8

El enviado del señor

A la mañana siguiente, Crátilo fue a visitar a Prócula.

Ella le escuchó atentamente, con las manos unidas en su regazo. Su expresión, firme y desolada a la vez, se iba estremeciendo imperceptiblemente durante el relato resumido del secretario.

—Me congratula que esté con vida. No hay que perseguir a los profetas —dijo con voz grave—. Ese hombre… no hacía daño alguno a Roma. Incluso mi esposo lo acepta. Crátilo…

El tono de sus palabras era apremiante.

—Crátilo, no hace falta que cuentes a mi marido todo lo que hayas descubierto sobre Ieshu. Este asunto acabaría en Roma. O en otra parte. ¿Comprendes?

Permanecieron cara a cara unos instantes. Crátilo acabó agachando la cabeza.

—Matar a ese hombre no beneficiaría la grandeza de Roma. Sólo beneficiaría los cálculos de algunos intrigantes. Las divinidades cambian de nombre, sus mensajes deben ser respetados.

Se levantó y entró en otra habitación. Regresó momentos más tarde, con una bolsa en la mano.

—Continúa tus investigaciones. Pero infórmame a mí primero.

Le tendió la bolsa.

—A mí primero —repitió.

Él inclinó la cabeza y se despidió.

Al pie de la escalera, en la sala que llevaba a los despachos de la Procura, divisó a Saulo, que fue a su encuentro dándose importancia.

—Salud. ¿Te has ausentado de Jerusalén estos últimos días?

—En efecto.

Saulo le miró de arriba abajo.

—Me han dicho que estabas de viaje. ¿Puedo saber dónde?

Crátilo soltó una carcajada.

—No invirtamos los papeles, ¿quieres? No estoy a tu servicio y no tengo que darte cuentas de nada. Tú eres el que está al servicio del procurador.

—Te advierto…

—No tienes ninguna advertencia que comunicarme, Saulo —interrumpió con sequedad Crátilo.

Subió de inmediato a informar a Pilatos de la conversación que había mantenido con Saulo. El procurador le dijo con voz monótona:

—He informado a Saulo hace un rato de que ya no nos interesan sus servicios.

Crátilo pareció sorprendido.

—Pagaba a Saulo para que nos informase, y no para que informara al Sanedrín de lo que hacíamos en la Procura —explicó Pilatos. Esbozó una media sonrisa—. En adelante tendrá un poco más de trabajo: deberá espiarnos también por la misma suma que le paga el Sanedrín.

—Entonces necesitaremos a otro espía —observó Crátilo.

—No es eso lo que falta en Jerusalén —respondió Pilatos—. Tú te encargarás de encontrar a otro.

—Esta vez no será un judío —dijo Crátilo en un tono hastiado—. Esa gente vive bajo el imperio de las pasiones.

El procurador clavó por unos instantes su mirada en su secretario y su media sonrisa se desplegó en su rostro. Crátilo comenzaba pues a comprender la dificultad de ser romano en Oriente.

Los calores de junio llegaron con su acompañamiento habitual: nubes de polvo y de moscas y breves tormentas que, al anochecer, hacían humear las piedras recalentadas y excitaban a los chiquillos; a las primeras gotas, salían desnudos para bailar por las calles o sobre los tejados.

El sudor de los humanos excitaba a las moscas, que, a su vez, excitaban a los humanos. Uno nunca sabía si lo que le corría por la frente era una mosca o una gota de sudor.

La pereza se extendió como una epidemia. Era la enfermedad debilitante anual: uno se levantaba por la mañana como si saliera de la tumba y se acostaba por la noche como si se encontrara al final de una larga vida. Los legionarios genuinamente romanos —pues había muchos llegados de otras partes: de Iconium, en Galacia, de Tesalónica, en Macedonia, incluso de Sirmium, en Iliria, o de Panticapea, en el reino del Bósforo, sin mencionar a los sirios, que predominaban—, los verdaderos romanos, estaban acostumbrados a esta dolencia; se felicitaban incluso por verse libres de los mosquitos de la capital imperial, un enclave entre marismas, y de las fiebres que les escoltaban. En Palestina, como se llamaba habitualmente a las tres provincias de Judea, hacían estragos otras fiebres.

Pilatos mencionó la posibilidad de marcharse de vacaciones a Jericó, donde la Procura tenía una residencia digna de una provincia senatorial, o a Cesárea, como prefería Prócula, al nuevo palacio de la administración romana.

Crátilo encontró un sustituto para Saulo; se llamaba Alejandro. Dos años antes había servido como mercenario en la legión, había regresado a Siria para cultivar sus hortalizas, se había casado con la hija de un caravanero que importaba seda de Xin y se había establecido en Jerusalén, donde los aficionados a la seda cruda eran más numerosos que en Damasco. Explicó a Crátilo que la seda cruda era seda de Xin deshilada y vuelta a tejer con lino, pero como era ligera, la vendían más cara aún que la seda pura. Alejandro estaba encantado de espiar a la gente del Templo y del Sanedrín; los conocía ya; no les perdonaba que en dos ocasiones le hubieran prohibido casarse con una judía, a menos que se convirtiese y se circuncidase, idea que le parecía monstruosa. Además, en calidad de comerciante no llamaría la atención en la ciudad, a diferencia de Saulo.

Lo que debía hacerse, según le explicó Crátilo, no sólo era prestar oídos a todos los rumores y habladurías, sino intentar saber también cuáles eran, a la vez, los intereses de los sacerdotes del Templo y la gente del Sanedrín.

Una vez hecho eso, Crátilo, aprovechando la próxima ausencia del procurador, que finalmente había decidido irse a Cesárea, le pidió permiso para ir a pasar unos días en Creta y visitar a sus parientes y amigos. Embarcó en un trirreme militar.

A comienzos de julio, Jesús conseguía caminar sin dolor, a pesar de la molestia que le causaba un hueso del pie que se había soldado mal.

Dositeo observaba maravillado cómo las fuerzas acudían de nuevo a aquel hombre, cuya envoltura corporal había llevado cierto día José de Ramathaim. Un hombre devastado en su interior y cuya demacración resultaba más visible por la ausencia de la barba. ¡Sobrevivir a la cruz! Dositeo agitaba la cabeza con incredulidad cada vez que pensaba en ello. La treintena de discípulos que vivían con él en el monasterio de Koshba, cerca de Damasco, y todos los servidores habían desfilado para ver a aquel hombre casi resucitado.

—¡Dios le ama realmente! —murmuraban—. ¡Ha escapado de la cruz!

Sin embargo, ahora daba todos los días una vuelta por el jardín en compañía de dos o tres discípulos de Dositeo. Incluso había acompañado a dos hasta Damasco, adonde habían ido a vender sus sandalias artesanales, sin parecer incomodado.

Ahora bien, no eran sus discípulos. Se preguntaba por su suerte.

Evocó las semanas transcurridas.

El martes siguiente al domingo en el que María había encontrado la tumba abierta y vacía —algo que entonces él ignoraba—, José de Ramathaim y Nicodemo habían ido a sentarse a su cabecera, en la casa de Bethbassi, su primer refugio.

—Tendremos que llevarte pronto a otro lado —había dicho José.

En efecto, Jerusalén estaba lleno de rumores sobre la desaparición del cuerpo. Sus colegas del Sanedrín habían informado a Nicodemo: se sospechaba que José y él habían tramado aquel robo del cuerpo para hacer creer que Jesús había escapado de la muerte. La policía del Templo había sabido la hora, anormalmente tardía, de la crucifixión y las incongruentes circunstancias del entierro. Sus esbirros, incluido un tal Saulo, iban a recorrer los alrededores de Jerusalén en busca de Jesús. El sumo sacerdote Caifás y los sacerdotes Somne y Dothaim pensaban promover la confiscación de los bienes de José y de Nicodemo. En resumen, en Jerusalén se había dado la alerta, y pronto ocurriría lo mismo en el conjunto de Judea.

No era cuestión de que Jesús se refugiara en casa de José, en Ramathaim, ni en la de Nicodemo, en Betania: serían los primeros lugares donde la policía del Templo iría a buscarle.

—¿Conoces un lugar en el que cuentes con amigos y donde puedas estar seguro?

—En casa de Dositeo, en Koshba —había respondido Jesús—. Está en un lugar que no conozco, la casa de la Estrella. En Siria. A más de una semana de camino de Bethbassi.

—¿Crees que estás en condiciones de soportar el viaje?

Jesús había inclinado la cabeza.

Unos días más tarde, justo antes de abandonar Bethbassi, había ido a Betania. No abandonaría Judea sin haber visto de nuevo a la enviada del Señor, María.

¡Dositeo! Se habían conocido en Qumran veinte años antes. Más tarde, se habían marchado el mismo año y por la misma razón: la fe no es nada si no irradia hacia las almas de alrededor. La gente de Qumran recocía en el desierto su odio por el clero de Jerusalén, esperando el cataclismo final que la mano de Dios iba a soltar sobre Jerusalén para castigar a ese clero por su corrupción, su ceguera y su idolatría de la palabra escrita, desafiando al Espíritu.

Y es que la palabra humana no es más que el infiel reflejo del espíritu.

Él, Dositeo y muchos más se habían puesto de acuerdo: de los cinco Libros del Pentateuco, la «gente de Jerusalén» —ni siquiera los llamaban «sacerdotes»— solo parecía reconocer, a fin de cuentas, el Levítico y los Números, los que más halagaban las prerrogativas de su casta. Ilustraban perfectamente la conjunción de la mezquindad del corazón y la del espíritu. Pero de nada servía odiarles desde las orillas del mar de Sal; tenían que ir a darles respuesta sobre el terreno. Qumran representaba un fin del mundo, y el mundo no había terminado.

Finalmente, y pese a tratarse únicamente de una razón accesoria, al negar tanto la realidad del cuerpo, como hacían en los edificios a orillas del mar de Sal, se acababa dándole una desmesurada importancia. El ser humano tiene una esencia divina; está hecho para esparcir la vida. ¿Acaso el propio Dios no había dicho: «No es bueno que Adán esté solo»? Pues bien, todos aquellos Adanes aislados en el desierto acababan tejiendo vínculos parasitarios.

De modo que se habían marchado y sus caminos habían divergido rápidamente. Jesús despertaba las conciencias en Galilea, y Dositeo, en Samaria. Sin embargo, cada uno de ellos permanecía informado de lo que hacía el otro. Debido a ello, Jesús sabía que la compañera de Dositeo —¿había sido su mujer?— se había marchado con uno de los discípulos de éste, Simón, Simón el Mago. ¿Había declinado la estrella de Dositeo? ¿O tal vez el virtuosismo sexual de Simón se correspondía con su presunta magia?

Nadie había avisado, evidentemente, a Dositeo de la llegada de Jesús. Cuando el crucificado había sido descendido de su asno, con la ayuda de José, ante la puerta de la comunidad de Koshba, en pleno crepúsculo, le había dicho simplemente al asustado portero:

—Dile a Dositeo que su amigo Jesús está aquí.

Sólo se aguantaba de pie gracias al bastón y a la fuerza de José y de su hijo.

Instantes después, Dositeo, seguido por unos discípulos, había corrido por la avenida que llevaba al porche. El revuelo del hábito, el precipitado martilleo de los pies sobre el suelo, un perro que ladraba como un loco. Dositeo se detuvo ante el lampiño visitante, con el rostro petrificado por el estupor. No tuvo tiempo de preguntar: «¿Es efectivamente…?». Y reconoció a su visitante y abrió los brazos. Luego, las lágrimas brotaron de los ojos de ambos hombres abrazados.

—Que Dios sea contigo.

—Que Dios sea con nosotros.

—Entra, entra pronto. Entrad, amigos —había dicho Dositeo a José y a su hijo.

Y la puerta del recinto se había cerrado a sus espaldas, con el rechinar de los hierros de las barras de seguridad. En el interior de la casa, en una gran sala que parecía servir de refectorio, José se había alarmado por la presencia de tanta gente a su alrededor. Había mirado a diestro y siniestro, adelante y atrás, a los discípulos y los servidores situados en torno a Jesús.

—Dositeo…

—Adivino tu inquietud. Respondo con mi cabeza por todos los hombres que están aquí. Sienten más aversión por la gente del Templo que tú. Jesús está aquí absolutamente seguro. Además, estamos en Siria y la policía del Templo de Jerusalén no tiene el más mínimo poder.

—Como uno solo de tus torturadores de Judea asome por aquí la nariz, la perderá —le dijo a Jesús un hombre a quien Dositeo identificó como el jefe de la intendencia.

Unos brazos se levantaron, murmullos de indignación recorrieron la concurrencia. Jesús sonrió. José se serenó a medias.

—Para los cuidados… —prosiguió.

—Recuerda, José —le había interrumpido Jesús—, que somos curanderos, ¿o no lo somos?

José había asentido. Sí, en Qumran se enseñaba el arte de aliviar el cuerpo para liberar el espíritu. Y el propio Jesús era el Gran Curandero. Suspiró. Una vez consumidos el pan, la sal y el vino de la hospitalidad, José y su hijo habían reemprendido el camino. Estaban a casi dos horas de Damasco; llegarían antes de que se pusiera el sol.

Dositeo y dos de sus hombres acompañaron a Jesús hasta la habitación que ocuparía durante la convalecencia. La ventana daba al jardín y, como éste hacía pendiente, la mirada pasaba por encima del muro de la casa de la Estrella, Dar el Negma, como la llamaban en árabe, hasta las laderas de una colina plantada de alfóncigos.

Jesús se tendió. Cuando se puso el sol, Dositeo fue a despertarle. Había instituido el rito del baño vespertino, antes de cenar, como en Qumran. El agua contribuiría a la cicatrización de las heridas. La primera regla de los curanderos era mantener limpia la herida. Pero el primer baño había sido particular. Un silencio casi religioso se hizo en la sala de la piscina cuando Jesús se desnudó y, sintiéndose débil, se apoyó en el muro. Solo se oía el chapoteo del agua que caía del regajo al estanque y el gorgoteo del orificio del desagüe. Era un lugar oscuro. Dositeo hizo que acercaran una lámpara y deshizo los apósitos de los pies y las muñecas. Los pies, sobre todo, estaban hinchados.

Todos se inclinaron para mirar. Algunos gritos ahogados recorrieron el grupo de los hombres situados al borde de la piscina. Unos sollozos puntuaron el silencio.

—Prepárame llantén caliente —dijo Dositeo al maestro de intendencia—. Con aceite de clavo. Cuécelo ligeramente para que el zumo permanezca en las hojas. Y cuece aristoloquia y hamamelis con el llantén.

El intendente se dio prisa. Para empezar, Jesús se sentó en el borde de la piscina y cauta, dolorosamente, zambulló los pies en el agua. Un joven bajó a la piscina y se arrodilló para lavar los pies con una esponja, mostrando tanta delicadeza como si estuviera lavando a un niñito.

El agua fresca calmaba el dolor. Devolvía también algo de vigor a los músculos. Pero Jesús seguía débil.

El mismo joven lavó entonces las piernas de Jesús con la esponja, mojada esta vez en una jofaina con agua jabonosa. Luego le tendió la esponja para que él concluyera solo el aseo del torso. Cuando por fin Jesús se lavó los cabellos, él mismo se los enjuagó. Luego le ayudó a secarse y, finalmente, le tendió una túnica fresca. El intendente regresó con un bote de estaño que contenía la mixtura solicitada. Un olor aromático llenó el húmedo aire de la sala. Dositeo hizo sentar a Jesús en un taburete y se arrodilló para aplicar las cataplasmas medicinales y envolverlas con vendas nuevas. Por último, le puso en los pies unas sandalias flexibles y anchas, que no presionaban los apósitos.

Primera cena.

Una ensalada de pepino con requesón. Una sopa de trigo con pedazos de buey. Queso de oveja. Vino aguado. La miel de las miradas que le envolvían. Había sido el compañero de Dositeo en Qumran. Aunque siguieran caminos distintos, Jesús pertenecía para ellos a aquellos a quienes denominaban las Antorchas.

Durmió aquella noche y tuvo un sueño plácido, el primero sin angustia desde hacía mucho tiempo. El recibimiento de aquellos extraños demostraba que, a fin de cuentas, quedaban praderas en el corazón de los hombres.

La vida continuaba, pensó al día siguiente, cuando la brisa agitó enérgicamente una brizna de hierba que se había escapado de su jergón y le despertó.

El perro se había tendido a los pies de su cama. Incluso él había comprendido. Levantó la cabeza, pidió una caricia y Jesús se la concedió riendo.

Un pensamiento constante le asaltaba: «El Señor me lleva». Se imponía con tal fuerza que se dijo que no era suyo; no, se lo enviaba el Señor.

De modo que su misión no había concluido.

Si estaba vivo, no podía abandonar a sus discípulos. Ni a los demás: ese pueblo entregado sin defensa a la profunda estupidez de los sacerdotes, dividido entre la desesperación y la seducción de religiones menos obtusas que aquella que defendían esos sepulcros blanqueados, los fariseos y, sobre todo, los saduceos.

Su mirada acarició las finas ramas de los alfóncigos, que desprendían brillos plateados bajo el sol. Deshacía lentamente el ovillo de todos los acontecimientos que se habían precipitado desde la última comida en Jerusalén y el arresto en el monte de los Olivos.

No, su misión no había terminado.

—Pero ¿quién organizó tu salvamento? —le había preguntado Dositeo en su primera conversación apacible.

—Una mujer.

—María. Sin duda la verás un día cercano. Dositeo meditó la respuesta.

—¿Lo sabías tú?

—No. No tenía la menor idea. Iba a entregarme a la muerte. Tal vez haya sido mejor así, pues si hubiera entrevisto una sola esperanza de sobrevivir, habría tenido miedo de morir. El propio sufrimiento me habría parecido intolerable. Tal vez incluso me habría matado.

Suspiró y prosiguió:

—Me habían dado vino mezclado con mirra, para atenuar mi sensibilidad y permitirme soportar el dolor. Sé que allí arriba, en el madero, deliré. Luego, por efectos del vino, perdí el conocimiento. Cuando abrí de nuevo los ojos por primera vez, estaba tendido en la piedra fría y unos hombres susurraban a mi alrededor. ¿Era aquello la muerte? Pero la muerte carece de dolor corporal. Y yo sentía el sufrimiento en todo mi cuerpo y, sobre todo, en los pies y las muñecas. Y en la cabeza… ¿Me la habían destrozado? Oía aún los golpes del mazo en los clavos que se hundían en mí… y aquellos susurros. Eran voces de hombre. Uno de ellos se inclinó hacia mí y me miró. Dijo: «Está despierto. Levantadlo con la sábana. Los vendajes que le he puesto antes se han movido. Voy a ponerle otros para detener las hemorragias…». Comprendí entonces que no estaba muerto, que había ocurrido algo, ignoraba qué, pero que estaba todavía en este mundo. Me encontré de pie. Los pies me dolían atrozmente. No sabía si aún tenía voz, luego escuché mis propios gemidos. Unos hombres me pasaron los brazos bajo las axilas y me llevaron al exterior. Un hombre, José, al que viste, le reconocí más tarde, me dijo: «Vamos a intentar ponerte sobre un asno. Mi hijo se mantendrá detrás de ti para aguantarte». Un tiempo indefinido más tarde, me encontré en una casa. Luego, tendido en una litera. Después me dormí. O perdí el conocimiento, no lo sé. Cuando desperté, Nicodemo y José estaban inclinados sobre mí. Tenía fiebre, me dieron abundantemente de beber…

Dositeo agitó la cabeza.

—¡El odio de esa gente! ¡Bestias feroces! ¡Son agentes de Satán!

—El Señor se encargará de ellos —dijo Jesús.

Dositeo bebió un trago de agua y preguntó:

—¿Y cuándo comprendiste lo que había ocurrido?

—La fiebre acabó cediendo. Pregunté a los dueños de la casa en la que estaba, unos primos de José, lo que había ocurrido y cómo era posible que hubiera escapado de la muerte. Supe, a retazos, que una mujer había concebido el proyecto de salvarme y que la habían secundado.

—María de Lázaro.

—Sí.

La llamaba con su otro nombre, el de su hermano. Se hizo el silencio entre ambos hombres. ¿Pensó Dositeo en la mujer que le había abandonado? Al cabo de un rato preguntó:

—Pero ¿cómo lo hizo? Una mujer, sola, que vence así al Templo, al poder romano.

—Escucha y reconoce el poder del amor. Ella, su hermana y su hermano desafiaron el poder del Templo y del Sanedrín, e incluso el poder romano. Los tres, con otras mujeres, y también junto con José y un colega del Sanedrín, Nicodemo, sobornaron a los legionarios para que retrasaran la hora de la crucifixión. Y para que no me rompieran las piernas. José y Nicodemo me sacaron de la tumba. Contempla el poder del amor.

Otro silencio. Dositeo lanzó un largo suspiro.

—¿Del amor terrenal? —acabó preguntando.

—Es la forma del amor divino que se consiente a los mortales. El amor terrenal me concibió, el amor terrenal prolongó mi vida. María es la enviada del Señor.

Dositeo sonrió e inclinó la cabeza.

—El amor transfigura la carne. Lo sabemos, lo comprendimos en Qumran…

Jesús inclinó la cabeza.

—¿Por qué dicen tus discípulos que es una pecadora?

—Un niño atrapó un pájaro y lo puso en una jaula. El pájaro murió. El niño dijo que el pájaro era malvado —respondió Jesús—. Su hermano atrapó otro pájaro y le dio de comer, luego lo soltó. Aquel pájaro emprendió el vuelo, pero regresó por la noche.

La parábola parecía desconcertar a Dositeo. Su compañera había sido atrapada por otro pajarero; no regresaría. Pero la mirada de Jesús se clavó en él.

—Si pones carne en un bocal y lo cierras, la carne se pudrirá. Si quieres conservarla, tienes que añadir sal.

—¿Cuál es esa sal? —preguntó Dositeo.

No obstante, conocía la respuesta.

—El espíritu. Una pareja sólo dura en el espíritu. —Jesús se levantó y dio unos pasos en una dirección y en otra—. Allí, en Qumran, nos agitábamos bastante cuando nuestra reprimida naturaleza nos hacía sentir su presencia con excesiva violencia. Los demonios corrían a nuestro alrededor como cucarachas que buscaran abrigo.

—Lo recuerdo. Unos enanos negros que hacían muecas. Hacíamos fumigaciones para expulsarlos.

—Sí, pero si invocábamos el espíritu dentro de nosotros, huían. Liberé a María de sus demonios.

Jesús contempló el oro y la plata que disolvían el paisaje. Luego examinó sus muñecas. Dos cicatrices satinadas; ni siquiera necesitaba ya vendarlas.

—Dositeo —dijo, volviéndose para encararse con su interlocutor—, tengo que volver a verles.

—Lo esperaba.

—Tengo que reunirlos. Son como un rebaño sin pastor desperdigado en la tormenta.

Dositeo se levantó.

—Bien. Pero sin la barba —dijo—. Quiero volver a verte vivo. Y ella, también. Solo por ella, porque ella, la enviada del Señor, quiere volver a verte.

Miró a Jesús: un maestro. Procedían del mismo sustrato; él mismo, Dositeo, era un maestro, pero las ramas de aquel subían muy arriba. Muy, muy arriba.