El fracaso
Lo poco que se discernía del rostro de Caifás, cubierto por unas espesas cejas, el bigote y la barba, recordaba un animal inquieto y furioso. Hundido en un majestuoso sillón de cedro con los brazos terminados en unas cabezas de leones de plata, que parecía casi un trono, tenía el mentón en el pecho y las manos crispadas en los hocicos de las fieras. Mantenía la mirada clavada en el hombre —uno se sentía inclinado a decir «la criatura»— que permanecía sentado ante él en un asiento bajo: una forma medio derrumbada, con la cabeza gacha, como si estuviese sin vida.
El sumo sacerdote agitó una campanilla y su servidor abrió la puerta del despacho privado y corrió hasta su amo.
—¡Id a buscar a Saulo! —ordenó Caifás—. Esté donde esté.
No estaba muy lejos: se encontraba con el tesorero del Sanedrín, y acudió momentos más tarde. En cuanto dio los primeros pasos en la estancia, presenció la escena y se olió la catástrofe que se avecinaba. Él había sugerido la expedición de Malkiyya a Cafarnaum, y el resultado no había sido bueno.
—Me has llamado, sumo sacerdote.
Caifás señaló con la barbilla al ujier.
—¡Habla, ujier! —ordenó.
—Le he visto —dijo Malkiyya con voz de ultratumba.
—¿A quién has visto? —preguntó Saulo.
—Al Mesías. Al resucitado.
—¿Dónde le has visto? —inquirió de nuevo Saulo, incrédulo, tragando saliva.
—En Cafarnaum, en casa de Pedro.
—¿Cómo lo has reconocido?
—Por las cicatrices de la cruz.
—Tal vez fuese otro malandrín.
—No, me llamó enseguida por mi nombre. Me recordó el incidente del tintero volcado; nadie más lo hubiera hecho. Lo sabe todo. Reconocí su rostro.
La angustia de Saulo no duró mucho tiempo.
—¿Por qué no hiciste que le detuvieran? Te acompañaban unos policías.
Malkiyya levantó su rostro hacia Saulo.
—¿Detener al Mesías? ¿Y desafiar los rayos del cielo? El teniente de la policía y sus hombres tuvieron más miedo que yo. ¿Acaso no tienes fe, hombre?
Saulo y Caifás intercambiaron una mirada.
—Bien —dijo el sumo sacerdote—, Malkiyya, creo que debes descansar un poco.
—¿Descansar? ¿Por qué?
—Propongo que te tomes unos días de asueto.
Malkiyya miró al sumo sacerdote como si estuviera tratando con un insensato.
Saulo recordó el proceso, la pesada atmósfera, el olor a cera, a aceite, y el sudor y el aliento de la gente reunida para asistir a un juicio que ellos sabían envenenado. Recordó cómo Malkiyya, entonces valiente, había inscrito la sentencia del tribunal. El poder y la gloria del Templo triunfaban por aquella época. La sedición fomentada por el predicador galileo era reprimida. Y él, Saulo, el hijo del herodiano Antípater, se había felicitado por ello, siempre había execrado todo lo que amenazaba el orden y el poder a los que aspiraba. Pues bien, el mago de Galilea, ya que era un mago —¿quién lo hubiera sospechado?—, representaba el desorden, el desafío, el ultraje, la injuria. Y el peligro. De modo que había observado con satisfacción cómo Malkiyya, inclinado sobre su escritorio a la luz de un candelabro, ponía por escrito la sanción del orden, del Templo, de los poderes establecidos.
La muerte. El látigo. El madero.
Pero el lamentable espectáculo que ahora le ofrecía Malkiyya anulaba aquel recuerdo triunfal. Una angustia se apoderó incluso de Saulo: el orden estaba, pues, a merced del galileo.
El cambio de Malkiyya sellaba su fracaso. Y Saulo detestaba el fracaso tanto como el desorden. Su mujer se lo había dicho: «Amas el orden más que la vida, Saulo. Eres un verdadero romano. He aquí por qué esa gente no nos comprenderá nunca».
—Vete ahora —ordenó Caifás a Malkiyya.
El otro se levantó y fue hasta la puerta con torpes pasos. Cuando la hubo cerrado a sus espaldas, Caifás dijo con voz sorda y sombría:
—No fue una buena idea, Saulo, la de esa expedición. Malkiyya fue a Cafarnaum, como tú dispusiste, con el teniente y cuatro hombres. Fue a casa de Pedro, el discípulo de Jesús. Y allí vio a Jesús…
—¿Crees que realmente vio a Jesús? —gritó Saulo, estupefacto.
—Sí, no creo que quepa ya ninguna duda. El teniente y los cuatro policías lo vieron también. Así que ese hombre sobrevivió. Es él, se ha afeitado la barba para que no lo reconozcamos. Y ahora me obliga a escuchar blasfemias diciendo que ha llegado el Mesías.
—Entonces hay que enviar allí un destacamento mucho más numeroso. ¡Hay que detener al tal Jesús y a todos sus discípulos!
El sumo sacerdote le dirigió una tenebrosa mirada y lanzó un suspiro de impaciencia.
—¿Quieres que todo el destacamento que mandemos allí deserte? —gritó Caifás en tono hastiado—. El teniente y los cuatro policías que enviamos a Cafarnaum han decidido abandonar el servicio del templo. Y tú mismo has visto el estado en el que se encuentra Malkiyya. Es evidente que nunca más será ya ujier a nuestro servicio. Sin contar con que los policías y él son muy capaces de pasarse a las filas de nuestros enemigos, ¡de convertirse en discípulos de Jesús! —Se abanicó un momento con gesto nervioso y prosiguió—: Ya te lo he dicho: tuviste una idea muy mala.
—Estábamos de acuerdo —observó Saulo.
—Sí… Me dejé influenciar.
Saulo contuvo la réplica. El polvo danzó en los rayos de luz. Tal vez él, Caifás, Malkiyya y todos los demás sólo fueran motas de polvo en un gigantesco rayo de luz.
—¿Y qué vamos a hacer, entonces? ¿Entregarnos a ese hombre atados de pies y manos?
—Saulo, Jesús resucitado es mucho más peligroso que antes. Su mero espectáculo aterroriza a todo el mundo, y más aún a sus enemigos. He llegado a preguntarme si tú mismo, si te enfrentases a él, no cambiarías de casaca.
Acechó la reacción de Saulo, que le miró con los ojos muy abiertos y llenos de furia.
—¿Yo? ¿Yo, sumo sacerdote? ¿Acaso sospechas de mí?
—Por lo visto, todo es posible —murmuró Caifás agitando las manos.
La indignación arrancó a Saulo unos ruidos confusos, pero Caifás no pareció darle importancia.
—En resumen —prosiguió—, Jesús tiene ahora fama de ser el mensajero del Omnipotente y el mesías que liberará Israel no se sabe de qué. De momento, tenemos que guardarnos de cualquier acción directa contra él, porque tendría un efecto contraproducente. Además, ahora se encuentra en Galilea, que es un refugio inexpugnable. Si lanzáramos allí una expedición punitiva, provocaríamos exactamente lo que debemos evitar: una insurrección.
Saulo se sentó sin hacerse rogar.
—Y si te he comprendido bien, sumo sacerdote, ese hombre ha ganado la partida. No podemos hacer nada contra él. Volverá a predicar y tendrá más éxito aún que antes. Bajará hacia Judea y será coronado rey.
—¡No! —clamó Caifás, incorporándose en su asiento—. ¡No! Hay que impedir que venga a Judea. El centro del poder en Israel, nuestro poder, es Jerusalén. Hay que impedirle que llegue a Jerusalén.
—¿Cómo?
—No lo sé —respondió lentamente Caifás—. Todavía.
Se levantó para servirse vino de un frasco de cristal adornado con oro en un cubilete también de cristal y oro. Bebió lentamente dos tragos y luego dejó el cubilete.
—¿Te acuerdas —le preguntó a Saulo— de aquel que ante una evidente contrariedad adoptaba una expresión menos agradable aún que de costumbre? ¿Aquel Judas, un iscariote, que había pertenecido al grupo de los discípulos de Jesús y que nos indicó el lugar donde estaba la víspera de Pascua?
Saulo inclinó la cabeza. El Sanedrín había temido que con ocasión de la Pascua, que llevaría a Jerusalén a más de cien mil peregrinos, Jesús se entregase a inflamadas declaraciones. Se hubieran podido producir disturbios. Los sacerdotes del Templo, el jefe de la policía y numerosos miembros del Sanedrín habían temido lo peor. Era preciso, por tanto, detener a Jesús, y urgentemente. Pero todos los que le temían ignoraban tanto sobre él que incluso desconocían qué aspecto tenía; si hubiera pasado ante ellos no le habrían reconocido. Predicaba sobre todo en Galilea, que era como decir que lo hacía en la Luna. De modo que el jefe de la policía había sugerido un ardid: sobornar al único de los discípulos que no era galileo, Judas, para que les indicara dónde estaría Jesús la antevíspera de Pascua y se lo señalara. Treinta denarios de plata sellaron el negocio.
—Judas no era el único que quería acabar con Jesús —dijo Caifás—. Los zelotes de Judea le acusan de apartar al pueblo de la lucha armada.
Vació su vaso de vino y chasqueó la lengua. Saulo esperaba la continuación del razonamiento con un aspecto inevitablemente desagradable.
—¿Y bien? —preguntó.
—Pues que debemos alertar a los zelotes de Judea. Tenemos que asustarlos dándoles a entender que ahora que Jesús está fortalecido por su supuesta resurrección y sus éxitos en Galilea, no tardará en bajar hasta Judea y comprometer su acción.
—No tenemos peores enemigos en el mundo que los zelotes. Sólo aspiran a nuestra destrucción tras haber expulsado a los romanos.
—Lo sé, lo sé. Y ahí deberías intervenir tú.
Saulo aguardó la explicación sin ocultar en exceso su impaciencia. Estaba harto de aquellos planes que fracasaban a fuerza de finura.
—¿Qué debería hacer? —preguntó por fin.
—Descubrir a dos o tres jefes zelotes de Jerusalén y sus alrededores y hacer correr unos rumores que les llenasen de pánico. Darles a entender que la llegada de Jesús a Judea es inminente. Que es invencible. Que si no reprimen su acción, estarán acabados.
Saulo no pareció convencido.
—¿A qué esperas?
—En mi opinión, si unas docenas de zelotes se arrojaran sobre Jesús y sus discípulos y acabaran con ellos en algún lugar situado en los alrededores de Jerusalén, no en la propia ciudad sino en el exterior, esa amenaza se habría acabado.
—Eso es muy difícil de fomentar.
—Pues es nuestro único recurso.
Saulo hubiera querido que el sumo sacerdote le hubiese ofrecido un vaso de vino, pero la invitación no llegó. Ni siquiera podía tocar el vaso del sumo sacerdote. Aunque circunciso —lo cual había sido verificado por un sacerdote del Templo antes de que lo contrataran—, era sospechoso al ser romano.
—Si los zelotes estuvieran dispuestos a realizar la ofensiva que tú describes, lo habrían hecho ya en Galilea —dijo.
—Los zelotes de Galilea no son los mismos que los de Judea. Los de Galilea nunca olvidarán que Jesús es un compatriota. En las filas de sus discípulos había otro zelote, además de Judas Iscariote, llamado Simón. Pero era un galileo y no le traicionó. ¿Comprendes? Los galileos consideran a Jesús uno de los suyos, aunque él no sea zelote. Algunos de ellos sueñan, incluso, con coronarlo rey de Israel. Sería la venganza de Galilea sobre Judea.
Saulo no pareció comprender a qué se refería. La línea de sus cejas, que se extendían ininterrumpidamente de una sien a la otra, se contorsionó extrañamente.
—Saulo, ignoras la historia de Israel, ¿no es cierto?
La pregunta arañó el corazón de Saulo. Le recordó con brutalidad que no le consideraban judío. Aunque su madre fuera judía, él era un ciudadano romano de padre nabateo, y herodiano por añadidura. Estaba al servicio de los judíos; un servidor de alto rango, sin duda, pero no un amo. Tendía demasiado a olvidarlo. Consiguió mantener una mirada impasible.
—Este país —prosiguió Caifás—, sólo estuvo unido durante dos generaciones, bajo David y luego bajo su hijo Salomón. Después se dividió durante el reinado de Jeroboam y, a pesar de algunos breves intervalos, ha permanecido dividido. Desde hace siglos, el norte, es decir, fundamentalmente Galilea, considera Efraim la verdadera capital del reino ideal, y el sur, es decir, principalmente Judea, considera Jerusalén la verdadera capital. Los galileos no traicionarán a Jesús, aunque sólo sea porque fue juzgado y condenado en Jerusalén.
¿Qué importancia tiene eso?, se preguntó Saulo. De momento, el Sanedrín y él mismo estaban ante un fracaso.
—Tengo una objeción —dijo—. Si los zelotes de Judea se arrojaran sobre Jesús, que es galileo, los zelotes de Galilea les declararían la guerra e iniciarían ese tipo de levantamiento que deseamos evitar.
—¡Eso es! —gritó Caifás con su aire más ladino—. ¿No ves la astucia de la jugada? Se trata de que las fuerzas del mal se arrojen unas contra otras. ¿Habría algo más delicioso para el Altísimo que una guerra civil entre los demonios? Los romanos intervendrían para aplastar a los zelotes y nos veríamos, al mismo tiempo, libres de ellos y de Jesús. ¡Mataríamos dos pájaros de un tiro!
Saulo desconfiaba por principio de ese tipo de retorcidas combinaciones. Cuantos más elementos había en juego, menos se dominaba la situación. Si Jesús bajaba a Judea, es posible que fuera escoltado por zelotes de Galilea, y los zelotes de Judea, que no eran más tontos que Caifás, podrían olerse una trampa; se guardarían mucho de intervenir contra los galileos y Jesús quedaría indemne. Entretanto, de todos modos, se habría producido un levantamiento, cuyas consecuencias pagaría el templo.
—Lo intentaré —dijo blandamente al levantarse.
Se encontró de muy mal humor en el patio del palacio hasmoneo y levantó los ojos hacia la fachada del ala que ocupaba la Procura.
Y estos, pensó, ¿no se dan cuenta de que Jesús les amenaza también a ellos?
Tendría que encontrar el medio de ganarse de nuevo los favores de Pilatos. Estaba, ciertamente, ese hurón de Crátilo que le había escupido a la cara. Pero si conseguía obtener una entrevista en privado con el procurador, le haría ver que la reaparición de Jesús —Ieshu, como lo llamaban— presentaba para él considerables peligros. Tal vez consiguiera de ese modo movilizar a los romanos contra Jesús. Ellos no se dejarían impresionar por un hombre que había regresado de entre los muertos; lo que resultaría mucho más eficaz que recurrir a los zelotes de Judea, algo que le parecía una solución muy enrevesada. Los romanos, en cambio, sabían qué era el orden y cómo hacerlo respetar.
De pronto advirtió que había convertido todo aquello en una cuestión personal. Estaba obsesionado por Jesús.