Los demonios y las estrellas
Admirar. Reverenciar. Creer. En lo infinitamente pequeño, lo mortal, lo irrisorio, lo transitorio; encontrar lo infinitamente grande, lo inmanente, el esplendor, lo inaccesible.
Si uno se deja invadir por el Espíritu, el cuerpo se vuelve divino.
Soy un muro y mis pechos son como torres,
soy, a sus ojos, la que apacigua.
Salomón tiene un viñedo en Baal-Hamon,
lo ha arrendado a unos intendentes
y cada cual le debe pagar sus frutos
con mil monedas de plata.
Pero mi viñedo es mío,
también las mil monedas son tuyas, Salomón,
y los custodios de los racimos tendrán doscientas.
Él había hecho que sus senos, su vientre, sus manos y sus pies fueran divinos como los hombros, el vientre y las piernas de él. Había encendido en ella una lámpara y el cuerpo se había hecho luz.
Ninguna mujer en el mundo, pensó, es como yo.
Suspiró. Se sabía mortal. Se había quedado como muerta al creer que él no había sobrevivido. Pero ahora era inmortal porque él la amaba. Él le daba la vida. ¿Acaso no había sacado a Lázaro de la tumba? ¿Qué hubiera podido hacer ella, si no sacarle a su vez de la tumba? Él era ella y, al arrancarle de la muerte, ella se había salvado.
Era la primera vez que recuperaba la conciencia de su propio cuerpo, y también del de él, desde hacía meses. Cuando le acarició los pechos, ella quiso amamantarlo. Cuando la tomó, ella hubiera querido parirlo. Cuando los espasmos de su vientre se convirtieron en sollozos en su garganta, le pareció que ascendería en la noche hasta el cielo. Y cuando él hundió la cabeza entre sus senos, ella tuvo la sensación de que el tiempo quedaba abolido: estaba a la vez muerta y viva, era finita e infinita y estaba llena de una existencia sin límites.
Él es mi Ley, pensó algo más tarde. Es mi religión. Pero también es el Espíritu. Es hombre y está habitado por el espíritu divino.
—Expulsaste a los demonios y las estrellas entraron en mí —le dijo ella con su voz de mortal—. Amarte es amar al Señor que te hizo.
Él le acarició el pelo.
—Pensé algo cuando llegó Malkiyya —prosiguió ella—. Tu poder es tanto mayor cuanto que ese hombre creyó que habías muerto y resucitado. Necesitas ese poder, puesto que no quieres proseguir la lucha.
Él comprendió lo que sucedía.
—Si no puedes apelar al corazón, apela, pues, al miedo. En adelante te temerán en todas partes, se inclinarán ante ti, llenos de espanto y de reverencia, como el trigo ante los pasos del segador.
Él sonrió.
—¿Y los discípulos? ¿También ellos?
—Ya has mesurado su debilidad. Tu poder será el garante de su fuerza.
—María, bien lo sabes, el único espanto que quiero inspirar es el del Omnipotente a quienes dejan que la injusticia triunfe en sus corazones.
Salió a purificarse el cuerpo, no del contacto con la mujer sino de sus propias mancillas: el polvo y el sudor. Era uno de los puntos en los que, ya en Qumran, había divergido de los Libros: la mujer sólo era impura para unos ojos impuros. Dios la había hecho; estaba, pues, destinada a Su gloria. Dios había hecho todos los cuerpos: si lo reconocían, las palabras de los Libros no podían purificarles porque ya eran puros. Y si sólo lo reconocían con palabras, todos los sacrificios y todos los ritos del mundo no servían para nada.