Los compañeros de Judas
La Sefela, el «país bajo», era rico en recuerdos para todo judío que tuviera en su memoria las lecturas del Libro. Situada entre el mar de Sal y la costa, flanqueada al norte por el valle de Ayalón, y al sur, por valles paralelos semejantes a los zarpazos de un león gigantesco, había sido escenario de las hazañas de Sansón contra los filisteos. Y era allí también donde Dios había detenido el curso del sol para permitir a Josué obtener una victoria total contra los cinco reyes que se oponían a su ejército.
Era también la guarida de los zelotes de Judea. De Gezer a Eglón pasando por Nahash, todos estaban en su casa. Hacía más de un cuarto de siglo, exactamente desde el censo ordenado por Roma en el vigésimo año del reinado de Tiberio[1], que organizaban la resistencia judía contra Roma. Esa era la razón por la que a veces les llamaban los hassinin armados.
De modo que la gente de la Sefela soñaba con llegar a rivalizar algún día con Josué y Sansón a la vez.
Las legiones de las águilas no se aventuraban de noche por los caminos de la Sefela; alertados de su presencia y conociendo sus inevitables pasos, los zelotes les tendían emboscadas prácticamente de forma regular, y muy a menudo terminaban mal para los romanos, pues sus enemigos conocían el terreno mucho mejor que ellos. Aparecían de pronto saliendo de los bosques y de la maleza, y cada vez conseguían derribar a cinco o seis paganos en el polvo de los caminos. No era cuestión de conceder a aquellos incircuncisos el derecho a gobernar un país judío. Ni la Procura, ni la escasa guarnición de Beth-Shemesh podían hacer nada: era imposible reconocer a aquellos bandidos, pues no llevaban signo distintivo alguno. Agricultores, pastores, artesanos o negociantes durante el día, resultaba imposible distinguirlos del resto de la población. Y los romanos, a fin de cuentas, no iban a exterminar a los habitantes de toda una región.
Al igual que los hassinin atrincherados a orillas del mar de Sal, los zelotes de Judea no sentían mucho respeto por el clero del Templo; francamente, lo execraban. En Jerusalén, los funcionarios encargados de recoger el tributo del Templo tampoco llevaban a la Sefela en sus corazones: era la región que enviaba el tributo más magro de Judea, hasta de Israel, incluyendo Galilea. Los rabinos de las pequeñas ciudades alegaban su pobreza, pero era bien sabido que aunque la mayoría de ellos siguiera fiel a la autoridad de Jerusalén, carecían de impulso. Y, sobre todo, la presencia de zelotes en las filas de sus ovejas no estimulaba su deferencia respecto al clero central, por decirlo suavemente. Todo el mundo podía comprobarlo cada año con ocasión de la peregrinación: los saduceos que componían la aristocracia clerical de Jerusalén consideraban a los patanes de la Sefela humanos de segunda clase, y estos se indignaban terriblemente al ver la fortaleza de los romanos, la torre Antonia, dominando el atrio del Templo y a los legionarios cruzando la Ciudad Santa como si estuvieran en su casa. ¡Y pensar que en la ciudad fundada por David se levantaban edificios paganos como un gimnasio y unos baños públicos, donde los hombres ofendían el pudor exhibiéndose desnudos!
En un cuarto de siglo de existencia los zelotes de la Sefela, al igual que los de las demás regiones, habían tenido tiempo de organizarse militarmente. Pero las armas de sus soldados, los iskarioths, es decir, los sicarios, eran simples: la espada corta que podían llevar bajo la túnica y, de vez en cuando, el hacha. Cada ciudad tenía su milicia, colocada bajo la autoridad de un comandante local, y todas las milicias estaban sometidas a un jefe único, misterioso, que solo conocían los jefes. Unos mensajeros, por lo general los propios hijos de estos últimos, aseguraban la relación con los zelotes de Perea y de Galilea, organizados del mismo modo. Además, en las ciudades de la Decápolis se creaban embriones de la milicia.
Algún día derribarían aquella abominación que era el aparato romano, junto con sus cómplices, los sacerdotes del Templo. Algún día restaurarían el poder de Israel. Correría la sangre: sería agradable al Señor. Los justos deben derramar la sangre impura.
Una semana después de la llegada de Jesús a Cafarnaum, un jefe zelote de la ciudad, Joaquín ben Joaquín, llegó a Geser, un burgo del norte de la Sefela. Aguardó a que cayera la noche y se dirigió a casa del jefe de la milicia local, un próspero agricultor llamado Simón de Josías. Su expresión dejaba adivinar la importancia de las noticias que llevaba; pero más revelador aún era el hecho de que Joaquín fuera el jefe de la milicia de Cafarnaum. Era algo inusitado; un jefe solo se desplazaba en persona excepcionalmente.
—El nazareno ha resucitado —dijo de un tirón—. Está en Cafarnaum con algunos de sus discípulos.
Simón de Josías frunció el ceño.
—¿Qué estás diciendo?
—Jesús el nazareno no murió. Salió de la tumba. Está en Cafarnaum.
—Nadie sobrevive a la cruz. Ese hombre es un impostor.
—No. El recibimiento que le hicieron sus discípulos muestra bien a las claras que es él, aunque se haya hecho irreconocible al afeitarse la barba.
Simón de Josías permaneció inmóvil unos instantes.
—Entonces, nada ha servido de nada —murmuró.
Su visitante sacudió la cabeza.
—No podemos decir eso. El movimiento popular que estuvo a punto de coronarle rey de Israel se vio derrotado. Y ahora él no puede volver a presentarse en público sin correr el riesgo de ser detenido de nuevo y, esta vez, ejecutado realmente. Pero ya conoces mi parecer, Simón, sobre este asunto: fue un error entregarlo al Templo. Ese hombre no era un enemigo. Era enemigo del Templo, y por tanto, nuestro aliado. Pero la decisión de entregarlo a la policía del Templo se puso en práctica en Judea, bajo tu autoridad.
—¡Otra vez con lo mismo! —exclamó Simón indignado—. Debo recordarte que ese hombre nunca dijo una palabra contra el ocupante romano. ¿Cuál es nuestra razón de ser? ¿Cuál fue la razón de ser de nuestros padres fundadores, si no expulsar a los romanos? ¿Debo recordarte, Joaquín, lo que pienso sobre Jesús? Ese hombre apartaba al pueblo de la revuelta con sus promesas de felicidad celestial. Ahora bien, el cielo debe estar aquí y ahora.
Joaquín no reaccionó ante las afirmaciones de su anfitrión. Las conocía. Habían sido objeto de muchísimas discusiones entre los zelotes de Galilea y de los de Judea. Una lechuza ululó.
—¡Hay que denunciarle de nuevo! —declaró Simón con fuerza.
—Está en Galilea —respondió Joaquín lentamente, como compungido.
—¿Y bien?
—Pues que está bajo la protección de los galileos. Dentro de poco, todo el mar de Galilea estará al corriente de su regreso. Si alguien se acercara a él con intenciones hostiles, sería despedazado por la población.
—Ve a matarle tú mismo.
Joaquín lanzó una fría mirada al jefe de la milicia de Geser.
—Al menos —prosiguió Simón con una risa sarcástica—, estaré seguro de que luego no irás a colgarte como el imbécil de Judas.
—Simón —declaró tranquilamente Joaquín—, no iré a matar a Jesús.
—¿Por qué?
—Porque no es nuestro enemigo.
—Mandaré a uno de mis hombres, entonces.
—No te lo aconsejo.
—¿Por qué?
—¡Jesús está bajo la protección de los jefes de Galilea! —exclamó Joaquín indignado.
—No solo habéis perdido la cabeza, sino que también habéis perdido de vista nuestros objetivos.
—Esa acusación acabará volviéndose contra ti, Simón. ¿Qué defendemos, si no Israel? ¿Qué es Israel, si no nuestra fe? Ese hombre es el renovador de nuestra fe.
Simón de Josías escuchaba aquellas palabras con aire obstinado.
—No vamos a reanudar esta discusión —repuso—. Entonces, ¿por qué has venido a avisarme de que ese hombre ha salido de su tumba?
—Porque lo habrías sabido antes o después y, conociendo la aversión que sientes por él, hemos decidido prevenir cualquier intervención por tu parte.
—¿Hemos?
—Nosotros. Todos los jefes de Galilea.
—¿Todos?
—Todos.
—¿Nos desafiáis?
—Tómalo como quieras.
Joaquín aguantó la mirada hostil de Simón. Las milicias de Galilea eran mucho más numerosas y fuertes que las de la Sefela. Una confrontación no interesaba a nadie, sobre todo a la milicia de Geser.
—¿Qué dice vuestro jefe Joda?
—Te estoy comunicando su postura, como puedes imaginar. Ya te lo he dicho: lo hemos decidido todos los jefes.
Una imperceptible mueca de contrariedad marcó los rasgos de Simón ben Josías; su mandíbula se hizo más pesada, y su frente, más arrugada.
—Pero ¿cómo se salvó ese hombre?
—Por una conspiración, al parecer. Permaneció en la cruz muy poco tiempo.
—¿Quién organizó la conspiración?
—No se sabe exactamente. Se dice que participaron uno o dos miembros del Sanedrín y también una mujer.
—Bueno. Supongo que ahora quieres dormir.
—Estoy fatigado, en efecto.
—Ocuparás mi habitación.
Joaquín inclinó la cabeza.
Durmió con un ojo abierto y la daga a su lado. No le habría extrañado demasiado que Simón ben Josías hubiera intentado matarle durante la noche, para poder afirmar que no había sido informado de nada. Aquel Simón era tan obstinado como violento. No había forma, pues, de cambiar su opinión sobre Jesús. Él creía que apartaba al pueblo de la lucha armada. A fin de cuentas, Simón era un hombre sincero.
Y al día siguiente, al amanecer, Joaquín recuperó con alivio su asno y se puso otra vez en camino.
—¿Se puede saber qué estás mirando de ese modo desde hace un rato? —preguntó Pilatos a Crátilo, asomado a la ventana que daba al gran patio del palacio hasmoneo.
—Hay una sesión del Sanedrín —replicó el cretense.
—¿Y qué?
—Pues que allí estarán los dos hombres que participaron en la conspiración para salvar la vida de Ieshu —respondió Crátilo, volviéndose hacia su amo.
Pilatos levantó las cejas. El mensaje de respuesta a la solicitud de investigación del Senado ya se había emitido. Unos partidarios de Ieshu habían robado su cuerpo de la tumba y ese era el origen de la fábula que agitaba a cierto número de judíos, eso era todo. Una vez redactada y enviada la respuesta al Senado, a Pilatos no le preocupaban lo más mínimo todas aquellas historias de supersticiosos. La mera alusión a Ieshu le causaba molestias. ¡Maldito Oriente y sus fantasmagóricas religiones!
—Señor —prosiguió Crátilo—, el asunto tiene implicaciones más profundas de lo que parece. Para que dos miembros de ese tribunal hayan tomado la iniciativa de salvar a Ieshu, y para que la supervivencia de ese hombre siga agitando tanto a algunos judíos de Roma como a la gente del Templo, como hemos visto, es preciso que el envite sea importante. Ni tú ni yo conocemos ese envite.
Pilatos escuchaba a Crátilo con atención; la experiencia le había enseñado que, aunque no lo pareciera, aquel joven enclenque era astuto. Natural de una isla que trataba, desde hacía mucho tiempo, con Asia Menor y Oriente, y en la que se hablaba a la vez griego, latín y arameo, tenía una intuición de la región de la que carecían los romanos.
—A mi entender —concluyó Crátilo—, ese envite interesa incluso al Imperio. Quisiera descubrirlo y hacer que te beneficiaras de ello.
Otra cualidad de Crátilo era su entrega en cuerpo y alma a la causa romana; los intereses de su dueño le importaban más que los suyos propios. Su vigilancia de hurón incluso le permitía, a veces, adelantarse a las circunstancias.
—¿Y entonces? —preguntó Pilatos.
—Entonces, quisiera hablar con uno de esos dos hombres.
—Otro día de ocio —dijo agradablemente Pilatos.
—Señor, desde que estoy a tu servicio, e incluso cuando no estaba ante tus ojos, no he tenido ni un solo día de ocio.
Pilatos sonrió; probablemente era cierto.
—¿Ni siquiera cuando pusiste a mi mujer en contacto con aquella intrigante de María?
—Señor, cuando al gato se le escapa el ratón, lo agarra por la cola.
Pilatos se echó a reír.
—Bien, haz lo que quieras.
La sesión del Sanedrín concluyó a la puesta del sol. Pilatos había ido a los baños. Crátilo se apostó bajo la columnata del patio interior de palacio y, tras haber soltado una moneda a uno de los criados de la asamblea religiosa de los judíos, hizo que le señalara al hombre que buscaba, José de Ramathaim. En efecto, él nunca le había visto.
Se trataba de un hombre imponente, sin duda; respiraba poder, prestigio y dinero. Con el pelo y la barba cuidadosamente afeitados y perfumados, un manto de fina lana y un majestuoso abdomen, se dirigía con algunos de sus colegas hacia la puerta que daba al puente del Xystus. Crátilo le siguió. Cuando José se hubo alejado de los demás, se acercó a él y lo abordó.
—¿José?
El otro volvió la cabeza con indiferencia.
—Soy un amigo de María de Lázaro.
José de Ramathaim redujo su paso, mirando al cretense con ojos penetrantes.
—Me llamo Crátilo. Yo puse en contacto a María con la esposa del procurador.
José se detuvo. Su interlocutor era, evidentemente, alguien bien informado.
—¿Cómo lo hiciste?
—Soy el secretario de Pilatos.
José se puso rígido.
—¿E hiciste eso?
—Lo hice.
—¿Por qué?
—Por el fervor de Prócula.
José intentó reconstruir la lógica de aquellas informaciones. La operación era ardua.
—¿Qué quieres?
—Una entrevista.
—¿A quién beneficiará?
—A mí. Tal vez a todos.
—¿A todos?
—A los judíos. A los romanos.
Era difícil concebir que algo pudiera ser útil a los judíos y a los romanos. José reanudó su camino, con el cretense a su lado. Luego se volvió para comprobar que estuviera solo. Crátilo vio en ello un buen augurio: aunque José no hubiera dicho ni una sola palabra durante el trayecto, el mero hecho de volverse para comprobar que no les seguían indicaba que se disponía a hablar. Llegaron al puente. Lo cruzaron y se encontraron al otro lado del valle del Tyropoeion. Estaban solos.
—¿Qué quieres saber? Tengo el tiempo contado.
—¿Por qué corristeis tantos riegos tú y los demás?
José inspiró.
—La persecución de ese hombre comenzó mucho antes de su arresto. Era odiosa. La justicia no sólo hiere el corazón de las víctimas, sino también el de los testigos. De algunos testigos, en todo caso. Los sacerdotes odiaban a ese hombre sin más razón que el miedo, porque le tenían miedo. ¿Y qué predicaba? La caridad, el perdón, la acogida. Y por encima de todo, la presencia del Señor en los corazones. Ahora bien, los sacerdotes, los fariseos y los saduceos se sentían desposeídos. Nunca habían predicado esas cosas. Sólo predicaban la Ley, de la que se decían depositarios y que interpretaban a su manera, en tono sentencioso. No eran hombres de corazón sino magistrados. Y administradores, aferrados a sus posesiones, a sus privilegios, a sus túnicas con campanitas, a sus joyas, a los obsequios reglamentarios que se les hacían según la Ley. Y él predicaba también la pobreza…
Había hablado de un tirón, en un tono intenso. Se sobrepuso y miró ante sí el valle que se llenaba de sombras.
—Tal vez los sacerdotes se alarmaron como nunca al comprobar que Jesús era querido. La gente le quería como a un hermano y, fuera a donde fuese, sobre todo en Galilea, se formaban grupos. Le invitaban y él acudía, comía y bebía riendo. Hacía prodigios, pero era humano, mientras ellos desprendían altivez e inquietud. Siempre hay tributos que se rinden con retraso y ellos no vacilaban en reclamarlos. «Me debes harina, me debes aceite, me debes hilados de lino…». Y siempre la sospecha: «¿No te vieron un día de Sabbat lavando ropa? ¿Ordeñando una cabra?». Jesús, en cambio, no preguntaba nada y no hacía reproches. Éramos numerosos, pues, quienes reprobábamos aquel odio del clero, los grotescos chismes que se decían sobre él…
—Pero no intervinisteis para salvarle —observó Crátilo.
—No, lamentablemente. A la hora de actuar, cuando fue necesario probar las convicciones, el respeto por la Ley, el temor a Caifás y a su terrible suegro, Anás, y también el miedo al qué dirán obligaron a la gente al servilismo. Si no hubiera sido por aquella mujer…
—María ben Ezra.
—María ben Ezra, sí, estás bien informado. Si ella no hubiera tenido la loca audacia que demostró, el cadáver de Jesús estaría desecándose sobre la piedra del sepulcro.
Siguió un silencio.
—Me has preguntado por qué corrimos tantos riesgos. No teníamos todos los mismos motivos. Había otro hombre…
—… Nicodemo.
—Nicodemo. Él y yo estábamos entre los pocos miembros del Sanedrín que habíamos votado contra la sentencia de muerte. Pensábamos que Jesús era el hombre que podía asegurar el renacimiento de nuestra fe, ya que se encuentra en peligro. María ben Ezra, por su parte, estaba apasionadamente enamorada de Jesús. No le preocupaba el destino de nuestra religión, y sigue pensando sin duda que Jesús es un profeta y está poseído por el espíritu divino, pero ella le ama como una mujer… ama a un hombre. Los sentimientos de Marta y de Lázaro, que no conozco, sin duda no deben de ser muy distintos.
—¿Es María la esposa de Jesús?
—No sé nada de eso —respondió José en tono reservado—. No es cosa mía.
—¿Y Lázaro?
—Jesús lo arrancó de la tumba. Es razón suficiente para que Lázaro sienta por él una devoción absoluta. Desde entonces, siguió a Jesús por todas partes. Participó en la comida de Pascua con los discípulos y estuvo presente en el arresto de Jesús en el monte de los Olivos.
José se interrumpió. Caía la noche. Los pájaros llenaban el aire con sus querellas, y cada uno buscaba una rama donde pasar la noche. Los perfumes del enebro y las malvarrosas llenaban el aire con los vahos del crepúsculo.
—Fuimos varios —prosiguió José— los que nos rebelamos contra el arresto de Jesús y su condena por el Sanedrín. Pero ¿qué podíamos hacer? Sus discípulos eran impotentes, vigilados todos por la policía del Templo. Y nosotros no podíamos invertir una sentencia del Sanedrín. Cuando la sentencia fue dictada, se supo en todo el palacio hasmoneo, y una hora más tarde, en todo Jerusalén. Había una muchedumbre en el patio, pese a lo tardío de la hora. Los criados del tribunal conocían los nombres de quienes se habían pronunciado contra la sentencia, entre ellos el mío. Uno informó a María. Ella me aguardaba en la puerta. Vino a verme y me hizo una proposición extraordinaria: sobornar a los legionarios que se encargaran de la crucifixión, en el Gólgota. Era una idea tan descabellada que no pude decir ni sí ni no.
José se interrumpió de nuevo. Unas luces brillaban en las casas de Jerusalén, al otro lado del puente.
—Ella aseguraba que era el único modo de salvar a Jesús, a menos que Pilatos consiguiese cambiar la sentencia del Sanedrín. Estaba en un estado de angustia tan grande que temblaba. Pero mantenía el juicio plenamente. «Lo pagaré todo», decía. Se necesitaba, en efecto, dinero para sobornar a los legionarios, que en total eran seis. Pues bien, su familia es rica. Su padre había estipulado en su testamento que, incluso después de su muerte, el tributo que rendía al Templo siguiera pagándose, y es uno de los más importantes tributos privados. De modo que ella llevó consigo una bolsa llena de oro y plata. Nicodemo, que había votado también contra la sentencia, estaba junto a mí. Le expuse el proyecto de María. El tiempo apremiaba. Nicodemo dijo que incluso si no estábamos seguros de que el plan tuviera éxito, no nos reprocharíamos no haberlo seguido durante el resto de nuestras vidas. Así que adoptamos el plan.
—¿De qué se trataba?
—De retrasar lo máximo posible la hora de la ejecución, para que el suplicio fuera lo menos penoso posible, y evitar, sobre todo, que las tibias de Jesús fueran quebradas, lo que habría hecho mucho más dudosa su supervivencia. Luego debíamos preparar un refugio donde pudiéramos llevar a Jesús si conseguíamos arrancarlo vivo de la cruz y de la tumba.
—Pero ¿para qué te necesitaba María?
—Era necesario un hombre que sobornara a los legionarios.
—¿Y lo hiciste?
—No. Mi hijo. Una vez que aceptamos el plan, María me dijo: «¡El cuerpo, José! ¡El cuerpo! ¡Hay que evitar que se apoderen del cuerpo!». Tenía razón y lo había previsto todo. De modo que fui a comprar un sepulcro nuevo en el monte de los Olivos. Si Jesús era descendido vivo de la cruz, le dejaríamos descansar unas horas allí y luego iríamos por la noche a sacarlo para llevarle a un destino seguro.
—A la mañana siguiente —concretó Crátilo—, después de vuestra sesión, hizo que me llamaran a la Procura. Me pidió que interviniera ante Prócula para que obtuviese de Pilatos la anulación de la sentencia del Sanedrín. Me rogó que hiciera llegar a la esposa de Pilatos un soberbio anillo adornado con un rubí. Pero con Prócula la causa estaba ya ganada. Me pidió que devolviera el anillo a María y que le dijera que había defendido la causa de Jesús ante su esposo. Pero Pilatos no pudo cambiar la sentencia, pues Caifás organizó una manifestación ante la terraza exterior del palacio.
—¿De qué te conocía? —preguntó José.
—Me había visto al lado de Pilatos. Me dijo que sabía descifrar los rostros y que había visto que yo era un hombre bueno. Lo cierto es que se necesitan agallas para atreverse a realizar esa gestión. Me conmovió.
José inclinó la cabeza.
—¡Qué mujer! —dijo, sin poder contenerse.
—¿Cómo logró captar para su causa a la madre de Herodes Antipas? —quiso saber Crátilo.
—Maltace, la madre de Herodes Antipas, ya era partidaria de Jesús. Conocía efectivamente, por medio de Juana, la propia esposa del chambelán de su hijo, Cusa, las enseñanzas de Jesús. Detesta a los sacerdotes del Templo, a los que acusa de haberse doblegado cobardemente ante todos los horrores de los herodianos. Vive en Jerusalén, de modo que fue informada de la sentencia del Sanedrín al poco tiempo. Ignoro cómo se conocieron las dos mujeres. Pero finalmente se unieron en la conjura. La madre de Herodes Antipas sentía por Jesús una veneración tanto mayor cuanto que éste había sido discípulo del Bautista, decapitado por los manejos de Herodías. Y desde entonces, Maltace detesta a Herodías. La trata de puta ante todo el que quiera escucharla.
La noche envolvía a los dos hombres. Crátilo se embozó en el manto para protegerse del fresco. No pareció que a José le molestara.
—¿Quieres saber algo más? —preguntó José.
—Sí. Me has dicho que tus motivos no eran los mismos que los de María de Lázaro. ¿Cuáles eran?
—Somos un pueblo muy antiguo, pero nuestra religión está en gran peligro —replicó José con voz soñadora—. La religión de la gente del Templo, saduceos y fariseos por igual, no responde ya a las necesidades del pueblo, tanto el de Galilea como el de Judea. El clero de Jerusalén forma una casta que parece indiferente a las necesidades del resto del país y preocupada sólo por sus privilegios, tal como se prescribe en uno de los cinco Libros sagrados, el Levítico. Parece indiferente al hecho de que nos hayáis ocupado. Parece indiferente al hecho de que haya dejado que Samaria se desprenda de Israel por culpa de su torpeza.
—Tampoco parece que los miembros del clero sean santos de tu devoción.
—¡No! —repuso José con fuerza—. Son altivos, rígidos y, sobre todo, carecen de inteligencia. Muchos judíos piensan como yo. Y hace casi dos siglos que los judíos más audaces claman su desaprobación, con violencia a veces. Algunos de ellos, que consideraban y siguen considerando al clero de Jerusalén una abyección, se retiraron a orillas del mar de Sal para aguardar allí el fin del mundo. Hace veintisiete años, otros decidieron tomar en sus manos el destino de un pueblo abandonado por sus jefes. Son los zelotes. Ellos matan a vuestros soldados. Nosotros, en Jerusalén, ignoramos quiénes son sus jefes. Sólo sabemos que los tienen y que nos detestan. Son bandoleros. Puede que no lo sepas, pero aquel Judas que traicionó a Jesús era uno de los suyos. ¿Comprendes por qué está en peligro nuestra religión?
Crátilo inclinó la cabeza. José se calló; cualquiera hubiese dicho que había desaparecido, fundiéndose en la noche.
—Jesús —prosiguió— predicaba una religión que no es sólo la de la Ley sino también la de la fe. Realizaba prodigios. El pueblo le escuchaba. Se disponía incluso a coronarlo rey y a proclamarle Mesías. El Sanedrín tuvo miedo temiendo una revuelta y, sobre todo, el fin de su existencia. Ya sabes lo demás. Haz buen uso de lo que te he dicho.
Presintiendo el final de la entrevista, Crátilo se apresuró a preguntar:
—¿Dónde está ahora?
—Eso sólo interesa a sus enemigos, de modo que te diré que no lo sé. Pero puedo asegurarte que mañana estará en todas partes.
Parecía cansado. Desapareció en medio de la oscuridad. Crátilo permaneció solo en el puente. Pensó en María, que había organizado y llevado a cabo la conjura.
En efecto, ¡qué mujer! No sólo había salvado de la muerte a Jesús sino que, además, lo protegía en su misterioso retiro. Y es que, aparentemente, nadie había visto aún a Jesús vivo a excepción de algunos íntimos.