La cena del ofel
Crátilo llegó poco antes de que anocheciera, molido, con los muslos irritados por la silla. Se dirigió sin entusiasmo a la Procura, esperando que Pilatos no estuviera allí. Craso error: el romano se encontraba en el lugar, con el rostro cobrizo por el brillo de las antorchas, estudiando un plano de conducción de aguas. Levantó los ojos hacia Crátilo.
—¿Ya?
Crátilo suspiró. Recordó brevemente la terraza de Magdala. Era otro país.
—Está vivo, en efecto —dijo sentándose—. No sé dónde. Solo sé lo que se dispone a hacer. Sus amigos le sacaron de la tumba por la noche.
—¿Entonces la conspiración tuvo éxito?
Crátilo inclinó la cabeza.
—¿Quién es esa gente, esos amigos de los que hablas? —preguntó Pilatos.
—Una mujer. Mujeres, como ya sabes. Dos judíos ricos.
—¿Has visto a la mujer?
—Sí. Vive en Magdala. Se llama María. Está apasionadamente… —Crátilo vaciló—. Es apasionadamente fiel a Ieshu.
Pilatos volvió su máscara cobriza hacia su secretario, que vio en ella un brillo de ironía. Crátilo esbozó una sonrisa.
—¿Su amante?
—Es de suponer. Solo digo lo que sé.
Pilatos agitó maquinalmente su matamoscas.
—No importa. Si volviera a Jerusalén, los barbudos de enfrente no fallarían —dijo Pilatos.
—Esa mujer y su familia son muy conscientes de ello.
—O tal vez, en ese caso, hubiera un baño de sangre. Porque si regresa, nadie creerá en una conspiración. Dirán que ha resucitado de verdad de entre los muertos. Creerán que es un dios. Se producirá un levantamiento, los judíos vendrán a degollar a los barbudos. Tendré que intervenir y, evidentemente, lo haré con mano dura.
Crátilo se manoseaba los muslos.
—No creo que ese hombre sea lo bastante loco para cometer esa imprudencia —dijo.
—¿Y qué voy a responderle al Senado? —murmuró Pilatos.
—Tal vez, sencillamente, la verdad. Que no estaba muerto y lo sacaron de la tumba, y que una gente se apresuró a afirmar que había resucitado de entre los muertos.
Pilatos se apoyó en el respaldo mientras reflexionaba. Sacudió la cabeza.
—No. El Senado exigiría entonces que lo encontráramos y le diéramos muerte en público. Exactamente lo que desea el Sanedrín.
—Puedes decir que ha huido a un país lejano, no se sabe dónde… Por lo demás, es la verdad.
Pilatos sólo parecía medio satisfecho ante esa solución.
—Tal vez, procurador, me permitirías hacerte una sugerencia.
—¿Cuál?
—Añade que solo son los primeros resultados de tu investigación. Y que informarás al Senado de lo que sepas a continuación.
—¿Entonces hay algo más que deba saber?
Crátilo se tomó tiempo antes de responder.
—Es un asunto fuera de lo común. Estamos hablando de un hombre que inflama a todo un país. Se dispone a entrar en Jerusalén y están a punto de coronarle rey. Alarma al Sanedrín hasta el punto de que sus miembros se agitan como locos y presionan al poder imperial para que acceda a condenarlo a muerte. Luego, un grupo de gente de calidad… —y entonces Crátilo se permitió una sonrisa, pensando en la propia mujer del procurador— corre grandes riesgos, organiza una audaz conspiración y le salva de la muerte. Pero la hipótesis de su supervivencia sigue preocupando al Sanedrín, hasta el extremo de que su principal espía, Saulo, ahora estamos seguros de ello, sigue investigando frenéticamente sobre este punto. ¿A qué se debe todo eso? ¿Cuál es el prestigio de ese hombre? ¿Cuál su poder?
—Eso no interesa al Senado.
—No —admitió Crátilo—. Pero a ti, tal vez. Recuerda lo que dijiste un día: «Me pregunto por qué los motivos de los orientales no son los mismos que los de los romanos». Y en otra ocasión: «Realmente me pregunto qué encuentran los romanos de atractivo en esos ritos orientales que hacen estragos en Roma». Tal vez encuentres ahí la respuesta.
—¿Y tú te dispones a proporcionármela? —inquirió Pilatos, divertido.
—Tal vez.
—Pues necesitarás algunos días de vacaciones más. Bueno, adelante. Pero que sean solo un par de días. No te pago para que corras detrás de los rumores.
—Te lo agradezco. De momento iré a los baños. Estoy molido —dijo Crátilo levantándose.
Cuando estuvo en la puerta, Pilatos le soltó:
—También a Prócula le gustaría escucharte.
—Prometo satisfacerla.
En Jerusalén había un solo establecimiento de baños, y era el de la legión, situado junto al hipódromo. Los judíos consideraban una locura impúdica desnudarse en público y juzgaban que los baños eran un lupanar de sodomitas. Los legionarios y los funcionarios de la Procura y de la administración romana, en cambio, apreciaban especialmente el servicio de fumigación. A cambio de una monedita más, el muchacho de los baños se encargaba de colgar los efectos del cliente en una pequeña habitación en cuyo centro ardían haces de hierbas aromáticas y hojas de eucaliptos, bajo una reja calada. El humo que allí se acumulaba habría asfixiado a un hombre en un abrir y cerrar de ojos; tardaba un poco más en exterminar los parásitos, pero los exterminaba. Piojos, pulgas y chinches sucumbían mientras el propietario se dedicaba a sus abluciones. De vez en cuando, el muchacho de los baños entraba en la habitación conteniendo la respiración y apaleaba furiosamente las prendas colgadas por encima de la hoguera. Los parásitos más recalcitrantes caían entonces en las brasas y, en menos de un cuarto, la ropa, seca y olorosa, estaba limpia de mugrientos habitantes.
Crátilo fue a sudar lo que él denominaba sus venenos en el sudarium. Sentado frente a un legionario lleno de cicatrices de la cabeza a los pies y un hombre de pelo rubio, sin duda un mercader de Capadocia o del Ponto, pensó en su estancia en Magdala.
¡Qué familia! Dos mujeres y un hombre, jóvenes los tres, poseídos por una fulminante pasión hacia un mago. Lázaro, de diecisiete años, apartado de entre los muertos por el tal Ieshu; María, de veintitrés o veinticuatro años, exorcizada por el mismo Ieshu. Siete demonios. ¿Cómo los había contado? Y la mayor, Marta, con dos o tres años más que María, aparentemente una mujer con sentido común, aunque dominada por la misma pasión hacia Ieshu.
Había un detalle que le sorprendía: antes de abandonar Bethbassi, cuando cada paso y cada gesto le resultaban sin duda penosos, Ieshu había querido ir a Betania para ver a María, a su hermana y a su hermano. Había un misterio en todo aquello: aquel mago, cuyos partidarios aseguraban que era el Mesías, alimentaba afectos muy terrenales. Muchas preguntas le asaltaban, pero quienes poseían las respuestas ciertamente no se las habrían proporcionado.
Crátilo comprendía fácilmente lo que ocurría: Lázaro había llegado a los límites de la confidencia. No los cruzaría.
Tras haber sudado los líquidos impuros de su cuerpo, se ofreció a los sabios y crueles manoseos del masajista nubio.
—¿La cabeza también?
Tendido sobre una losa de mármol, Crátilo asintió con el mentón. Aquel Hércules de ébano le untó la melena con un aceite balsámico que, al mismo tiempo, refrescaba, eliminaba los piojos y lustraba los cabellos, luego le masajeó la piel del cráneo como si contuviera la secreta tentación de arrancárselo. Comenzó entonces la tortura: el estiramiento de la nuca, el masaje de la espalda, los intensos pellizcos en los muslos y las pantorrillas, las torsiones de la columna vertebral y el estiramiento de los dedos de los pies. Tras ser implacablemente frotado con el rascador que le arrancó tiras de piel muerta, fue enviado a la piscina para aclararse y nadó hacia la gárgola que vertía agua a grandes chorros. Finalmente, recibió de manos de un muchacho de los baños una toalla humedecida con agua mezclada con benjuí, para cerrar los poros, se secó, se vistió y salió a cenar.
El curso de sus pensamientos se reanudó por sí solo. Nunca había visto a Ieshu. La noche de la crucifixión estaba emborrachándose; no por pena, sino porque el odio que había leído en los rostros de la muchedumbre que asediaba a Pilatos desde el exterior del palacio le había puesto enfermo. Era gente pagada por el templo, porque sospechaban que a Pilatos le repugnaba dictar la condena de muerte. Y no es que Pilatos fuese proclive a la misericordia, ¡ni mucho menos! Pero, a fin de cuentas, según la ley romana, aquel Ieshu no había cometido crimen alguno contra el Imperio. No había matado a ningún soldado romano, ni a ningún judío. El procurador temía, pues, que al enviar a la cruz a un inocente se originaran disturbios. Le acusarían de no saber mantener la calma en Judea y se quejarían a Roma.
Ahora bien, era la gente del Templo, excitada por el Sanedrín, la que amenazaba con amotinarse. Y por otra parte, el procurador no estaba dispuesto a protegerse contra otros levantamientos satisfaciendo su odio. Aquel Ieshu, según le habían dicho, y como Crátilo había confirmado, contaba con muchos partidarios entre el pueblo.
Había ofrecido salvar la vida del criminal y desterrarlo. ¡No! ¡Querían sangre! ¡Querían la sangre de aquel hombre!
Pero aquellos rostros deformados por el odio habían dejado un feo arañazo en la memoria de Crátilo. Ahora execraba a aquella gente. Luego se dijo que Ieshu pertenecía, a pesar de todo, a su pueblo.
Sus pasos, por lo general, le hubieran llevado hacia el albergue de los legionarios, situado también justo al lado del hipódromo; allí servían un vino blanco que estimulaba el ingenio y conducía a la impertinencia graciosa. Un deseo de cambio que adoptó la forma del capricho, tal vez también una esperanza de lujuria, le llevó más lejos, hacia el barrio popular del Ofel, menos cortés y educado que la ciudad alta. Apenas se había aventurado por una calleja, iluminada aquí y allá por algunos candiles, cuando una moza de boca pintarrajeada se asomó a la ventana de una casa baja y le dirigió una meliflua sonrisa por encima de un escote prometedor. Olía a nardos a diez pasos. De entre los dos deseos, prevaleció el hambre. Dirigió a la moza una sonrisa burlona y siguió su camino. Ella le lanzó una cantarina injuria. Reconoció el acento mesopotámico. Un olor a salmuera y fritanga con ajos anunciaba una posada. Lanzó una ojeada al interior; no había borrachos alborotadores y, por lo tanto, no había riesgos de reyerta, de modo que entró. Unos quince hombres parecían matar el tiempo lejos de unas monótonas esposas. Milagrosamente, servían cerveza fresca en grandes vasos azules de Siria, con un hilillo de plata. Y resultaba que también el mesonero era sirio. Se colocó en el primer lugar que encontró, en una mesa en cuyo extremo dos fenicios discutían en mal griego sobre la diferencia entre la púrpura de dos baños, más cara, de color más profundo y duradero, y la púrpura de un baño, levemente azulada.
Crátilo se sentó a una de las tres largas mesas y pidió cerveza, pescado en salazón, aceitunas con aceite —con aceite, no en salmuera—, una ensalada de pepino y un pichón relleno. Y dos panecillos con sésamo. Junto a él, como si rehuyera la compañía, un hombre delgado, de unos cuarenta años, apoyado en la pared, miraba al techo con un vaso vacío ante él. Su barba negra se alzaba hacia la nariz. Por el escote de su túnica se le veían las clavículas. El mesonero puso ante Crátilo la jarra de cerveza, las aceitunas y los panecillos con sésamo. El cretense se sirvió un vaso de cerveza, luego observó el líquido que se aclaraba mientras el mosto de la cebada caía lentamente al fondo y una fina espuma se condensaba en los bordes. A continuación tomó una aceituna, la entregó a sus incisivos para deshuesarla, probó su gusto almizclado y la acompañó con un bocado de pan con sésamo. Miró a su vecino, se fijó en la ropa que antaño había sido azul con rayas negras, pero que había sido lavada en exceso, y luego reparó en el manto puesto a su lado, que estaba gastado y tenía color de muralla. Por encima de todo, advirtió el aspecto huraño del comensal.
—He aquí un hombre víctima de la ausencia —observó en griego, en un tono agradable.
Todo el mundo hablaba griego en Jerusalén. El otro fijó en él sus ojos; dos ojos oscuros, soñadores, tristes, inteligentes.
—Todo hombre vive en la ausencia —prosiguió Crátilo—. Ausencia de una mujer, ausencia de dinero, ausencia de pasión.
El hombre de la barba le miró por un momento.
—Ausencia de lo divino, también —respondió en griego—. Ausencia de lo divino, ¿has pensado alguna vez en ello, griego?
El tono de la salida era agradable. Crátilo sonrió.
—Cretense, extranjero. Cretense, no griego.
—¿Qué diferencia hay? Grecia está formada por islas, ¿no?
—¿Tú qué eres?
—Judío.
—Cada isla es un país diferente, judío. ¿Quieres un trago?
—Que sea de vino, cretense.
Crátilo pidió una jarra de vino. Uno de los mercaderes levantó la voz:
—¡Vinagre, te digo! Incluso en la púrpura de dos baños se necesita vinagre para fijar el tinte.
—Cualquier país está hecho de contrarios, judío —dijo Crátilo, reanudando la interrumpida conversación—. También el tuyo. Galilea es un país de rebeldes que hablan mal todas las lenguas: el griego, el arameo, el hebreo. Tienen guijarros en la lengua. Cuando llegas de Galilea y oyes a los judíos de Jerusalén, elocuentes, fluidos, astutos, hilando seda en su boca, te dices que la palabra «judío» tiene dos sentidos. Habéis tenido dos reinos: el de Efraím, al norte, y el de Jerusalén, al sur, ¿no es cierto? Sólo permanecieron unidos un corto tiempo bajo el reinado de David, luego se separaron tras la muerte de Salomón, ¿no es cierto? De ese modo, la gente del sur y la del norte permanece dividida desde entonces.
—¿Qué haces tú en la vida, cretense?
—El cretense se llama Crátilo.
—El judío se llama Tomás. ¿Qué haces tú en la vida, Crátilo?
—Sirvo a un hombre piadoso.
—¿A Dios?
El mesonero sirvió el vino y el agua que Crátilo había encargado. Y el cretense soltó una carcajada. También Tomás se echó a reír.
—Siempre se sirve a algún dios, se quiera o no, y se sepa o no. Curioso, ¿verdad, Tomás? —observó Crátilo—. Siempre se sirve a hombres poderosos. Me pregunto si algún día será posible servir a iguales.
Tomás le miró con insistencia, luego vertió en su vaso, a partes iguales, vino y agua.
—Deberías ser judío, Crátilo. Tendrías que haber vivido a mi lado. Hubieras conocido a un hombre sublime que te habría enseñado lo mismo, aunque con más finura.
—¿Era tu maestro?
—Era mi maestro.
—¿Qué le sucedió?
—Fue crucificado.
Crátilo se interesó. El posadero acababa de servirle su pescado en salazón. Le miró unos instantes, como si no estuviera seguro de tener hambre.
—¿Quieres compartir mi pescado?
—No puedo compartir su precio.
—Te invito.
—Gracias, tenía hambre —dijo Tomás, apoderándose de un pedazo de pan en el que colocó un trozo de pescado.
—Ieshu —dijo Crátilo.
Tomás, inquieto, permaneció inmóvil.
—¿Quién es tu dueño, Crátilo?
—El procurador Poncio Pilatos.
Tomás se quedó petrificado.
—¡Eres mi enemigo!
—No, y lo sabes muy bien. Pilatos se dejó presionar. Tus enemigos están en otra parte, se hallan frente a Poncio Pilatos. Pero un patio les separa.
—¿Cómo sabes tú que Ieshu, como tú le llamas, era mi maestro?
—Lo intuyo. ¿Quién era para ti Ieshu?
—El único hombre con el que alguien puede soñar como maestro.
—Eso es lo que Lázaro dice.
—¡Lázaro! ¿Le conoces? —exclamó Tomás.
—Esta mañana he salido de Magdala. Ayer por la noche cené con él y sus hermanas, Marta y María.
Tomás cerró los ojos y suspiró.
—¿Qué hacía el servidor del tirano pagano Pilatos en casa de Lázaro, Marta y María? —preguntó con voz ronca.
—Informarse sobre la posibilidad de que Ieshu estuviera aún vivo.
—¿Por qué?
—Porque los judíos de Roma ya están peleándose por lo que consideran una resurrección. Han estallado revueltas, el Senado se preocupa. Pero Ieshu está vivo.
Las lágrimas brotaron de los ojos de Tomás.
—¿Qué estás diciendo, pagano? ¿Qué estás diciendo?
La indignación le quebraba la voz.
—Está vivo, te digo. No sé dónde, pero Lázaro y sus hermanas le han visto. Se recupera lentamente de sus heridas. Camina con dificultad.
—¿Qué estás diciendo? —exclamó Tomás—. ¡Estás loco! ¡No puede estar vivo en esta tierra! Y si lo estuviese, sus heridas no le harían sufrir. Ha salido de la tumba por voluntad del Omnipotente para reunirse con Él en el cielo. ¡Te burlas de mí! Has venido a buscarme para atormentarme. Tal vez seas un espía.
Crátilo dejó que se agitara y le sirvió otro vaso de vino.
—El sepulcro estaba vacío tres días después de que le crucificaran, ¿no es cierto? —prosiguió tranquilamente.
—Claro, estaba vacío porque salió de él. Salió por sí mismo, en el esplendor del espíritu divino.
—¿Estabas allí?
—No —admitió Tomás, mirando a Crátilo con ojos descontentos.
—No veo por qué un ser sobrenatural necesitaría apartar la puerta de la tumba para salir.
Lázaro se lo había dicho: era el argumento que María había esgrimido contra Juan y Pedro cuando habían encontrado el sepulcro vacío y abierto. La objeción pareció desconcertar a Tomás.
—Crees lo que cuenta esa mujer —prosiguió—. María está loca. Y Lázaro desvaría. Por lo que a Marta se refiere, sin duda se habrá dejado engañar por ellos. —Bebió un trago de vino y volvió a servirse pescado en salazón—. Y por otra parte, ¿dónde estaría Ieshu? ¿Puedes decírmelo? —soltó en tono desafiante.
—No, pero mi ignorancia apoyaría más bien lo que te estoy diciendo, pues Lázaro y sus hermanas se han negado a revelarme dónde está Ieshu, por miedo a que la información se divulgue y llegue a oídos del Sanedrín. A un espía de éste se le ha metido en la cabeza averiguar dónde se encuentra Ieshu para traerlo a Jerusalén y lograr que lo ejecuten por las buenas.
Tomás pareció trastornado.
—¿Qué espía?
—El jefe de los espías del Sanedrín. Saulo. El que fue a atormentar a tu amigo Pedro.
Entonces, Tomás adquirió un aspecto febril.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo podía Jesús estar vivo aún? Quiero decir, ¿con vida terrestre? ¡Nadie sobrevive a la cruz! —gritó con las órbitas dilatadas y la voz muy aguda.
—Solo permaneció allí unas tres horas —respondió Crátilo—. Gracias a una conspiración de sus amigos.
—Pero ¿qué estás contando?
—¿A qué hora llegaste a la puerta de Efraím para observar el Gólgota?
La contrariedad se dibujó en el rostro de Tomás. El silencio la confirmó. Crátilo lo sabía: en la puerta de Efraím solo había dos discípulos, Juan y Pedro. Los demás, asustados por el riesgo a ser detenidos o maltratados, se habían ocultado.
—Tú tampoco estabas, ¿no es cierto?
—¡No! —respondió Tomás, rabioso—. ¿Has venido a atormentarme, griego?
Terminó el pescado en salazón mientras Crátilo la emprendía con su pichón.
—¿Quieres un pichón relleno?
—Has venido a atormentarme, griego, y ahora estás tentándome. ¡Tengo hambre y tu naturaleza es diabólica!
Crátilo soltó una carcajada. También Tomás acabó riendo, y Crátilo pidió otro pichón relleno.
—¿Por qué dices, Tomás, que María está loca?
Tomás había arrancado una pata del pichón y la chupaba hasta hacer crujir los delicados huesos; sin duda, acabaría devorándolos también.
—¿Acaso Jesús no expulsó de su cuerpo a siete demonios? —replicó Tomás con violencia—. ¡Eran demonios de la lujuria! ¿Qué otros demonios pueden habitar en una mujer?
—Pero ¿cómo sabes que se trataba de los demonios de la lujuria?
—En la región se sabía muy bien. Había conocido a muchos hombres —respondió Tomás en un tono desdeñoso.
—¿Y dónde conoció a Jesús?
—Él predicaba en Cafarnaum. En Galilea sólo se hablaba de él. Curaba a los enfermos y los tullidos. A ella le atrajo su fama. Como sabes, Cafarnaum está a dos pasos de Magdala. Cierto día, ella estaba entre la multitud que seguía a Jesús y sufrió una posesión. Se agitó de pronto, pronunciando sonidos incoherentes… Casi se convulsionaba. Todo el mundo se apartó para formar un círculo a su alrededor. Jesús se acercó a ella. Puso la mano en su hombro. Ordenó a los demonios que salieran de ella. María se derrumbó. Luego, sólo parecía un montón de harapos. Más tarde, se levantó llorando y se arrojó a los pies de Jesús. Pero, dime, veo que no la conoces realmente.
—No. En realidad no. Le hice un favor —replicó Crátilo, que no deseaba explicar, de buenas a primeras, su papel de intermediario entre María y Prócula—. Estoy en muy buenos términos con ella y su hermano.
—Dos días más tarde, Jesús cenaba en casa de un rico mercader, Simón, un fariseo, y nosotros estábamos con él, como de costumbre. Esa mujer, María, irrumpió en la morada, se arrodilló junto a Jesús y comenzó a derramar lágrimas. Vertió sobre sus pies lágrimas y el contenido de una redoma de mirra. Le besó los pies y los frotó con lágrimas y perfume. Era un espectáculo molesto, nadie sabía qué decir…
—¿Por qué «molesto»?
—Porque todo el mundo sabía que aquella mujer llevaba una mala vida —repuso Tomás con fuerza—. Bastaba con ver la cara de Simón para advertir el escándalo. Pero no se atrevía a echar a aquella mujer. Le dijo a Jesús: «¿No ves que esta mujer lleva una vida inmoral, que es una pecadora?». Y Jesús le respondió con la siguiente parábola: «Dos hombres debían dinero a un prestamista. Uno de ellos le debía quinientos shekels de plata, y el otro, cincuenta. Y como no podían devolvérselos, anuló su deuda. Dime ahora, ¿cuál de los dos crees que le está más agradecido?». Evidentemente, el mayor deudor. Jesús hizo, pues, un paralelismo entre los grandes pecadores, como aquella mujer, y los grandes deudores.
Tomás no tardó en dejar únicamente los huesos del pichón estrictamente no comestibles. Parecía pensativo. Otro trago de vino no consiguió que su ceño se aclarara. Sus manos huesudas se agitaban sobre la madera de cedro de la mesa, tironeaban su barba, acariciaban el vaso.
—Tenías hambre.
—No tengo ya de qué vivir. Como todos nosotros, por otra parte. Desde que murió, todo el mundo nos vuelve la espalda o nos insulta. O, peor aún, nos denuncia. Yo no debiera estar en Judea, y menos aún, en Jerusalén. La ciudad está repleta de espías del Templo.
—¿Por qué has venido?
—Esperaba obtener un préstamo de un rico mercader que nos había mostrado simpatía, pero ha cambiado de bando y nos ha dicho que nuestro maestro solo ha creado desórdenes y que él no nos debe nada. Si no me hubiera alimentado esta noche, me habría acostado con el vientre vacío.
Crátilo meditó aquellas palabras.
—Dime —prosiguió—, ¿no te molesta ser más severo que tu maestro con esa mujer? A fin de cuentas, tienes la misma actitud que Simón el Fariseo.
Tomás se agitó en su banco.
—¡Has venido a atormentarme! —suspiró—. Esa mujer…
—María ben Ezra, de Magdala.
—Sí, bueno, esa mujer…
Decididamente, las palabras no salían de su boca. Dio un puñetazo en la mesa. Crátilo le observaba con una mirada fría.
—¿No habrá amado tu maestro a esa mujer? ¿Es eso lo que no quieres decir?
Tomás se levantó de pronto y abandonó la mesa.
—¡Tomás! —gritó el cretense cuando el discípulo hubo llegado a la puerta del albergue.
El otro se volvió con el rostro crispado.
—Tomás, si quieres volver a verle, ve a preguntar a esa mujer.
El discípulo agitó desordenadamente los brazos y salió.
Crátilo acabó solo y pensativo su jarra de cerveza. Desde hacía dos años, cuando comenzó a estar al servicio de Pilatos, se había familiarizado con Palestina, pero nunca la había encontrado tan opaca como aquellos últimos días. La gente que gravitaba en torno al tal Ieshu parecía poseída por convicciones pasionales que la hacían inflamable. Saulo, devorado por una feroz ambición, María ben Ezra, su hermana Marta y Lázaro, incapaces de abandonar el registro extático, y ahora ese Tomás que tomaba el portante en cuanto se le sugería una hipótesis del todo anodina. En Creta, sólo se inflamaban así por razones políticas. Le hubiese gustado ver al tal Ieshu que tanta pasión despertaba.
En sus entrevistas sobre Ieshu solo había obtenido tres informaciones más o menos plausibles. La primera: el hombre estaba vivo. La segunda: había sido salvado por los pelos gracias a la conspiración de tres o cuatro mujeres y dos hombres ricos. La tercera, que sugería la reacción de Tomás: Ieshu había mantenido, sin duda, una relación sentimental con María. ¿Era su mujer? Resultaba, de todos modos, extraño que ella hubiera sido la primera persona a quien hubiese decidido ver apenas restablecido, y no a sus discípulos. Y si María ben Ezra no era su mujer, ¿qué otra mujer era entonces su esposa? Al pagar al mesonero, Crátilo reparó en una cuarta conclusión: los discípulos de Ieshu no estaban informados de la conspiración. Si Tomás no creía que Ieshu estuviera vivo, animado de una vida muy terrestre, era improbable que los demás discípulos lo creyeran. Por otra parte, ellos eran quienes habían hecho circular esa historia de resurrección.
Reanudó el camino del palacio hasmoneo. La mujer de vida alegre de hacía un rato había cerrado sus contraventanas. Tal vez hubiera encontrado a un cliente. O tal vez estuviese durmiendo. La imaginó tendida en su húmeda yacija, con las piernas abiertas, los senos aplastados como huevos fritos en su pecho, feliz a pesar de todo al no tener que soportar las embestidas de un viajero ebrio.
El último pensamiento de Crátilo antes de dormirse fue que el único modo de satisfacer la petición del Senado sería asegurarse personalmente de que Ieshu estaba vivo. Pero, en ese caso, el Senado exigiría que el hombre fuera detenido y debidamente ejecutado. Ahora bien, esa idea contrariaba a Crátilo. No había razón alguna para ejecutar a ese hombre.
Cuando se durmió, su sueño se vio agitado por las pesadillas.