Tres incidentes enojosos en Cafarnaum
Cuando María, Marta, Lázaro, Abel y Tomás llegaron a los arrabales de Cafarnaum, Tomás estaba hecho un manojo de nervios. Jadeaba, suspiraba, levantaba los brazos al cielo y mascullaba con tanta vehemencia que Lázaro se preguntó si no estaría poseído. En casa de Pedro, no pudo aguantar más y se adelantó a sus compañeros a la carrera. Subió de un brinco los tres peldaños del umbral, abrió la puerta y sólo vio en la cocina a la mujer de Pedro y a su madre, que amasaban pan, al igual que una sirvienta. Ellas contemplaron asustadas, mudas, al huraño desconocido. Él atravesó la casa a la misma velocidad y llegó a la puerta del huerto.
Allí vio a Juan, a Santiago y a Bartolomé en compañía de un hombre. Estaban sentados a la sombra de un sicomoro.
Volvieron hacia él la cabeza.
—¡Tomás! —gritó Juan.
Tomás miraba al otro hombre, que le sonrió a pesar de que él no le reconocía. De pronto, pareció petrificado y todos sus miembros temblaron.
—Tomás, ¿de modo que sólo conocías mi barba?
Tomás se adelantó cual sonámbulo, tendiendo el cuello como los cormoranes que se acercan a un pez en la playa.
—¿Tú? —articuló, con voz apenas audible.
Tendió los brazos como un ciego. Juan, Santiago y Bartolomé se habían levantado, pasmados ante el espectáculo que ofrecía su compañero de antaño. Jesús permaneció sentado. Cuando llegó hasta él, Tomás alargó más aún el cuello, escrutando el rostro con extremada tensión. De pronto, tomó las manos de Jesús y se inclinó para examinar las muñecas. Casi metió en ellas la nariz.
—¿Quieres ver los pies, también? —preguntó Jesús, dejando caer sus sandalias.
Tomás se inclinó del mismo modo sobre los pies y rozó las cicatrices con la yema de los dedos. Luego cayó de rodillas, inclinando la cabeza como si fuera víctima de un malestar. Entretanto llegaron María, Marta y Lázaro. Al contemplar aquella escena se detuvieron. Jesús levantó los ojos hacia ellos, pero Tomás no pareció reconocerlos.
—¿Ha venido con vosotros? —preguntó Jesús.
María asintió con la cabeza.
—Estaba muy agitado —añadió Lázaro.
—Siéntate —le dijo Jesús a Tomás.
Tomás obedeció, rígido, con los ojos vidriosos.
—¿Te has convencido ya de que soy yo? —inquirió Jesús con dulzura.
Pero el otro, sin dejar de mirar hacia delante, no respondió. Los visitantes —Juan, Santiago y Bartolomé— permanecían mudos de asombro. Pasaron unos segundos.
—Tal vez haya perdido la razón —observó Santiago.
—No. Id a buscarle agua —ordenó Jesús—. No una calabaza, porque no podría beber de ella, sino un bol.
Bartolomé se marchó.
—¿Estás bien, Tomás? —preguntó Juan.
Tampoco hubo respuesta. Bartolomé le ofreció el bol de agua.
—¡Bebe! —dijo Jesús—. Bébetela toda.
Tomás sujetó el bol con sus temblorosas manos y bebió, no sin derramarse encima de él bastante agua. Se volvió hacia Jesús y, entonces, agarró sus manos y sollozó.
—Llora, si es necesario —dijo Jesús.
Al principio se escaparon unos sonidos alarmantes del gaznate de Tomás. Por fin brotaron las lágrimas, surgió un agudo grito y Tomás sollozó, inclinado hacia Jesús, cubriendo de lágrimas su túnica. Jesús posó una mano en su espalda. En más de una ocasión creyeron que la crisis estaba remitiendo, pero volvía a comenzar con más fuerza aún.
La mujer de Pedro, su madre y la sirvienta salieron alarmadas por el grito.
—¿Cómo…? —murmuró Tomás.
Sin embargo, no pronunció ni una sola palabra más hasta la cena. Pedro y Andrés habían pescado unos grandes lucios. Habían cambiado gran cantidad de pescado por vino, esperando dar una magnífica cena, digna de su maestro. Les informaron de la conmoción que había sufrido Tomás y se vieron obligados a moderar su júbilo, al menos hasta que Tomás saliese de su estupor. Cuando llegó ese momento, pronunció sus primeras palabras:
—Sólo el enviado de Dios puede regresar del reino de los muertos.
—Pero ¿quién era yo, entonces, antes de ir al reino de los muertos? —murmuró Jesús.
La pregunta, empero, era demasiado ardua para los comensales. Se volvieron hacia Jesús. Él levantó su cubilete y dijo:
—Bebed por la victoria del Reino.
Cinco días más tarde, tres enojosos incidentes acontecieron en Cafarnaum.
En primer lugar, llegó un hombre del sur —le reconocieron por su acento de Judea— en un estado cercano a la agitación. Le preguntó al hortelano por la casa de Pedro, el pescador discípulo de Jesús. El hortelano le preguntó si había venido de Judea sólo para ver a Pedro y el hombre respondió afirmativamente, alegando que tenían un asunto pendiente desde hacía un mes. El hortelano le dio unas indicaciones falsas; sabía, en efecto, que Pedro no había puesto los pies en Judea desde hacía tres meses y que ya no tenía nada que hacer en Judea. El extranjero que quería ver a Pedro era, sin duda, un mentiroso y un pesado.
De modo que el hombre tomó la dirección opuesta a la de la casa de Pedro. Por el camino, aparecieron tres hombres como salidos de la nada. Le indicaron una casa aislada en la playa y se ofrecieron a acompañarle. Una vez en el interior, redujeron al hombre, lo ataron y lo registraron. Llevaba bajo la túnica una larga daga; conocían aquel tipo de arma. Luego le interrogaron.
—¿Por qué quieres ver a Pedro?
El extranjero gritó y se debatió. Recibió un puñetazo en el estómago.
—¿Quién te envía?
Cuando hubo recuperado la respiración, el extranjero gritó de nuevo. Entró un cuarto hombre.
—Tu única oportunidad de salir vivo de esta casa —le dijo al prisionero— es decirnos quién te envía.
—Simón de Josías —confesó el hombre, aterrorizado. Su interrogador le acarició la mejilla con la daga y se inclinó hacia él.
—¿Cuál era tu misión?
—Afirman que ese agitador llamado Jesús ha regresado de entre los muertos… Me han encargado… que vuelva a enviarle allí.
Joaquín se incorporó.
—La muerte sería un destino demasiado dulce para ti. Voy a hacer algo peor: te dejaré con vida. Regresa a Geser y dile a Simón que no hay en Galilea ningún Judas Iscariote. Gracias por la daga.
Le desataron y le dieron un bofetón y una patada en las posaderas. El hombre se marchó corriendo, como un perro apaleado. Una hora después, Joaquín acudió a casa de Pedro y le dijo:
—Los compañeros de Judas han venido a buscar a tu maestro. Hemos despedido al primero, pero es posible que vengan otros.
Pedro palideció y, cuando Joaquín se hubo marchado, corrió a informar a Jesús. María, Lázaro, Juan y Santiago estaban presentes.
—Ve a llamar a Joaquín, quiero verle.
—Pero entonces sabrá que estás aquí.
—Lo sabe ya, ¿no lo comprendes?
Todos aguardaron con Jesús el regreso del informador.
—Aunque los propios arcángeles vinieran a anunciarle que está perdida, Judea no los oiría. En verdad, es una tierra de iniquidad. Quienes tienen los Libros están ciegos y quienes no los han leído quieren repetir el crimen de Caín.
En los rostros se leía la consternación. Hasta entonces, aquella gente se había parecido a cualquier otra gente, como un campo donde crecen los primeros brotes de una nueva cosecha y de pronto reaparecen las langostas.
—Os veo a todos llenos de temor —prosiguió Jesús—, porque un zelote ha llegado de Judea con la esperanza de conseguir lo que no pudo hacer Judas. Pero debéis saber que el hombre que se opone a la Palabra es como el niño que quiere contener el mar con un muro de arena. Aunque me atrapasen otra vez y volvieran a clavarme en la cruz, no habría cambiado nada. Quiero que os convenzáis de esta evidencia. El temor solo oscurecerá vuestros espíritus y os hará torpes.
—El temor —dijo María— inspira la prudencia.
—Mira —gritó Pedro— lo que ocurrió cuando te metieron en el sepulcro. Tú mismo lo has dicho: huimos como gorriones. ¡Te suplicamos que seas prudente!
Jesús suspiró.
—¿Y vosotros me habláis de prudencia? ¿Acaso no he afeitado mi barba para que no me reconozcan? Sé que mi tarea no ha concluido aún. Pero no quiero que viváis permanentemente asustados y que os sobresaltéis cada vez que el viento abra la puerta. —Se volvió hacia María, Marta y Lázaro—: Cuando vinisteis a verme a casa de Dositeo, ¿no os dije yo mismo que debíais desconfiar de los espías? No soy temerario. El Señor no me concederá una tercera vida.
Tomás se quedó boquiabierto. ¿Lázaro y sus hermanas le habían visto antes? ¿En casa de Dositeo? Pero ¿quién era Dositeo? Y a fin de cuentas, ¿cuál era el lugar que aquella familia ocupaba en el corazón de Jesús?
De modo que Joaquín regresó. Cuando entró en el jardín, su seguridad dio paso a la aprensión y, ante el propio Jesús, a una especie de respetuoso espanto. Avanzó hacia Jesús, le besó las manos y pidió:
—Bendíceme, enviado de Dios.
Jesús le bendijo y le pidió que se levantara y se sentara a su lado.
—¿Eres un zelote?
—Sí. Soy el jefe de los zelotes de Cafarnaum. Los dos zelotes con quienes fuiste crucificado eran de Judea y el Judas que te traicionó era de Judea.
—¿El hombre al que has despedido era también un zelote?
—Sí. No sólo le he despedido, sino que además le he zurrado y he cogido su daga.
La sacó de su túnica y todos se estremecieron. Era un arma larga como su brazo, brillante; el arma de los sicarios.
—Estaba destinada a ti —dijo Joaquín, colérico.
—¿De modo que vosotros, los zelotes de Galilea, estáis en conflicto con los zelotes de Judea? ¿O me equivoco?
—Estamos en conflicto por ti. Para nosotros eres el enviado del Omnipotente. Para ellos, un predicador que aparta al pueblo de la revuelta.
—La revuelta —repitió Jesús en tono pensativo—. ¿Qué estáis preparando?
—El levantamiento del pueblo contra los romanos y los dueños de Jerusalén.
Jesús inclinó la cabeza.
—Ya lo sabía —murmuró—, quería que los demás lo oyeran de tu boca. Ebria del vino del poder, la Gran Ramera perecerá en su propia sangre. Vete, Joaquín, yo te bendigo, ¡pero no sabes lo que estáis preparando! Si lo supierais, tu corazón dejaría de latir a causa del terror, y tus huesos se convertirían en polvo antes de tiempo. Vete.
Joaquín se levantó.
—Maestro —dijo—, sabes que en Galilea estás seguro, pero no en Judea. No vayas a Judea. Soy tu servidor. Llámame y acudiré.
Jesús inclinó la cabeza.
—El pueblo de Israel se ha convertido en un toro furioso desbocado y nadie lo detendrá, ni siquiera los romanos —dijo, sombrío.
Tras la marcha de Joaquín, un pesado silencio reinó en el huerto.
El segundo incidente enojoso fue la llegada de un servidor de la casa de los Ben Ezra, en Magdala. Un destacamento de diez hombres de la guardia personal de Herodes Antipas había llegado para ver a María. Los criados habían contestado que se había marchado y que ignoraban cuánto tiempo permanecería fuera y hacia dónde se dirigía. Los soldados habían registrado por todas partes y se habían marchado.
—Joaquín se ha equivocado —dijo Lázaro—. Ni siquiera Galilea es ya un lugar seguro.
—Lo importante —observó Jesús— es que el nido estaba vacío. De modo que no volverán.
—Pero ¿por qué se irrita ahora ese viejo parásito de Herodes? —clamó Lázaro.
—Sin duda, porque ha llegado a sus oídos el rumor de que María me salvó la vida con la complicidad de su madre. Aunque lo más probable es que se deba al temor a que mi regreso a Galilea provoque disturbios en su reino.
Los discípulos pusieron los ojos en blanco, de nuevo boquiabiertos; la estupefacción se podía ver pintada en sus rostros. Lo ignoraban todo sobre aquel asunto. ¿Que María le había salvado? ¿Y cómo? ¿Con la complicidad de la madre de Herodes Antipas? ¿Y cómo había que conciliar aquello con el hecho de que hubiera estado en casa de Dositeo antes de que hubiesen vuelto a verle? Estaban tan turbados que era mejor explicarles las cosas con sencillez.
—Ya veo que os preguntáis qué papel han desempeñado María, su hermana y su hermano en las semanas transcurridas —les dijo—. ¿Nunca os habéis preguntado, también, qué ocurrió durante los tres meses transcurridos desde mi crucifixión?
La pregunta pareció sorprenderles. Presas de la emoción de verle vivo, no se habían hecho preguntas.
—Creíamos que estabas con… en el Sheol —respondió Pedro.
—Pensábamos —prosiguió Juan— que habías subido al cielo.
—De modo que creíais que estaba con los muertos. Pero no había razón alguna para permanecer allí tres meses y regresar. Abandoné la tumba la misma noche que entré. Estaba herido y muy debilitado. Tenía que restablecerme en un lugar seguro, fuera del alcance de mis enemigos, y fueron María, Marta, Lázaro y otros los que, poniendo en peligro su seguridad, hallaron este lugar. ¿Habéis dudado alguna vez de mi naturaleza humana? Me habéis visto comer y beber con vosotros, me habéis visto dormir, montar en cólera y reír. Sé que os hacéis muchas más preguntas sobre mi naturaleza humana. Ya habéis comprobado que cojeo. Habéis visto también que me he afeitado la barba para no caer de nuevo en manos de mis enemigos.
Permanecieron pensativos.
—El espíritu divino está contigo —dijo Juan.
—Lo está ciertamente, puesto que ha querido que regrese para terminar mi tarea.
—¿Y el tal Dositeo? —preguntó Tomás.
—Es un compañero que tuve antaño, en Qumran. Allí aprendimos juntos a despojarnos del espíritu de lo inútil y a escuchar la voz en los Libros, a leer con los ojos del corazón y no con los del cuerpo.
Aprendimos también a desconfiar de quienes se presentan ante el pueblo como depositarios absolutos de las intenciones divinas. Ya os dije: la Ley no es nada sin la luz del espíritu. De lo contrario, permite a los malvados dormir en paz porque han llevado a cabo los ritos y tolera la persecución de los justos cuando han infringido la Ley sin mala intención. Fue entonces cuando los fariseos y los saduceos tuvieron miedo.
—¿Quién de vosotros no acudiría a rescatar a su ternero si se cayese en el foso un día de Sabbat? —recitó Juan.
Jesús sonrió. Eran, en efecto, las palabras que antaño había dirigido a los hipócritas.
—¿Por qué abandonaste Qumran, entonces? —preguntó Tomás.
¿Había sido necesaria la tumba para que se interrogaran sobre su vida?
—La mediación sagrada es esencial para el hombre, porque sin ella no es más que una morada oscura. Sólo el hombre que medita enciende sus lámparas. Pero el que sólo hace eso se entrega al egoísmo. La luz sagrada que ilumina su casa no brilla para los demás. En Qumran, reservábamos nuestras luces para nosotros. Dositeo y yo partimos de allí.
—¿Por qué no está con nosotros? —preguntaron casi al unísono Tomás y Bartolomé.
En realidad querían decir: «¿Por qué no es uno de tus discípulos?».
Jesús movió los hombros.
—Qumran no se fundó para formar a mis discípulos.
Evocó la sequedad cristalina del aire, el brasero metálico del mar de Sal, la estéril carne de las arenas. Allí, por primera vez, había visto los demonios: aquellos enanos raquíticos. Corrían por los rincones, incluso en pleno día, con su natural impudor. «Son sucios», le habían dicho los maestros, los que tenían la experiencia de la soledad. «Son los excrementos del alma y difuntos que no han conocido aún la luz». Así que corrían tras ellos gritando: «¡Luz!», y ellos huían y se desvanecían contra los muros. Al final, parecían haber aprendido a evitarle, y en cuanto se acercaba a ellos huían. Y sin embargo, había sido en aquel paisaje mineral del que la vida parecía haber sido expulsada donde había aprendido la transfiguración de la carne. La carne banal, miserable, despreciable incluso, la suya y la de los demás, se había convertido en un brasero de espinas secas semejante a la zarza ardiente. Podía arder con clara, crepitante llama y, ¡oh, milagro!, entonces purificaba el alma. ¡Sí, el sexo purificaba el alma! El cielo fluía sobre la tierra cuando el amor anulaba el egoísmo.
Advirtió que aguardaban el resto de su explicación.
—Dositeo considera que la Ley ya está abolida. En efecto, corre el riesgo de estarlo.
—¡Maestro! —gritó Pedro—. ¡Ese hombre es impío!
—Pedro, pero ¿por qué tu lengua es más rápida que tu cabeza? ¿Acaso no te he enseñado nada? ¿O debes hablar como los fariseos? ¿Es que no lo he dicho bastantes veces? Los guardianes de la Ley ya sólo custodian pergaminos. Custodian, sobre todo, los pergaminos que garantizan sus privilegios: el Levítico y los Números. Niegan a cualquiera el derecho a citar los Libros, como lo hicieron conmigo, y de celebrar la existencia de su Espíritu. Me recuerdan a aquel mayordomo de un rico propietario que al final se tomó a sí mismo por su dueño. Quiso desheredar a los hijos de su señor porque los consideraba indignos de él. Cuando su dueño le expulsó, le trató de ingrato, como los fariseos me tratan a mí de blasfemo. La Ley está en peligro, efectivamente, y he venido a completarla. No siento desprecio por Dositeo; es un hombre recto, ilustrado y ardiente. Él me recogió cuando mis heridas estaban aún abiertas. Podemos ser hermanos sin ser gemelos. El naranjo y el tamarindo pueden crecer juntos en la misma tierra.
—Se dice de él que es el Mesías y, sin duda, eso es lo que él da a entender —gritó Tomás—. ¿Cómo puedes decir que es un hombre recto? ¿Acaso el Mesías no eres tú?
—¿He sido ungido? —preguntó Jesús—. No me atribuyáis la calidad de vuestros deseos. Dositeo es el mesías de quienes le desean como mesías, pero yo no puedo ser mi propio mesías. Sólo puedo serlo por voluntad divina, como el pastor David se convirtió en rey por medio del profeta Samuel. Sólo soy el servidor de esa voluntad. Y esa voluntad es que he sobrevivido por el amor de los demás, no por la de ser rey y sumo sacerdote.
Volvió la cabeza hacia María, Marta y Lázaro.
Habían escuchado aquellas palabras inmóviles como estatuas. Todas las miradas se dirigieron a ellos simultáneamente. Casi se escucharon las preguntas que zumbaban, revoloteaban, giraban en el aire tornasolado de un huerto del mar de Galilea al sol. Pero ¿quién era entonces aquella gente que había tenido el inaudito privilegio de recoger a su maestro cuando había salido de la tumba? Y la pregunta más tenaz: ¿podía el amor terrenal conciliarse con el amor celestial?
Olvidaban que casi todos habían estado casados, a excepción de Juan y de Tomás.
Jesús recorrió con la mirada a la concurrencia. También él oía esas miserables preguntas, pero no había llegado la hora de responderlas.
El tercer incidente enojoso ocurrió al atardecer. El rabino Ragüel acudió a casa de Pedro. Era todo un acontecimiento. Ragüel nunca había ido a casa de Pedro; no iba a casa de nadie. Tenía que haber ocurrido algún acontecimiento excepcional para que se desplazara.
La suegra de Pedro le informó de que su yerno estaba en el huerto.
El rabino bajó los tres peldaños que conducían allí y miró a todo el mundo y todo el mundo le miró. A excepción de Pedro y de Andrés, no conocía a nadie. Pedro acudió presuroso a su lado y su mujer le presentó el pan, la sal y una jarra de vino. El rabino se sentó, partió el pan, mojó un simbólico pedazo en la sal, lo masticó y levantó los ojos hacia su anfitrión.
—El hecho de que haya venido a tu casa, Pedro, no significa que sepa lo que debo pensar. A mediodía, un emisario de Jerusalén ha llegado a mi casa, acompañado por un teniente de la policía del templo y cuatro hombres. Ha traído unos despachos del sumo sacerdote Caifás. Circulan unos sediciosos rumores, asegura, según los cuales el predicador Jesús ha abandonado la tumba y se ha manifestado en nuestra ciudad. Cree que son solo fábulas impías, pues nadie sale de la tumba. Me ha encargado que os convoque en la sinagoga a ti y a tu hermano Andrés para interrogaros, pues supone que sois los inventores de esas fábulas, ya que salen de Cafarnaum.
Un silencio pesado siguió a esas palabras.
—Te conozco y sé que no inventas fábulas —continuó Ragüel—; no creo tampoco que los muertos salgan de la tumba, y por eso no sé qué pensar. Ni qué hacer, por otra parte.
—¿Dónde está ahora ese emisario, rabino?
Era Jesús quien acababa de hablar.
—Está en mi casa, en mi morada. Y aguarda a que vuelva con Pedro y Andrés.
—No, iremos a decirle que venga.
María contuvo un grito. El rabino pareció sorprendido por la propuesta.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
—No tardarás en saberlo. Pedro, manda a Abel a buscar al emisario —dijo Jesús.
Abel corrió. Aguardaron. Ragüel contempló a Jesús, a quien antaño había visto predicar en Galilea, pero al que no reconoció. Sin embargo, un presentimiento agitaba su espíritu. Se plegó a la orden del desconocido y ya no apartó la mirada de él. La sinagoga no estaba lejos. Unos veinte minutos más tarde, Abel regresó seguido por un hombre al que Jesús reconoció en el acto: era el ujier del Sanedrín, un tal Malkiyya. Llegó con aire altivo, vagamente malhumorado, ofendido, ultrajado y recorrió con la mirada a la concurrencia. Luego se volvió hacia Ragüel.
—Rabino, te he encargado que convocaras a los llamados Pedro y Andrés, no que me lanzaras al polvo de los caminos.
Ragüel parecía confuso. La silueta del teniente de la policía del Templo quedó enmarcada en la puerta de la cocina, y distinguieron tras él a sus cuatro esbirros.
—Siéntate, Malkiyya —le dijo Jesús.
Malkiyya se volvió, estupefacto.
—¡Siéntate, ujier! —ordenó Jesús—. Has venido a buscarme, y me has encontrado.
—¿Eres Pedro? —preguntó Malkiyya sentándose.
—No.
—¿Eres Andrés, entonces?
—No.
—¿Con qué derecho…?
—Soy Jesús, Malkiyya.
Se levantó y se dirigió al ujier, que abría mucho los ojos.
—¿No me reconoces, ujier? —le soltó con una cólera contenida, mostrándole el anverso y el reverso de sus muñecas—. ¡Mira mis pies ahora! ¡Te lo ordeno!
Malkiyya se inclinó y reconoció las cicatrices de sus pies. Agitó las manos ante él, como si hubiera visto un espectro. Levantó los ojos hacia Jesús y reconoció la mirada. ¡La mirada! No, no había olvidado la mirada del condenado desde la tormentosa sesión del Sanedrín, aquella memorable vigilia de Pascua.
—¡No, Malkiyya, no soy un espectro! —Le agarró el brazo y lo sacudió—. Tócame, estoy hecho de carne y hueso, de esa carne y esos huesos que quisisteis destruir porque la voz que sostenían os asustaba, como te asusta ahora. ¿Recuerdas, Malkiyya, cuando Caifás vino a darme un bofetón y derramó tu tintero?
Malkiyya, con la boca abierta y los ojos cada vez más llenos de perplejidad, casi desorbitados, jadeaba, inclinando hacia atrás su torso por el espanto que el resucitado le producía. El teniente, estupefacto, observaba la escena como si fuese víctima de la impotencia.
—¿Me reconoces ahora, ujier? ¡Despierta!
Jesús propinó al ujier un bofetón que resonó en el aire vespertino.
Malkiyya lanzó un grito espantoso, un grito agudo de mujer martirizada. El teniente palideció. Recorrió con la mirada a los presentes; eran cinco hombres y había allí doce personas. A la menor alerta, no sólo aquellas personas sino también toda la ciudad se arrojaría sobre ellos. Y, sin duda, el rayo del cielo.
—¡No! ¡Piedad!
—¿Tuviste piedad de mí, ujier de Satán? En tu cobardía, has venido una vez más a perseguir a mis discípulos, ¿no es cierto? Querías detenerlos y llevártelos a Jerusalén, ¿no es cierto? Regresa ahora a Jerusalén y dile a tu amo Caifás que la venganza del Señor al que traiciona con cada aliento de su vida será espantosa. Que reducirá a polvo el templo en el que rinde su hipócrita devoción. Y que envidiará la suerte de los soldados muertos sin sepultura; él, Caifás, el sumo sacerdote de la mentira.
Malkiyya, con las manos tendidas, casi se había caído de su asiento. Junto a él, Ragüel, trastornado, mantenía los brazos cruzados sobre el pecho. Subidas a los peldaños, la mujer de Pedro y su madre, al igual que la sirvienta, atraídas por las voces del escándalo, habían apartado al teniente y los policías para observar la escena.
—¡Vete, sicario de pacotilla! Cuenta lo que has visto en Cafarnaum. ¡Diles que has visto a Jesús! Diles que has visto a esa leyenda que responde por Jesús. Que cada una de tus palabras sea un clavo en su carne pútrida. Arrepiéntete enseguida, pues no te bastará una eternidad para ello.
Malkiyya, despavorido, tomó los faldones de su túnica, lanzando unos grititos, y huyó corriendo por el huerto. El teniente de Jerusalén se lanzó al huerto, seguido por sus hombres. Al llegar ante Jesús, le miraron alucinados.
—¿Queréis detenerme? —les espetó con voz inflamada—. ¡Atreveos!
Retrocedieron lívidos y luego echaron a correr detrás del ujier.
Todo el mundo en el huerto permaneció inmóvil durante un instante: Pedro, Andrés, Juan, Santiago, Bartolomé, María, Marta, Lázaro, Abel, la mujer de Pedro y su madre, la sierva. Y Ragüel. Dos mundos habían entrado en colisión: el de la luz y la fe y el de los funcionarios obtusos, dispuestos a convertirse en torturadores. El primero había derrotado al segundo. Y de pronto, aquellos hombres se lanzaron hacia Jesús, le abrazaron, le cubrieron de besos. Suspiraban. Él jadeaba de cólera. Las mujeres sollozaban.
—¡La gloria del Señor! —gritó Ragüel gimiendo—. ¡La gloria del Señor!
Se arrodilló ante Jesús y lloró.
—¡La gloria del Señor!
—¡La gloria del Señor! —repitió Tomás con voz atronadora.
—De vosotros depende que triunfe la gloria del Señor —replicó Jesús—. Ragüel, ¿quieres cenar con un espectro?
Y ante la expresión atónita del rabino, Lázaro soltó una carcajada. Jesús sonrió.
A pesar de todo, era consciente de la gravedad de la situación. La tregua de la tumba se había roto: en una sola jornada, se habían reiniciado las hostilidades con los zelotes del sur, con Herodes Antipas y con el Sanedrín. Nada había cambiado desde su arresto y su crucifixión, sino más bien lo contrario: las actitudes se habían endurecido. Era evidente que Jesús era para ellos más peligroso después de haber resucitado que antes de la crucifixión.
El combate proseguía.