10

«¡Lanzad vuestra ancla al cielo!»

Quehat, el rabino de la sinagoga de Cafarnaum, aquel gran edificio de piedra negra que se veía a lo lejos, desde el mar, era un hombre franco. Que tuviera corazón no implicaba que se inclinase a los vagabundeos del espíritu. Eran precisos hombres como él para afrontar las preguntas de los galileos de la ciudad, pescadores y campesinos a quienes las labores del mar y de la tierra no disponían, precisamente, a la finura de las interpretaciones que podían hacerse de la ley en Jerusalén. En cambio, siendo natural de Galilea, evitaba asustarles con los excesivos rigores de la Ley. A fin de cuentas, esas personas ya no eran hebreos en el desierto, y sabía que si hubiera aplicado todas las prescripciones del Levítico, ellos habrían desertado y habrían adoptado las religiones sin mandatos de los sirios y los fenicios, mucho más flexibles, con aquellas Ishtar y aquellos Baal que se acomodaban muy bien a las transgresiones. Los denarios del Templo se hubieran resentido. Quehat era, pues, un hombre moderado.

Dos días después de la llegada de Jesús a la ciudad, su mujer le informó de que corría un rumor según el cual el predicador que había sido maestro de dos pescadores, Pedro y Andrés, y al que habían crucificado en Jerusalén justo antes de Pascua había resucitado.

En otra época, Quehat había ido a escuchar a Jesús cuando pasó por Cafarnaum. Para no hacerse una idea superficial del hombre que atraía a las multitudes de la región, se había unido a la muchedumbre que había seguido a Jesús hasta una colina, no lejos de Cafarnaum. También él había sido sensible al carisma del hombre y, sobre todo, a su elocuencia, en la que apreciaba el ingenio poético del tisbita Elías. Había reconocido también la inspiración de Jesús: era un deuteronomista de la nueva tendencia, para el que la calidad era la mayor virtud, y que relegaba a un segundo plano todos los códigos, no sólo los del Deuteronomio sino también, y sobre todo, los del Levítico. En realidad sólo era fiel al Deuteronomio en la preparación de los corazones.

Por esa razón, Quehat se abstuvo tanto de hacer alabanza de Jesús como de criticarle. Ignoraba las causas exactas de la condena impuesta por el Sanedrín en Jerusalén, y deploraba tan severa pena, la pena capital, pero ¿quién era él para discutir abiertamente las decisiones de los sabios de Jerusalén? Sin embargo, el rumor que su mujer le había comunicado le contrarió. Aunque sólo fuera una fábula nacida de la ordinaria locura de las almas simples, lo cierto era que circulaba; es decir, que alguna gente conservaba un tenaz recuerdo de Jesús y de su enseñanza.

—Mujer, era un hombre como yo, le vi. Los humanos no resucitan.

—No he dicho que hubiera resucitado, te digo que se comenta por ahí —se apresuró a responder la esposa de Quehat—. Y también, que lo han visto en la ciudad.

—Pues bien, abstente de repetirlo. El silencio es purificador.

Resultó que aquella noche un sacerdote del Templo, llegado para discutir sobre el tributo anual, cenaba en casa de Quehat. El rabino y el emisario intercambiaron noticias de sus ciudades.

—Corre un rumor por Jerusalén —declaró el emisario—, y al parecer ha llegado incluso hasta nuestra colonia de Roma. Según se dice, el nazareno Jesús, aquel que hicimos crucificar por el procurador Pilatos antes de Pascua, con dos zelotes, habría resucitado. Y todo porque encontraron su tumba abierta y vacía pocos días después de haberle depositado en ella.

—¿Estaba vacía la tumba? —preguntó Quehat, sorprendido.

—La explicación me parece evidente: sus discípulos robaron el cuerpo de allí para hacer creer que había salido vivo. Supongo que algún impostor ocupará su lugar.

La brisa hizo temblar las lámparas colgadas de los muros. ¿Debía informar o no al emisario de Jerusalén?

—Sí, un rumor semejante ha corrido también por aquí —declaró con voz átona.

—¿Aquí?

—Sin duda lo habrá traído algún viajero —respondió Quehat, que había advertido el interés de su huésped.

—¿El mismo rumor?

—Alguien, cuya identidad desconozco, ha afirmado que el tal Jesús resucitado había pasado, incluso, por Cafarnaum. Pero, como te podrás imaginar, de haber sido así (y que el Señor aparte mi lengua de las fábulas), se habría sabido. Perdóname, pero no creo en las resurrecciones.

—Yo tampoco —concluyó el sacerdote.

Al regresar a Jerusalén, el sacerdote informó a Caifás del rumor de Cafarnaum. Caifás mandó a su ministro para todo, Gedaliah, con el fin de que se aclarase el asunto. Gedaliah, a su vez, envió a Saulo. Éste se encogió de hombros.

—Al parecer, los discípulos de Jesús se han replegado todos a Galilea, y allí hacen correr esas fábulas. Lo esencial, si permites que te dé mi opinión, es que no corran por Jerusalén.

Se guardó mucho de evocar la conspiración de la que había hablado pocas semanas antes con Gedaliah. Uno y otro, tácitamente, habían concluido que hasta disponer de más información, el cuerpo de Jesús había sido robado, sin duda, por unos partidarios, pero era más que dudoso que el nazareno hubiera sobrevivido. El hombre de confianza del sumo sacerdote meditó sobre la opinión de Saulo e inclinó la cabeza.

—Esperemos que estos rumores se precisen o se disipen —dijo—. Velemos, sin embargo, para que no se extiendan por Jerusalén.

A Saulo le agradó que no le enviasen a Galilea. Sabía el recibimiento que se le reservaría. Sin embargo, la información de Gedaliah no cayó en saco roto; el amor propio había transformado su investigación en un asunto personal. Lo malo era que no disponía de ningún indicio sólido. La víspera aún creía que podría interrogar a los legionarios que habían hecho guardia en el Gólgota el famoso día que Jesús había sido crucificado. De modo que había acudido a la torre Antonia, con la esperanza de conocer por lo menos sus nombres. Había topado con el teniente de la guardia, que le había comunicado una negativa formal. No se admitía nunca ningún interrogatorio de un militar de la guarnición romana sin autorización expresa del procurador.

—Soy romano —había dicho Saulo.

—Pero no eres militar.

No se trataba, evidentemente, de que Pilatos le concediera esa autorización, puesto que le había apartado de sus servicios. Pero ¿por qué lo había hecho? Sospechó de aquel gusano cretense de Crátilo. Pero los hechos eran los hechos: se hubiera dicho que una vasta conspiración le mantenía al margen de cualquier fuente de información. La rabia le invadía.

Jesús no tuvo que aguardar mucho tiempo a que regresaran Pedro y Andrés: partieron por la mañana y regresaron al anochecer. Por su aspecto desolado, adivinó el fracaso.

—Les habéis encontrado —dijo— y no han querido creeros.

—Maestro, no era fe lo que nos faltaba… Estaban con Bartolomé. Los tres han afirmado que habíamos perdido la razón con el humo del cáñamo o con las setas. Les hemos suplicado que vinieran, pero se han negado. Bartolomé nos ha injuriado y acusado de impiedad.

—Muy bien —respondió sin emoción—. Entonces iremos nosotros a verlos.

Cuando llegaron a Betsaida, Juan, Santiago y Bartolomé se habían hecho a la mar.

Jesús, Pedro, Andrés y Abel —pues el hijo de Pedro había querido unirse a ellos; ni los propios arcángeles le hubieran disuadido de ello— fueron a comer pescado de la víspera a casa de un posadero mientras aguardaban su regreso.

—Toda criatura del Señor es como la flor que se vuelve hacia la luz —dijo Jesús, dirigiéndose a Abel—. Pero el demonio está reservado para el hombre. ¿Os habéis fijado en que la naturaleza se adormece cuando la luz del Señor se apaga? ¿Y en que sólo el hombre vela hasta mucho después? Sus miserables luces, sus lámparas, sus velas y sus fuegos, que debieran servir para celebrar la luz celestial, sirven de hecho para atraer al demonio y sus legiones. Acuden entre los vapores del alcohol para convencer a la criatura humana de que la luz está destinada a iluminar su gloria. ¡Su lamentable gloria! ¿Y habéis advertido con qué poca frecuencia se dicen palabras luminosas a la luz de las velas? Y es que el demonio embota los cerebros. Despierta el reptil que hay en ellos. La vanidad, la locura del lucro, el deseo del estupro, el odio a los demás, que se convierten en rivales, el miedo.

Abel alargó los brazos hacia él. Jesús tomó sus manos y le habló directamente.

—El hombre se vuelve grosero lejos de la luz. He venido a vosotros para traeros la luz del Señor que tantas palabras había ennegrecido. ¿Lo recuerdas, Pedro? ¿Y tú, Andrés? Los sacerdotes se interpusieron entre el Señor y sus criaturas y llenaron el aire con sus palabras. Y las criaturas son débiles, creyeron que las palabras seguían conteniendo el espíritu, como el borracho cree que el vaso equivale al vino. ¿Qué he venido a traeros, Pedro? ¿Lo sabes tú, Andrés? ¿Y los demás?

—La luz.

—No sólo eso, también la alegría. Vuestro Padre no es un Padre de las tinieblas, sino el Padre de la Luz. Es la vida y, por lo tanto, es la alegría.

—¿Por qué te crucificaron? —exclamó Abel, con lágrimas en los ojos—. Eres la vida. ¿Por qué crucificaron a la vida?

—La muerte atrapa al vivo —respondió Jesús—. Mucha gente empieza a morir aunque parezca viva. Restringir, apretar, atar, dominar, momificar, eliminar del mundo todo lo que no sea como ellos. Eres joven, Abel: aprende a medir la muerte que anida en un ser por su voluntad de dominar.

El silencio envolvió la pobre mesa que compartían, a los comensales, al mundo entero. El brillo del mar de Galilea palpitó en la penumbra del albergue. Los rostros de Pedro y de Andrés se iluminaron y recuperaron su ligereza de antaño. El de Abel, dirigido hacia Jesús, fulguró más que los otros. No tenía infamias que reprocharse; pareció moldeado con luz ambarina.

—Los fariseos te habían perseguido y tú les habías insultado. No sentíamos ternura por los fariseos, pero no comprendimos realmente el objeto de los reproches que les hacías —declaró Pedro.

Era la primera vez que se expresaba desde que había encontrado a Jesús en la playa.

—También ayer nos hiciste reproches —prosiguió Pedro—. Pero piénsalo: ¿quién de nosotros posee un ápice de tu poder? ¿Cómo podíamos pretender retomar tu antorcha? ¿Qué éramos cuando te crucificaron? Ovejas privadas de su pastor.

—Habéis olvidado que también el Espíritu Santo os protegía.

Los olores a ajo, cebolla y pescado frito les abrieron el apetito. Comieron. Puesto que hacía calor, también bebieron en abundancia. El aire, en efecto, estaba muy caldeado y la brisa era suave o nula. El mar de Galilea parecía una charca de estaño ligeramente ondulada.

Desde la ventana del albergue vieron acercarse una barca, cuya vela colgaba tanto que los pescadores se habían convertido en bateleros y remaban con firmeza en el agua que parecía metal fundido. Un hombre cargaba la inútil vela.

—Creo que es Juan —exclamó Andrés.

—¡Qué pronto regresa! —afirmó Abel, extrañado—. Y sin embargo, el sol está alto todavía.

—Con este calor, escasean los peces.

—Sí, son Juan y Santiago. Y Bartolomé, los reconozco.

A pocos pasos de la orilla, los remos describieron un gran arco y a continuación se alinearon en los costados de la barca, como las alas de un pájaro al posarse. Tres hombres saltaron al agua. Sus torsos desnudos chorreaban sudor. Desde la distancia, se les veía jadear. Se pasaron una calabaza, bebieron a chorro y se secaron la frente. Luego vararon la barca. Jesús se levantó y salió tras haber pedido a sus compañeros que le aguardaran en el albergue.

Se dirigió hacia los tres hombres. Les reconoció sin esfuerzo. Juan, de dieciocho años, delgado y vigoroso, con el gesto vivaz. Santiago, de veintidós, apenas más fuerte que su hermano, con el ademán algo más reflexivo. Los hermanos Boanerges, los Hijos del Trueno. Bartolomé, de veinte o veintiún años, antiguo leñador que sin duda se había unido a Juan y Santiago para no quedarse solo. Sintió una punzada en el corazón. Era como si estuviese realmente muerto y regresara a la tierra para visitar a quienes había amado. Sabía que se iba a llevar un disgusto, pero no tenía elección. Contempló las redes que traían; algunas tencas, una pequeña carpa y un mediocre lucio. Resultaba extraño que aquellos peces no se hubieran escabullido a través de las mallas.

Profundamente malhumorados, apenas levantaron hacia él los ojos.

Contempló la red; era cuadrada, no lo bastante profunda, medía menos de dos codos. Con aquella temperatura canicular, la mayoría de los peces bajaban hacia las capas más frescas.

—Hubierais necesitado un trasmallo —dijo.

—¿Para qué? —preguntó Juan, levantando la cabeza.

—Para llegar más profundo. Cuando hace calor, los peces se refugian en aguas más frías.

También Santiago levantó la cabeza.

—No tenemos trasmallo —soltó, con cansancio.

—Si atáis tres codos de cuerda con algunos aros, os servirá.

Los tres se incorporaron y le miraron pasándose la mano por el torso, con aire burlón.

—¿Eres pescador?

—Sí.

—¿Dónde está tu barca?

—No está aquí.

—Para hacer lo que dices, tendríamos que ser cuatro —aseguró Santiago, con aire impaciente—. Un hombre a cada extremo de los dos aros. A menos que quieras echarnos una mano…

Era un desafío.

—De acuerdo. Tenéis cuatro horas, hasta que se ponga el sol, para traer las redes llenas.

Juan le miró con atención.

—Eres galileo, ¿no?

—Sí.

—Entonces, vamos —interrumpió Bartolomé—. La verdad es que no podemos regresar con las migajas que hemos recogido.

El agua estaba tan tranquila que ni siquiera habían lanzado aún la piedra de ancla. Tiraron en un cesto los pocos pescados que habían cogido y recogieron la red hacia la barca.

—Vas a tener calor —observó Juan.

—En efecto.

Se quitó la túnica procurando que la cicatriz del costado quedara oculta en los pliegues de la piel y se quedó, como ellos, en calzas. Solo se quitó las sandalias cuando estuvo junto al agua, y saltó a la barca en primer lugar. Hacía algún tiempo que no realizaba esfuerzos; advirtió que no estaba demasiado mal. Ellos empujaron la barca y saltaron luego a su interior. Bartolomé y Santiago tomaron los remos.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Juan.

—Creo que tengo más experiencia que vosotros —respondió sonriendo.

Se felicitó por haberse puesto los brazaletes de cuero que ocultaban las cicatrices de las muñecas.

—¿Cómo te llamas?

—Emmanuel. No es necesario ir más lejos —aconsejó a Santiago y a Bartolomé al cabo de un rato. Metió los pies bajo la túnica, que había dejado hecha una bola, y aspiró el olor familiar de la madera caldeada por el sol y de las escamas de pescado arrojadas aquí y allá.

Santiago y Bartolomé dejaron los remos y los cuatro pusieron en práctica el consejo de Jesús. Para ello tuvieron que cortar una cuerda. Jesús utilizó el cuchillo que llevaba al cinto. Era el primer gran esfuerzo que hacía en casi tres meses. Temía sentirse débil, pero no fue así; tenía las articulaciones restablecidas casi por completo. Ataron los cuatro pedazos de tres codos a los extremos de los aros y arrojaron la red al agua. Una leve corriente les hizo derivar hacia Betsaida. Luego se levantó la brisa.

—¿Pongo la vela? —preguntó Bartolomé, sin dirigirse a nadie en particular.

Santiago consultó a Jesús con la mirada.

—El viento se levantará en unos momentos. Va a llevarnos hacia la orilla. Izaremos entonces la vela. Mientras, será mejor que vayamos a remo hacia el centro del lago. Nos dejaremos llevar para regresar.

Santiago y Bartolomé tomaron de nuevo los remos. Jesús advirtió que Juan le miraba a hurtadillas.

—Creo que conozco tu voz —dijo.

—Es posible, yo también creo haberos visto a los tres. Todos los pescadores se conocen.

Al cabo de un momento, Santiago declaró con voz cansada:

—¡Está duro!

—¡Se inclina a popa! —exclamó Bartolomé.

—¡Tira, se inclina! —gritó Juan, poniéndose en pie de un brinco.

—Largad ahora la vela —dijo Jesús.

Santiago se apresuró a levantar su remo. Durante unos minutos, la agitación se apoderó de los tres jóvenes. Jesús agachó la cabeza para que la verga pudiera pasar y se volvió a popa.

—Dentro de poco habrá que subir la red.

—¡Sí! —gritó Juan, excitado—. ¡Es preciso que la subamos enseguida! ¡La echaremos una vez más!

La leve brisa agitó por fin la vela. Se apostaron a popa para tirar de las cuerdas, y su peso, sumado a la tracción de la red, hizo que la embarcación se inclinara peligrosamente a popa y que la proa se levantara en el aire.

—¡Agachaos! —gritó Jesús.

Era más arduo, pero menos peligroso, tirar en esa posición. Chorreando sudor, consiguieron subir por fin la red por encima del agua. Estaba llena a reventar. Varios peces escaparon de un brinco. Los cuatro por poco no bastaron para subir la pesca y hacerla caer por encima de la borda, tropezando, resoplando, maldiciendo, jadeando, con los músculos tensos al máximo. Finalmente, la red estuvo a bordo como una masa saltarina. Soltaron la captura. Juan se dejó caer sobre la banqueta de popa resollando.

—Creo que basta por hoy —dijo Bartolomé—. ¡Estoy molido!

También Jesús se había sentado, junto a Juan, y recuperaba lentamente el aliento mirando su sudor que caía en la madera.

—Estabas en lo cierto… —comenzó Juan.

Luego su mirada se posó en el pie de su vecino. Inmediatamente quedó cubierto de sudor, que le caía a chorros. Cualquiera hubiera dicho que había metido la cabeza bajo una fuente abierta. Petrificado, observó a Jesús; tenía una mirada sabia que lo sabía todo. La única mirada en la tierra que era, a la vez, implacable y tierna. Se inclinó y contempló el pie. Lo tocó, y luego acarició el otro pie. Cayó en brazos de Jesús, envuelto en sollozos. Jesús puso una mano en su cabeza. Aunque todo había terminado, Juan iba a sollozar largo rato. Jesús dejó que llorase. El dolor manaba, de modo que había existido.

Santiago se había vuelto para pedir ayuda, cuando presenció la escena. En un principio no comprendió lo que ocurría. Luego Bartolomé vio también el extravagante espectáculo de Juan, que sollozaba con el torso derrumbado sobre las rodillas de un desconocido que le acariciaba la cabeza.

Estaban en pleno mar de Galilea. Acababan de hacer una pesca extraordinaria. ¿Qué pasaba entonces?

Santiago y Bartolomé avanzaron, huraños, hacia Juan y el desconocido. La barca derivó.

—¿Qué ocurre…?

También Santiago había visto los pies de Jesús.

—Que alguien tome el pasador —recomendó Jesús—, estamos derivando.

—¡Bartolomé —gritó Santiago—, el pasador!

Se arrodilló ante Jesús.

No lloró. Tomó la mano abierta de Jesús, la puso en su rostro y la besó.

—¡Santiago! —exclamó Bartolomé, desconcertado—. ¡Dime! Pero ¿qué está ocurriendo?

—¡Sujeta el pasador, Bartolomé, sujeta el pasador! —dijo Jesús con el corazón en vilo.

—Y no les creímos —soltó Santiago, sacudiendo la cabeza.

Si Bartolomé comprendía quién era su compañero, todos naufragarían.

Santiago se inclinó y besó los pies de Jesús. Juan se había incorporado.

—Ningún hombre… —dijo—. ¿Cómo saliste de la tumba…?

No terminó ninguna de sus frases. Jesús comprendía el resto, y él lo sabía.

Una vez más, las palabras eran irrisorias. Pensó que incluso las suyas apenas habían estado a la altura de su misión: hacer comprender que las palabras son irrisorias. El mayor de todos los profetas nunca había podido decir qué era la noche ni qué era el día. Las palabras son sólo la vanidad de los hombres. Él apenas había indicado el camino.

Juan mantuvo la mano sobre su corazón durante todo el trayecto de regreso.

La brisa era caprichosa. Habría tormenta por la noche; lo anunciaban unas nubes azules. La pequeña vela los empujó hacia tierra, mientras el viento del infinito hinchaba sus corazones. Cuando atracaron por fin en Cafarnaum, pues Jesús les había dicho que fueran allí, Bartolomé se lanzó hacia Jesús:

—¡Tú! —gritó—. ¡Tú! ¡Y yo no lo creía!

Cayó a los pies de Jesús. Le estrechó los brazos con sus manos, como para asegurarse de que tenía ante él a un ser de carne y hueso. En pleno momento de confusión y emoción, estuvieron a punto de dejar la pesca a bordo.

—Es el pescado que os he ayudado a atrapar —dijo Jesús—. Que no se pierda.

Pedro, Andrés y Abel les esperaban en la playa. Mientras Santiago y Bartolomé distribuían el pescado en los cestos, Juan se arrojó en brazos de Pedro:

—¡Perdóname! ¡Perdóname! No te he creído.

Pedro, descompuesto, inclinó la cabeza. Abel lloraba porque lo había comprendido todo.

Jesús se puso la túnica y las sandalias. Estaba hundido en aquel torrente de desamparo.

—Señor, ven en mi ayuda —murmuró—. Mi corazón desfallece. Y sin embargo, solo por Ti existo. Tú les hiciste así.

—Hay demasiado pescado —les gritó a Juan, a Santiago y a Bartolomé—. Id a llamar a los mercaderes para que vengan a comprarlo aquí y guardad para el mesonero lo necesario para alimentarnos.

Hacía mucho que se había hecho de noche cuando por fin llegaron a casa del mesonero, aterrorizado por aquellos exaltados comensales, estupefacto ante aquella pesca fenomenal —¡cinco cestos llenos!—, mientras los mercaderes regateaban frente al albergue, intrigado por aquel personaje a cuyo alrededor giraban aquellos pescadores por lo general taciturnos. Se sentaron a la mesa ante la ensalada de habas verdes con ajos, las aceitunas, el chisporroteante pescado y el queso blanco. Todos miraban a Jesús hambrientos; lo devoraban con los ojos y, al mismo tiempo, se alimentaban. Se lo hubieran comido. Él sirvió el vino y bendijo el pan. Ellos aguardaban que hablase, y él tan sólo dijo:

—Estamos reunidos por voluntad del Señor. Estamos, pues, reunidos por amor. Os pido que améis el amor que sentís por el Señor. Pescadores, os pido que enseñéis a los hombres a lanzar su ancla al cielo, pues solo allí los justos encontrarán el amor eterno.

Molidos todos por el esfuerzo y la emoción, incluido Jesús, cerraban los ojos al finalizar la comida. La luna amenazaba con segar las estrellas.

—Solo aceptaré dormir a tus pies —dijo Juan.

Sus pies. Era una locura lo que se había dicho desde hacía algún tiempo. En verdad, eran su vínculo natural con la tierra. Pero, sin embargo, él era algo más que eso. Así le parecía, al menos.

Había encontrado a Pedro, a Andrés, a Santiago, a Juan y a Bartolomé: faltaban todos los demás.

Y todo el pueblo de Israel.

Evocó fugazmente su entrada en Jerusalén sobre la burra de David. Había sido unos tres meses antes. Era ya tiempo pasado. ¿Dónde estaba aquella gente? Hubiera querido ir a su encuentro y preguntarle: «Morí. ¿Qué queda de mí en vuestros corazones?».

Menos de una jornada de marcha separaba Cafarnaum de Magdala. Al día siguiente, pidió al hijo de Pedro, Abel, que fuera a avisar a María, a su hermana y a su hermano de que estaba en Cafarnaum.