Miedo y temblor
Pedro y Andrés estaban en Cafarnaum, como había dicho María. Pedro era, sin duda, el único con el que había mantenido relaciones de tolerancia; los demás sólo demostraban desprecio por «la pecadora». En verdad, Jesús sospechaba que aquella mujer que había compartido, secretamente, su vida despertaba celos. ¡Menuda irrisión! Se mostraban más intransigentes que él en lo que se refería a los vínculos amorosos.
Les conocía muy bien: incluso los que estaban casados tenían miedo de la mujer, tenían miedo de sus propias emociones cuando estaban acostados con una mujer. La castidad a la que se obligaban no era, de hecho, más que el miedo a sus humores y, sobre todo, a aquellas reglas que los Libros habían convertido en la gran fuente de la impureza humana. Los autores de los Libros habían olvidado, con demasiada facilidad, la leche que les había alimentado cuando no sabían hablar aún. ¿Por qué el hombre se creía entonces absolutamente puro?
Se prometió hacerlos entrar en razón cuando los encontrara. Y eso reavivó la pregunta original: ¿dónde estaban los demás: Juan, Santiago, Bartolomé, Tomás, Judas de Santiago, Santiago, su hermanastro, Mateo, Tomás, Felipe, Tadeo, Simón el Zelote, Natanael?
¿Y su madre? ¿Y sus hermanos? ¿Y sus hermanas, Lidia y Lisia…? Sin duda llevarían luto por él. ¿Habían comprendido, por lo menos, su vida?
Puesto que Dositeo le había dado un asno, llegaría a Cafarnaum en cuatro días sin apresurarse. Bastaba con ir hasta Dan y, una vez allí, flanquear el Jordán. Se había llevado pan, queso e higos, y el agua no faltaba en Galilea. La primera noche se instaló en un bosquecillo para dormir, pero su sueño fue corto. Una fiebre interior le mantenía despierto. ¿Qué iba a encontrar? Volvió a ponerse en camino antes del amanecer. El asno, por su parte, había ramoneado hasta hartarse.
A mediodía, se detuvo para beber, se quitó sus apósitos y zambulló sus pies en el Jordán para refrescarlos. El Jordán: en esas aguas Juan el Bautista le había purificado y admitido en las filas de los hermanos de Qumran, a quienes los árabes llamaban hassinin, «los piadosos». De aquello hacía tres años.
El día del Señor es semejante a un instante o a diez generaciones, pensó, según el espíritu sea tenue o profundo. El tiempo corre por la superficie del espíritu tenue como el viento sobre la piedra, y se demora en el espíritu profundo como el agua que se extravía entre las rocas.
Llegó a Cafarnaum al anochecer, la hora en que las barcas regresaban de la pesca. Los olores no habían cambiado, sobre todo los de las lumbres de las cocinas, alimentadas a base de madera de sicomoro y leña de tamarindo. Pasó ante su casa; las contraventanas estaban cerradas; algunas tejas se habían roto. Pero ¿tendría necesidad de una casa, ahora que estaba solo? En otra época, algunas mujeres iban a hacerle la comida, a barrer y sacudir la ropa de su cama. Pero de eso hacía ya mucho tiempo.
Conocía el lugar donde Pedro y Andrés varaban su barca; tal vez conservaran la misma, con su mástil y sus dos velas, triangular una y cuadrada la otra, como los demás. Ató el asno a un pilar de madera en la playa y fue a aguardarlos en un pontón. No estaba seguro de reconocer la barca, pero, en cualquier caso, los identificó a ellos a veinte pasos, en un grupo de cuatro hombres que tiraban de una barca entre el chirrido de los guijarros contra el casco. Las velas estaban cargadas. Les observó. Uno de ellos, a quien no conocía, trepó a la barca para tomar la gran piedra que hacía de ancla y la arrojó a tierra firme. Los demás subieron a bordo, cargaron redes a sus espaldas y luego saltaron a tierra.
Su corazón palpitó. Abandonó el pontón y se acercó a ellos.
Estaban agachados, habían abierto las redes y seleccionaban el pescado. Rechazaron un gran siluro, luego, como de costumbre, repartieron el pescado según los tamaños en tres cestos. Pedro, Andrés y el tercer hombre cargaron cada uno con un cesto. El cuarto hombre, joven y activo, corrió a descolgar la linterna de la embarcación y les siguió presuroso, llevando un cesto más pequeño, sin duda el que contenía los víveres. Tomaron el camino en cuyo borde les aguardaba.
Cuando Pedro estuvo a su altura, Jesús le llamó. El otro redujo el paso. Andrés volvió la cabeza hacia el desconocido. Ni rastro de emoción. Los otros dos hombres le miraron también.
—Pedro, ¿no me reconoces?
—No.
—Mira bien.
—No te conozco —respondió Pedro sin el menor atisbo de emoción—. ¿Qué quieres?
—Nada. ¿No eras tú el compañero de un tal Jesús?
Pedro se encogió de hombros.
—Sí. ¿Y qué?
—Y nada.
La pregunta, sin embargo, había turbado a Pedro. Se detuvo. Andrés frunció el ceño y contempló atentamente a Jesús, que estaba de cara hacia el oeste. Se acercó a él y le tomó las manos. Luego giró las muñecas y vaciló. Un tenue grito, como el de un moribundo, escapó de sus labios. Ambos hombres observaban la escena con los ojos muy abiertos.
—Vamos, adelantaos —les gritó Andrés.
Los hombres se fueron.
Andrés se volvió hacia Jesús.
—¡No es posible! —murmuró.
Jesús sostenía su mirada. Pedro, estupefacto, avanzó a su vez hacia él y le tomó también las muñecas.
—¡En nombre del Señor! —murmuró.
Luego se arrodilló para examinar los pies del desconocido.
—¡En nombre del Señor! ¿Quién eres? —gritó en un tono rayano en la desesperación.
—Mira mis ojos.
Pedro miró y se deshizo en lágrimas. Cayó de nuevo de rodillas.
—¡En nombre del Señor! ¡Bendito sea el Señor! ¡No es posible!
Andrés temblaba de los pies a la cabeza.
—Dime… dime… dime…
—Andrés, soy Jesús.
—Entonces, ¿has salido de la tumba?
Jesús inclinó la cabeza. Andrés permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, los brazos levantados hacia el cielo, estremeciéndose como un olmo en plena tempestad.
—¿No eres un espectro? —preguntó Pedro, acercándose mucho a Jesús.
Le tocó el rostro y Jesús sonrió, y a continuación le tocó el hombro y el pecho.
—¡En nombre del Señor Omnipotente!
—No, no soy un espectro, Pedro. Si me invitas a tu casa, comeré y beberé.
Se impacientó; la entrevista hubiera podido prolongarse indefinidamente. Fue a desatar el asno y les hizo señas para que se pusieran en camino. Se marcharon hacia la casa de Pedro.
—Pero ¿cómo, cómo…? —gemía Pedro durante todo el camino.
Cuando llegaron, fue preciso tranquilizar a los de la casa. La mujer de Pedro, al saber por boca de su marido la identidad del visitante, lanzó un estridente grito y perdió el conocimiento. Su madre adquirió una palidez alarmante, se dejó caer en un taburete y permaneció muda hasta que una sierva le llevó un cubilete de agua con esencia de rosas; abrió los brazos, luego unió las manos, levantó los ojos al cielo y recitó una incomprensible plegaria. El joven a quien Jesús había visto con Pedro era su hijo; fue el más razonable; pidió a Jesús que le bendijera, y cuando lo hubo hecho, tomó la mano de Jesús y la besó. El otro hombre, el cuñado de Pedro, llegó entretanto. Miró la escena con desconcierto. Le comunicaron quién era el desconocido de la playa, se sentó en el suelo y se prosternó varias veces, en un estado próximo al estupor de los devoradores de setas sagradas.
Durante largo rato, la casa de Pedro pareció invadida por la locura. Jesús se preguntó, incluso, si no sería necesario exorcizarles también a ellos, pero tuvo paciencia. Recordó la soledad de Moisés al bajar de la montaña y encontrar a los hebreos bailando alrededor del becerro de oro, bajo la tutela de su propio hermano, Aarón. Y la cólera de Moisés. Esas personas no danzaban alrededor del becerro de oro, pero habían abandonado la misión que él les había confiado.
—Una barba afeitada y ya no reconocéis al hombre al que seguisteis tres años —dijo con severidad—. Pensasteis que estaba muerto, y lo comprendo, pero regresasteis a vuestras casas para reanudar vuestros antiguos oficios como si los tres años que vivisteis conmigo solo hubieran sido un sueño. ¡Menudos pastores estáis hechos! ¡Una tormenta y corréis a poneros al abrigo, dejando vuestros rebaños en los campos!
Se deshicieron en lágrimas, incluidos aquellos a quienes apenas conocía, como el hijo de Pedro. Más valdría, por el momento, abstenerse de hacer más reproches para evitar esos desahogos. En cuanto a explicarles cómo había sobrevivido a la cruz, más valía ni pensarlo.
—No he venido para asustaros —dijo—, y los reproches que merecéis son demasiado evidentes. Vosotros mismos os los haréis. He venido para que retomarais vuestra misión. ¿Me habéis comprendido?
Su voz resonó en la casa y el terror dominó a la concurrencia, incluidas las siervas.
—La palabra de Dios ha sido confiscada por los sacerdotes y vaciada de su aliento. Os pido que abráis el camino del Señor para los hombres y las mujeres de buena voluntad. He venido a pediros que abráis el espíritu de los hombres y las mujeres a la bondad del Señor. ¿Acaso se han cerrado vuestros ojos después de que yo los abriera?
Atisbó en sus miradas el fulgor de la luz. Pero ¿qué recordaban entonces de los tres años de su ministerio?
—Ahora —declaró—, tengo hambre.
En efecto, no había comido nada desde la mañana. Sin duda, las trompetas del Juicio Final no hubieran tenido mayor resultado que esa simple frase. La agitación se apoderó de nuevo de la concurrencia hasta extremos casi incoherentes. La preparación de la comida fue laboriosa. Era evidente que las mujeres se preguntaban si un muerto resucitado comía realmente como los demás. Cuando la comida fue por fin servida, la confusión reinó de nuevo. ¿Debían sentarse con él? Se sentó en el único banco de la casa, ante la única mesa, y luego tomó a Pedro a su derecha y a Andrés a su izquierda. Las mujeres fueron a pedir prestado un banco a casa de los vecinos para que se sentaran el cuñado y el hijo de Pedro, uno de los cuales se llamaba Matatías y el otro Abel. Jesús sirvió el vino en un cubilete de terracota y añadió agua. Le observaron con los ojos como platos mientras bebía. Se echó a reír, pero incluso su risa les asustó. Confusos, bebieron también.
—Veo claramente que os estáis preguntando si soy un espectro —dijo—, pero ya os lo he dicho: bebo y como y tengo hambre.
Las mujeres —la esposa de Pedro, su madre, la mujer de Andrés, su hija mayor, las siervas— se mantenían apartadas, pegadas a las paredes, incapaces de disimular su terror. Pensó en invitarlas a sentarse ante él para calmar su angustia, pero en Galilea, como en otras partes, las mujeres eran sólo esposas, madres o siervas. ¿Por qué el hecho de sentarse con los hombres y compartir el pan que ellas habían amasado y cocido era contrario a los preceptos divinos? Pese a todo, ya había hecho demasiado sin necesidad de obligarlas también a sentarse con él.
Bendijo el pan, lo partió y lo distribuyó, luego se sirvió ensalada de queso con menta, pero también entonces le espiaron, a hurtadillas, para ver si comía realmente, si masticaba, si los alimentos no caían en un misterioso agujero negro. Las mujeres alargaron el cuello. Así pues, pronto hubo terminado todo su pan y pidió más, y luego volvió a servirse ensalada. Pero no por ello se tranquilizaron; sus anquilosadas actitudes revelaban perfectamente que estaban paralizados de miedo. Salvo por los ínfimos ruidos que Jesús hacía al tirar de los platos o al poner su cubilete o su cuchillo en la mesa, un aplastante silencio reinaba en la casa.
—Si depositarais vuestra confianza en el Señor —acabó diciendo, tras haber lanzado una mirada en redondo—, no estaríais tan aterrorizados por un hombre que regresa de la tumba.
—Maestro —dijo Pedro—, ese hombre eres tú, nuestro Mesías.
—No he recibido la unción —respondió—. Sólo soy el enviado del Señor vuestro Dios.
Apenas habían tocado los platos. Pero habían bebido como esponjas; las jarras estaban vacías.
—Comed —les dijo— a menos que os hayáis convertido en puros espíritus.
El más atento era sin duda Abel, que no parecía excesivamente turbado por el hecho de que el profeta, maestro de su padre, hubiera regresado de la tumba; sentía por Jesús una mezcla de veneración y entusiasmo teñida de sencillez, y se podía intuir que estaba dispuesto a sonreír.
—¿Por qué te has afeitado la barba? —preguntó.
—Para no revivir lo que ya he vivido.
La explicación impresionó a Andrés.
—Entonces, ¿no habrá que anunciar en otra parte que has regresado?
—Dudo que en Galilea pululen los espías tanto como en Judea, y dudo también que mi regreso pase mucho tiempo inadvertido, pero no conviene que vayáis a clamar por los tejados que he regresado. Eso no es lo esencial.
—¿Has regresado de entre los muertos y consideras que no es lo esencial? —preguntó Pedro.
—No, lo esencial será mi enseñanza. Lo esencial es la palabra del Señor según el Espíritu.
—Fuiste crucificado antes de Pascua —dijo Abel—, hace ya diez semanas. ¿Dónde has estado desde entonces?
La cándida impertinencia de la pregunta hizo sonreír a Jesús. Antaño, en Qumran, había tratado con jóvenes igual de claros. ¿Acaso era la edad una miseria que hacía opaca el alma?
—Ese muchacho no ha seguido mis enseñanzas, pero los ángeles le lavaron el espíritu al nacer. Tal vez entenderá lo que digo mejor que sus mayores —declaró—. Abel, yo estaba en casa de gente de corazón que se encargó de mí. Pues la crucifixión es una gran prueba.
Las mujeres sirvieron luego pescado frito con rodajas de cebolla. Él no tuvo la menor duda: habían echado la casa por la ventana para la ocasión. Hizo los honores y bebió abundante vino de Galilea, porque no lo había probado desde que había salido del país para realizar su deplorable incursión en Judea. Pero los cuatro hombres seguían fingiendo que comían. No lograban asimilar la idea de que Jesús hubiera salido de la tumba.
—¿Dónde están los otros? —preguntó.
La pregunta les cogió desprevenidos. Comprendió lo que ocurría: no se veían desde que habían presenciado cómo le metían en la tumba. El caso había terminado. Pedro y su hermano se consultaron con la mirada.
—Juan —dijo por fin Pedro, con cierta turbación— debe de estar en Betsaida, con Santiago.
—De modo que ya no le ves.
—Nos los encontramos en el mar hace algún tiempo… No pescamos en las mismas zonas —suspiró—. Salí de Jerusalén la mañana del domingo en el que aquella mujer…
¡Aquella mujer!
—María ben Ezra —dijo Jesús.
—Eso es, desde el domingo en que descubrió el sepulcro vacío. Andrés, Juan, Santiago, en fin, todos los demás, se marcharon también. Nos tiraban piedras.
Por lo tanto, no habían pues comprendido la aparición del sepulcro vacío. Juan y Santiago habían reanudado su oficio, como Pedro y Andrés. Habían seguido a un profeta, pero el profeta había desaparecido, crucificado, y ellos tenían que vivir, que mantener a sus familias. Además, el hecho de haber sido discípulo de un hombre condenado por el poder suponía ser expuesto a las vejaciones de la gente del Templo; no querían acabar lapidados o crucificados. Seguir a un profeta no era realmente muy gratificante.
—Mañana iréis a avisarles —dijo.
Intuyeron su contrariedad y comenzaron a recitar lo que sabían de los demás, que de hecho no era gran cosa. Según creían, Santiago de Alfeo estaba aquí, Tadeo se encontraba allí, Simón el Zelote estaba en otra parte, Felipe, Bartolomé…
—Tomás, según nos han dicho, estaba en Jerusalén hace algún tiempo —aventuró Andrés.
—¡Y Judas se colgó! —soltó Abel.
Todas las miradas se volvieron hacia él. Mencionar a Judas Iscariote en semejantes circunstancias era una impiedad.
—Pobre Judas —dijo Jesús.
Todos se quedaron boquiabiertos.
—Su crimen fue no haber tenido los ojos en el corazón. Vosotros tenéis un porvenir, pero su nombre ya sólo será una injuria. Se dejó convencer por los sacerdotes y los zelotes de Judea de que yo era enemigo de Israel, luego advirtió su error y puso fin a sus días. El sufrimiento del traidor no tiene cuartel, porque sabe que no ha traicionado a otra persona, sino a sí mismo.
—Te mandó a la muerte —dijo Andrés en tono huraño.
—El Señor quiso otra cosa, y él mismo se ató la cuerda aquella noche. Bueno, mañana reunid a todos los que encontréis y traedlos aquí. ¿Tenéis una litera para mí?
Aquellos hombres y mujeres emitieron presurosos sonidos.
Pedro le cedió su habitación, y cuando Jesús les hubo dicho a él y a los demás que fueran a acostarse, desapareció. Jesús imaginó la conversación de Pedro con su mujer, el intercambio de murmullos y lamentaciones, la confusión, las invocaciones al cielo.
Salió para hacer sus necesidades y levantó los ojos al cielo.
—¡Señor —gritó—, qué débil es el alma y qué inconstante el corazón! Un árbol resiste mejor la tormenta que el corazón de un hombre temeroso. Una nube pasa ante la luna, y como el hombre ya no la ve, piensa que la nube la ha devorado.
Pasó buena parte de la noche pensando en María. Su ausencia le hacía sufrir. También ella, sin duda, sufría por la suya. Aguardaba. La conocía; aguardaba febrilmente. Se consumía de espera. El destino de las mujeres es esperar. Pero aquella, sin duda, esperaría hasta la muerte. «Volveré», le dijo en su corazón. ¡Él había vivido tanto tiempo entre hombres! ¡Los hombres y su torpeza! Tratar con hombres era como labrar un suelo pedregoso. Aquellas barbas, aquellos ojos obstinados, aterrorizados o coléricos. Aquella fanfarronería a flor de piel y la pusilanimidad que subyace en el fondo. Hubiera deseado tener las manos de María en su cuello y sus senos junto a su pecho. María era distinta a las demás mujeres. Alejó la imagen y los recuerdos de su cuerpo. Su cuerpo solo era el pan por espacio de una comida. Lo que ahora contaba era su corazón. Su corazón había sido una vasta sala vacía antes de que le viese por primera vez. No era de extrañar que los demonios se hubieran instalado allí; los demonios que había dejado cada uno de los hombres a los que había entregado sus pechos y su vientre. Los hombres están llenos de demonios, y el corazón de una mujer es una sala vacía. Desde que él los había expulsado, lo sabía también, él poblaba aquella sala.
Se levantó antes del alba. Encontró a Matatías y le preguntó dónde estaba el pozo; el otro le acompañó. Él mismo sacó un cubo de agua, se desnudó y, ante los ojos desorbitados de Matatías, se lavó el torso y las piernas de los sudores de la noche con un cazo de pescador atado al cubo. Matatías advirtió una cicatriz en el costado derecho.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando con el dedo la cicatriz, que tenía una anchura de unos dos dedos.
—La huella de la lanza del legionario que se aseguró de que estaba muerto —respondió Jesús.
El otro se marchó con la cabeza entre las manos. Los primeros rayos del sol pasaron por encima del monte Tabor y emitieron reflejos irisados sobre el mar de Galilea.
Ahora sólo tenía que aguardar a que Pedro y Andrés hubieran encontrado a Juan, a Santiago y a los demás.