitas).
El extranjero de más allá de los mares se veía envuelto por mil dioses voluptuosos, maliciosos, disponibles, que los judíos nunca habían conseguido expulsar de las provincias imperiales y senatoriales, rodeados como estaban por los fenicios al norte, los nabateos al sur, los moabitas y los galaadiatas al este y, sobre todo, por el mar al oeste. El mar, que traía sin cesar nuevos dioses de entre los cilicios, los panfilianos, los dálmatas e incluso los escitas. Dioses y diosas de oro, de plata, de cobre, de lapislázuli, de nácar y de marfil; dioses para todo: para seducir, para conjurar, para hacer daño, para tener un dardo infalible y concebir varones.
Añadamos a ello las moscas, los escorpiones, las escolopendras, los olores a ajo frito, la familiaridad indecente de la mirada que os cuenta de pronto lo que lleváis entre las piernas y el uso que le dais o, sobre todo, el que no le dais, y especialmente, el desprecio burlón o desconfiado hacia el pagano, soldado aventajado, castigado por el Señor con la falta de una inteligencia elemental. Era sobre todo ese desprecio lo que acababa causando irritación, pues se advertía muy bien: «¡Pobre extranjero que crees en tus leyes universales! ¡Miserable cretino que ignoras al Dios único e invisible! ¡Deplorable pazguato que sólo crees en tu espada y en tus dioses de circo!».
Pilatos desconfiaba también de la violencia y la volatilidad de los orientales, fueran quienes fuesen. Bastante había oído hablar durante su servicio militar sobre los indecibles horrores de las vísperas de Éfeso, medio siglo antes: ochenta mil romanos habían sido masacrados por las poblaciones locales, excitadas por las llamadas a la revuelta de Mitrídates VI, rey del Ponto. ¡Ochenta mil! Había sido necesaria toda la brutalidad de Mario para enseñar a aquella gente a respetar a las águilas romanas. El procurador sabía muy bien que, en cualquier momento, una simple algarada callejera podía convertirse en revuelta. Se había indicado al tribuno Claudio Lisias, que mandaba a los seiscientos hombres de la guarnición en la torre Antonia, que hiciera montar guardia las veinticuatro horas del día para que nunca le cogieran por sorpresa.
En los primeros tiempos, Prócula, la esposa del procurador, se había dejado fascinar por los relatos de sus criados: no había ninguna judía entre ellos, pues era demasiado arriesgado, pero sí una tiria, una siria y un nabateo, que hablaban todos una jerga del griego que divertía como una loca a su ama. Luego, la curiosidad la había llevado a interesarse por aquellos amuletos que adornaban sus cuellos, sus muñecas, incluso sus tobillos: el pequeño ídolo de bronce pulido que representaba a un hombre desnudo cubierto con un disco era Napir, el dios-luna de Elam, que confería la sabiduría y el conocimiento instintivo del alma de los demás, y la mujer que cabalgaba sobre un león era la diosa cananea Kadesh, que representaba el amor y la sexualidad gozosa.
Luego el nabateo le había hablado del mago Jesús, que realizaba prodigios y loaba la bondad del Señor. Poseedor del poder y la bondad de su dios, curaba a los enfermos y a los tullidos, e incluso arrancaba a los muertos precoces de la tumba. Había ido a escucharle a Sichar, en Samaria; allí había encontrado a Juana, la esposa del chambelán de Herodes Antipas, y ambas mujeres habían entablado amistad a partir de la veneración de aquel mago.
Pilatos estaba cansado de su jornada, de los judíos, de Judea y de toda Palestina. Y de Oriente. ¿Realmente los humanos tenían que ser tan sombríos en el lugar donde se levantaba el sol? A la hora en que el astro declinaba, le dijo a Crátilo:
—Vayamos a los baños. Luego cenaremos en el albergue de los legionarios.
Crátilo se sintió honrado por la invitación, pues en definitiva era algo raro. Supuso que su amo tenía que hacerle una confidencia. También él tenía una que ofrecerle a cambio, y no pequeña. En el tepidario, en efecto, mientras se frotaba una pierna con cicatrices —restos de una mala herida causada por la estocada de uno de los legionarios que se rebelaron en Panonia durante el primer año del reinado de Tiberio—, el procurador confesó:
—Saulo ha venido a verme.
—Lo he visto en el corredor. Sin duda se ha quejado de mí.
—No le he dado ese gusto. Le he respondido que un escupitajo era una pena ínfima comparada con la que merecía una ejecución realizada sin mi autorización. Luego me ha pedido ayuda.
Crátilo, que hasta entonces había permanecido tumbado sobre el banco de mármol donde derramaba sudor, se incorporó y estiró el cuello:
—¿Ayuda?
—Contra Jesús. Asegura que la leyenda según la cual el mago Ieshu ha resucitado —a Pilatos le costó un poco articular las palabras latinas resurrexit est, que sin duda le quemaban en la boca— le hace casi invencible y que el poder romano está en peligro. Según él, un emisario del Sanedrín acompañado por cinco hombres de la policía del Templo vieron al tal Ieshu en Cafarnaum y se quedaron trastornados. Los soldados de la policía dimitieron de sus puestos y el emisario, por su parte, ha sido destituido de su cargo en el Sanedrín, pues estaba totalmente devastado.
Pilatos tomó una esponja, la mojó en una jofaina de agua que había a su lado y se refrescó el rostro y el cuerpo, luego chupó la esponja para apagar su sed, sin reparar en que hubiera debido hacerlo a la inversa.
—Hasta ahora el informe es exacto —observó Crátilo—. Nuestro nuevo espía, Alejandro, ha entablado amistad con el teniente de policía que fue a Cafarnaum. Le sorprendió la angustia de ese hombre, un fuerte mocetón que parece razonable, pero que no por ello dejó de incrementar las filas de los discípulos de Jesús.
—Saulo —prosiguió Pilatos— me ha asegurado que Jesús es un peligro para el conjunto de las provincias senatoriales y que, apoyándose en su reputación sobrenatural, no va a tardar en descender sobre Jerusalén, y que una vez allí, se hará proclamar rey. Y además afirma que la población va a levantarse, a asesinar a la gente del Templo y que la legión quedará desbordada.
—Me conmueve esa preocupación por los intereses del Imperio.
—También a mí —dijo Pilatos—. Resumiendo, quería que yo mandase un destacamento militar a detener a Jesús, cuya mera supervivencia, según él, era una burla para las leyes del Imperio.
—¿Y bien?
—Le he respondido que Galilea no está bajo mi jurisdicción sino bajo la de Herodes Antipas. Y que estaba igualmente seguro de que la irrupción de un destacamento de soldados romanos en Galilea para detener a un profeta provocaría una insurrección, que los zelotes no dejarían de participar en ella, y que yo prefería dejar que las cosas siguieran su curso.
Crátilo tomó una piedra pómez y se frotó concienzudamente la planta de los pies.
—Se ha sentido decepcionado —añadió Pilatos.
—Pues corre el riesgo de estarlo mucho más los próximos días. Nuestro espía Alejandro, al que habrá que conceder, por otra parte, una gratificación especial, ha realizado una buena jugada. Al enterarse de que Saulo había entregado al correo de la ciudad un mensaje para el Senado, consiguió apoderarse del mismo antes de que llegara a Ashkelon.
—Buena jugada —observó Pilatos, cuya curiosidad se había despertado—. ¿Un mensaje de Saulo al Senado?
Crátilo le miró con ojos maliciosos.
—El mensaje está en el bolsillo de mi manto.
—¿Qué dice?
—En calidad de ciudadano romano, denuncia tu comportamiento en lo que denomina el asunto del falso profeta Jesús, que considera contrario a los intereses del Imperio. Asegura que Ieshu fue salvado por ti y tu mujer de la muerte que merecía por sus manejos sediciosos. Asegura que ese profeta ha reanudado sus intrigas en Galilea, que se dispone a bajar a Jerusalén para hacerse coronar rey (en resumen, lo que te contó), y a sembrar el desorden. En fin, Saulo se sorprende de tu poca pericia ante ese peligro.
—¿Ha escrito eso? —gritó Pilatos levantándose de un brinco. Pero ¿por qué no me has avisado antes?
—Lo he sabido pocos minutos antes de que me invitaras a pasar la velada contigo.
—¡Ah, el muy hijo de perra! —gritó Pilatos y soltó un montón de injurias militares con voz de trueno.
Por lo visto, nadie en el tepidario hablaba latín, a excepción de un legionario al que le entró un ataque de risa. Los demás miraban al procurador, de pie, propinándose palmadas en los muslos mientras gritaba palabras indudablemente ofensivas, antes de volverse a sentar, sudando aún más que antes.
—¡Ah, haré que este aborto muerda el polvo! —anunció Pilatos.
—Ya le escupí a la cara —dijo tranquilamente Crátilo—. Él pensaba forzarte de ese modo. Y según parece, ha convertido ese conflicto con Ieshu en un asunto personal.
Después de enjuagarse, les dieron un masaje y les frotaron con benjuí y alcohol de asfódelo, un lujo reservado para los clientes distinguidos, y a continuación se dirigieron al albergue de los legionarios. Les recibieron unos vítores. Pilatos se inclinó, estrechó aquí y allá algunas manos y repartió alguna palmada que otra en el hombro, intercambió alguna broma, alguna información, alguna obscenidad. Luego se sentó a una mesa que el posadero colocó aparte, para demostrar su deferencia al ilustre cliente, y pidió una gran jarra del famoso vino blanco, que era de hecho un vino de Sorrento de mediana edad. Escuchó cómo el posadero, que también era cocinero, ofrecía y describía en un griego bastante malo los platos del día; Crátilo y él eligieron una ensalada de garbanzos con chicharrones fritos y un mújol empanado, con cilantro y orégano. Crátilo sacó del bolsillo de su manto la carta de Saulo al Senado. Pilatos la desplegó y la leyó atentamente con el ceño fruncido.
—La carta de un canalla —comentó—. Tu espía Alejandro merece, en efecto, una gratificación, e hiciste bien escupiéndole a la cara a ese lemur. Siempre he dicho que los herodianos eran chusma, pero nadie me hacía caso.
Se metió la carta en un bolsillo y llenó los vasos de vino blanco. Crátilo sonreía con una de esas sonrisas ambiguas tan habituales en él.
—He pensado en todo este asunto —declaró Pilatos—. A fin de cuentas, poco nos importa al Imperio y a mí que el tal Ieshu haya resucitado o no. Es un misterio que depende de los sistemas orientales de superstición y, suceda lo que suceda, no puede poner en peligro nuestro poder. Como mucho puede incitarnos a orientar nuestra política. Hace veinticinco años que esos bandidos que se llaman zelotes comenzaron a asesinar en el campo a nuestros soldados. Al principio nos sorprendieron, pero luego nos organizamos. Ya no circulamos por la noche, y cuando nos movemos por el campo, nuestra retaguardia permanece siempre alerta. Hemos talado los árboles que bordean nuestras carreteras y ya no pueden, como en los primeros tiempos, brincar de sus ramas para atacarnos. Los zelotes no nos molestan ahora más que los mosquitos, pero los que más nos contrarían son el Templo y los barbudos del Sanedrín.
Se echó al coleto un trago de vino y chasqueó la lengua.
—Se dice que este vino mejora al envejecer. Pero yo encuentro que entonces pierde su sabor a sílex —observó—. Bueno, volviendo a lo nuestro, supongamos que el tal Ieshu baje hasta Jerusalén, sembrando el terror y la veneración a su paso, y que sea luego coronado rey. ¿Qué nos importa? O acepta nuestra tutela o la rechaza. Y en ese último caso, aplastaremos su rebelión.
Crátilo tomó su primera cucharada de garbanzos y saboreó los chicharrones. Después de todo, no se comía tan mal en el albergue de los legionarios. En verdad, el jefe era un antiguo cocinero de no se sabía qué sátrapa de Asia Menor que se había enojado con su amo y se había instalado en Jerusalén, a la sombra de las águilas romanas.
—A pesar de todo, el Senado se preocupa —dijo Crátilo.
—Esta mañana he sabido la razón. El Senado está mostrando un exceso de celo —repuso Pilatos—, porque el jefe de la comunidad judía de Roma fue a quejarse a un senador pusilánime de la agitación provocada por tres docenas de discípulos de Jesús. Y sin duda acompañó su queja con una buena bolsa. ¡Naderías!
Crátilo lamentó no tener experiencia militar. La agudeza era algo bueno, pero el espíritu de síntesis no estaba nada mal.
—Hay algo que me sorprende en todo este asunto —prosiguió Pilatos—. Y es que un solo hombre siembre tanto desconcierto en este país. ¡Mal tiene que estar Israel! Jesús me recuerda un cuchillo que divide fácilmente un fruto muy maduro. —Y luciendo una sonrisa mientras hundía el pulgar y el índice en su parte de mújol empapado, añadió—: Y si esa mujer, no recuerdo ya cómo la llamas, sí, María, María de Magdala, no le hubiera salvado de la muerte, suponiendo que sea cierto lo que dices, Saulo, el Sanedrín, los zelotes y ya no sé quién más, no se encontrarían en semejante estado de nerviosismo.
Crátilo soltó una carcajada.
—De modo que una mujer pone a Israel en peligro —dijo—. Los judíos tienen buenas razones para desconfiar de las mujeres.
—Nuestras mujeres —afirmó Pilatos en un tono voluntariamente sentencioso— tampoco están mal.
—¿Quieres decir, procurador, que una historia de amor ha bastado para poner a Israel entre la espada y la pared?
—¡Bebamos por Venus, pues! —dijo Pilatos, embriagado de pronto por el vino blanco y la buena carne.
Al ver a su procurador de buen humor, los legionarios pusieron dinero para ofrecerle otra jarra de vino blanco. Todo el mundo bebió por Venus y se gritaron incluso algunas indecencias.
Cualquiera hubiera dicho que sobre Judea se oía palpitar a las águilas romanas.