El relato de Lázaro
—La empresa era demasiado importante para dejar participar a las mujeres —dijo Lázaro—. Y yo tengo fama de hombre débil —añadió con un suspiro—. De todos modos, no podíamos ser excesivamente numerosos. José de Ramathaim y Nicodemo se ocuparon de todo. Yo les seguía a distancia. Era Pascua y, como recordarás, desde antes de que se pusiera el sol no había casi nadie en las calles. Cuando Pilatos les dio la autorización para descender el cuerpo de la cruz y disponer de él, se apresuraron a regresar al Gólgota. Los guardias se habían embolsado el dinero y habían ido a beber a una posada. Una tormenta había caído sobre Jerusalén a primera hora de la tarde, como para castigar a la ciudad, y parecía que no fuese a terminar nunca. El cielo estaba negro, la colina tenía un aspecto siniestro. Yo tenía la impresión de estar asistiendo a mi propio entierro. Algunas personas, no sé quiénes, ya se habían apoderado de los cuerpos de los zelotes que habían sido crucificados al mismo tiempo que Jesús. Entonces, José y Nicodemo vendaron los pies y las muñecas de Jesús, que no paraban de sangrar, y colocaron el cuerpo en un sudario y vertieron aromas por encima. Luego se limitaron a doblar el sudario sobre el cuerpo y lo cargaron en una litera. El sol se había puesto, la Gran Pascua había empezado, y José y Nicodemo ya habían hecho bastante yendo a tocar un muerto en vísperas de la fiesta. Ya sabes, entre nosotros, tocar un cadáver es como tocar a una mujer con la regla. Te hace impuro…
—También entre los romanos —observó Crátilo.
—Bueno, a fin de cuentas no iban a proceder en plena noche a los ritos del aseo fúnebre. Y, sobre todo, no querían que otros tocaran el cuerpo de Jesús, porque hubieran advertido que estaba vivo. En resumen, cuatro de sus criados llevaron la litera hasta el sepulcro de José. Pero unos espías del Sanedrín merodeaban por el paraje y vigilaban a toda la gente que estaba en la puerta de Efraim, la que da al Gólgota. Comprendí que José y Nicodemo querían darles el pego. Al igual que yo, habían visto perfectamente cómo José, Nicodemo y sus servidores tomaban el cuerpo de la litera para llevarlo al lecho de piedra del interior del sepulcro, luego les habían visto hacer rodar el dopheq para tapar la puerta. Entonces, sin duda, quedaron satisfechos. Pero uno de ellos fue a preguntar a un servidor de José: «¿Y vais a dejar al muerto así, sin lavarlo?». El criado le contestó: «Volveremos para hacer su aseo después de Pascua. Ha caído la noche. Todos seríamos impuros». La respuesta pareció satisfacer a los espías y partieron.
—¿No estaba allí María?
—No, ninguna de mis dos hermanas, ni mis hermanos, ni la madre de Jesús estaban en el monte de los Olivos. Ninguna mujer, en cualquier caso. Evidentemente José, Nicodemo y sus servidores fingieron que partirían. Yo estaba con Juan y Tomás, que me llevaron a la ciudad cuando se hubo cerrado la puerta del sepulcro, porque no dejaba de llorar y temían que sufriera una crisis. Fuimos a casa de unos amigos, y allí me dormí. Lo que te estoy contando es todo lo que sé como testigo ocular.
La emoción deformaba de nuevo la voz de Lázaro. Crátilo dejó que se sobrepusiera. Le sirvió un poco de vino y le tendió el vaso.
—¿Y después? —preguntó.
—No desperté hasta la mañana siguiente; bastante tarde, por otra parte. Juan se hallaba cerca de mí, como si me estuviera velando. Fui a nuestra casa de Betania. Encontré allí a Marta y María, que estaban fuera de sí. Nos habría gustado interrogar a José y Nicodemo, pero no sabíamos dónde estaban ni adonde habían llevado a Jesús. Ignorábamos, pues, si el plan se había realizado. No sabíamos si Jesús había sobrevivido. Fui a la ciudad en busca de los compañeros de Jesús, que, evidentemente, no estaban informados de nuestra conspiración. Cuando les dije que Jesús había sobrevivido, me miraron como si hubiera perdido la razón. No podíamos circular porque era Pascua, y como teníamos miedo de los espías de Caifás, no nos atrevíamos a ir en busca de José ni de Nicodemo. Ellos habían querido que estuviera al corriente la menor cantidad de gente posible. Desconfiaban sobre todo de los criados… La jornada del sábado pasó, por lo tanto, en medio de una indescriptible angustia. María estaba como loca…
Lázaro se estremeció y bebió un trago de vino.
—El domingo, Juana, la mujer del chambelán de Herodes Antipas, Cusa, ya no podía más y vino a por noticias. Había sido incitada también por Maltace, la madre de Herodes. Seguíamos sin saber nada. María decidió entonces dirigirse al sepulcro, pero ignoro lo que le impulsó a ello. Una suerte de instinto, creo. Marta, Juana y yo la seguimos. No está lejos, como sabes, apenas por encima de Betania. Pero yo era el único que había visto el emplazamiento del sepulcro, y solo lo había visto de noche, a la luz de las antorchas; cuando llegamos al cementerio, no sabía ya dónde estaba. María me comunicó: «Dices que es una tumba nueva. Iremos a preguntar al guardián del cementerio». El guardián nos indicó la tumba y…
—¿Y…?
—Cuando por fin encontramos el sepulcro, María soltó un grito terrible… Creí que estaba de nuevo… Acudí y comprobé que, en efecto, había motivos para gritar. Habían hecho rodar el dopheq, y se veía la puerta abierta hacia el interior del sepulcro. Nos quedamos allí, los cuatro, sin saber qué pensar. Quise entrar en el interior, pero Marta y María gritaron: «No, ve a llamar a los compañeros de Jesús. Corre a la ciudad y trae a los que encuentres». Era fácil de decir. Pero encontré, en el Ofel, la casa donde había pasado la noche con Juan y Tomás. Juan estaba aún allí, pero Tomás ya se había ido. Pedro se encontraba con Juan, y los dos se estaban peleando. Me vieron llegar, creo que se asustaron ante mi aspecto. Les dije: «La tumba está vacía. Venid a verla». Me siguieron corriendo. Llegamos al lugar media hora más tarde. Juan y yo éramos los más jóvenes y corríamos más. Juan llegó al sepulcro y María me gritó: «¡No entres!». Juan no entró tampoco, parecía aterrorizado. Se limitó a mirar al interior, luego llegó Pedro y entró. Un buen rato más tarde, Juan volvió hasta nosotros, pálido como un espectro. Les llevamos, a él y a Pedro, a Betania para que se repusieran…
Lázaro lanzó un suspiro. Volvió a servirse vino.
—Crátilo, ¡no puedo explicarte las horas que pasamos! Una vez recuperado el ánimo, Pedro nos contó lo que había encontrado en el sepulcro. Junto a la puerta, estaba el lienzo que los griegos llaman soudarion, ya sabes, el que se pone sobre el rostro para absorber los sudores de la muerte. El lienzo estaba enrollado, intacto. Luego había encontrado unos apósitos sanguinolentos. No había sudario. Marta intentó decirles: «Juan, Pedro, ya lo sabéis: Jesús no ha muerto…». Pero ambos se hallaban en tal estado de agitación que no la escuchaban. Ambos gritaban: «No, no está muerto, ¡ha resucitado! ¡Es el enviado de Dios! ¡Es el Mesías!». Juan se hallaba en un espantoso estado de exaltación, pero Pedro resultaba lamentable. María preguntó: «Juan, ¿por qué estaba corrido el dopheq? Si fuera el hombre sobrenatural que dices, lo habría atravesado». Él gritó: «¡Pecadora, no comprendes nada! Lo ha hecho rodar para que se vea bien que el sepulcro está vacío». Pecadora. Juan… En resumen, Pedro y él regresaron a Jerusalén sin ni siquiera dirigirnos una última mirada.
Lázaro permaneció un instante en silencio, abrumado.
—¿Y luego?
—Juana regresó a casa con sus sirvientas. Los tres, Marta, María y yo, nos quedamos preguntándonos cómo podíamos encontrar a José o a Nicodemo. A veces nos planteábamos si estábamos perdiendo la razón. Tal vez todo aquello sólo había sido un sueño. Tal vez nos habíamos engañado. A fin de cuentas, José y Nicodemo eran miembros del Sanedrín. Prócula era la mujer de Pilatos. Juana era la esposa de un chambelán de Herodes, que desconfiaba de Jesús. Maltace era la madre de Herodes, y el palacio de éste estaba atestado de fariseos. No había nadie en quien pudiésemos confiar.
Se había hecho de noche. Unas lucecitas brillaban a orillas del lago.
—¿Y entonces? —exclamó Crátilo una vez más.
—Entonces, una mañana María fue a vagabundear al pie del monte de los Olivos. Ya no nos hablaba, hablaba sola. Se había vuelto una persona espantosa… Sólo te cuento lo que me explicó, porque yo no estaba con ella. Vio llegar a un hombre por el camino que lleva a Betania y flanquea el monte de los Olivos. El hombre se detuvo y la miró. Ella lo tomó por un hortelano o por el jardinero del cementerio. Entonces él le dijo: «María», y ella reconoció su voz.
—¿Por qué no le reconoció enseguida?
—Se había afeitado la barba… Por eso le había tomado por un hortelano.
—Es una suerte que en ese momento estuvierais en Betania. Pero ¿dónde vivís? ¿En Magdala o en Betania?
—Esta casa es la de nuestra familia. Es la que nos legaron nuestros padres. Ambos han muerto y la conservamos por piedad, con toda su servidumbre, y también porque es mucho más fresca durante los meses de estío. Marta compró la casa de Betania hace algunos años, cuando iba a casarse con un mercader de Jerusalén. El mercader murió y ella conservó la casa… y cuando Jesús vino a Jerusalén, al principio, vivíamos allí de forma permanente.
—Nos habíamos quedado en el encuentro de Ieshu y María…
—Yo no estaba presente, como ya te he dicho. Pero creo, no, estoy seguro de que ella tuvo un ataque. Quiso tocarlo. Él le decía: «No, me duele, cálmate. Me dirigía a vuestra casa». Caminaba con muchas dificultades, apoyándose en un bastón. Marta y yo estábamos en casa cuando llegó, apoyado en María. Crátilo… —Lázaro tomó el brazo del cretense y lo oprimió con desesperada violencia—. Crátilo, yo conocía cada uno de los detalles de nuestra conspiración, pero no creía que hubiera tenido éxito. No lo creía realmente. El legionario que le clavó la punta de su lanza debió de matarle, me decía. O habrá muerto de agotamiento… Cuando fui a ver al desconocido que regresaba con María, cuando reconocí su sonrisa… Crátilo, no sabes lo que es la sonrisa de ese hombre… Es la comprensión y la bondad al mismo tiempo: te sonríe y sabes que lo sabe todo de ti, ve a través de ti, conoce los rincones más oscuros de tu alma, y te perdona… Bueno, cuando le reconocí, perdí el sentido. Me despertó una vez más. Cuando nos hubimos calmado, tomamos conciencia de la situación. Aquello no arreglaba nada. Perdimos los nervios. María le dijo que huyera, porque la gente del Sanedrín le encontraría y le detendría de nuevo, y esta vez se aseguraría de que no escapase y de que estuviera bien muerto cuando le metiera en la tumba. Ni siquiera él conseguía calmarla… Ella hablaba con la cabeza. La escuchó y, finalmente, fue su silencio lo que nos calmó…
Lázaro jadeaba. Bebió un largo trago de agua.
—Él decía: «María, ya no me reconocerán, como te ha ocurrido a ti. Hace dos años que te curé de los siete demonios, María. ¡Me has tomado por el jardinero! Sólo me has reconocido por la voz». Pues bien, al final nos apaciguamos. Entretanto, Marta, que es la más tranquila de todos nosotros, preparaba la comida.
Lázaro se echó a reír. Pasaba de las lágrimas a la risa, como su hermana.
—Estaba oyéndolo todo desde la cocina. Vino, puso las ensaladas en la mesa, luego unos pichones rellenos, vino, agua, pan, aceitunas, queso blanco… Miró a Jesús y le dijo: «Jesús, te reconocerán por tus andares. Tienes los dos pies heridos. Y las muñecas. Cojeas, llamas la atención. Primero debes recuperarte. Luego ya veremos». Él se rió. Sí, se rió. Dijo que Marta tal vez tenía más razón que todos nosotros.
Crátilo bajó la cabeza. Nunca podría contarle todo eso al procurador; habría que simplificar. Y deformar, incluso.
—¿Y dónde había estado Ieshu durante todo ese tiempo? —preguntó.
—¿Le llamas Ieshu? Jesús. Estaba en Bethbassi, en una granja que pertenece a unos amigos de Nicodemo. Cuando fueron al sepulcro con sus servidores para traerlo la misma noche del entierro, José y Nicodemo lo encontraron demasiado debilitado para emprender un largo viaje. Lo pusieron en un asno y José montó tras él para sostenerlo.
—Pero… ¿cuánto tiempo permaneció en vuestra casa, en Betania?
—Una noche. Quiso pasar una noche con nosotros.
Lázaro pareció pensativo, y prosiguió con su relato:
—Al día siguiente, José vino a buscarlo para llevárselo mucho más lejos, a lugar seguro… Lejos de Jerusalén. Jesús comenzaba a restablecerse. Podía soportar un viaje más largo.
—¿Adónde?
—Mucho más lejos. No te lo diré.
—Y ahora, ¿se encuentra mejor?
—Sí, ya te lo he dicho, está totalmente recuperado. Ven, vayamos a comer —concluyó Lázaro.
Se levantaron. Crátilo tomó el brazo de Lázaro.
—¡Dime, dime! —murmuró—. ¿Por qué amáis tanto a ese hombre?
Lázaro se detuvo.
—Es el soplo de la vida. Te posee en cuerpo y alma. ¡En cuerpo y alma, Crátilo! Corta por lo sano, como la espada, te envuelve como los brazos del amor, te da a luz de nuevo. No tengo otras palabras.
De pronto, pareció sumirse en un trance. Con la mirada fija y en voz baja, prosiguió:
—Me sacó de la tumba… ¡De la tumba! Yo había sufrido un ataque más grave que los demás… Ya no estaba allí… No me acuerdo de nada… Sólo recuerdo que desperté en la oscuridad… Estaba envuelto en una mortaja cosida… Me ahogaba, habían puesto un soudarion en mi rostro, habían creído que estaba muerto… Ignoro cuánto tiempo hacía que estaba en la tumba. Tenía sed, sed… Tenía hambre, lloraba… Me debatí, conseguí librarme del soudarion, me desaté las manos, intenté desgarrar la mortaja, grité.
Las lágrimas brotaron de sus ojos.
—Grité y nadie podía oírme… Nadie va a escuchar los gritos de los muertos a los cementerios… Pero él había comprendido. Había presentido lo que estaba ocurriendo, a lo lejos… Llegó al cementerio con Marta y María… ¡Él me oyó gritar!
Jadeó.
—Hizo rodar el dopheq… Yo me retorcía por el suelo, en la mortaja… La desgarró con su cuchillo, me levantó… Marta y María también me sostuvieron, y me llevaron a casa. «Lávate, purifícate y ven a verme. Ponte una túnica de lino y ven a verme», me dijo él. Obedecí y fui. Pasó la noche hablándome, dándome explicaciones.
No dijo lo que Jesús le había explicado.
Crátilo no se lo preguntó. Pensó en los singulares vínculos que les unían a los cuatro: Jesús, Lázaro, Marta y María. Jesús había sacado a Lázaro de la tumba y María, a su vez, había sacado a Jesús de su sepulcro. ¿Había devuelto María a Jesús lo que él le había dado a Lázaro?
Sin duda no le revelarían la naturaleza profunda del amor sobrenatural que les unía.
La noche llegó como una madre, amplia, dulce y fresca.
—Ven a cenar —propuso Lázaro al cabo de un rato, con voz algo menos ronca.
Sólo había pescado para cenar; pescado frío en ensalada, con cebolla picada, pescado frito, pescado asado con semillas de sésamo. Marta y María miraban al cretense y él se preguntaba cómo era posible que estuvieran sentadas en el suelo con su hermano y el desconocido, ante la gran bandeja de cobre. Las mujeres judías nunca comían con los hombres. Pero, al fin y al cabo, lo cierto es que aquellas mujeres no eran gente común. Le miraban con ojos agradables y al mismo tiempo, atentos.
—¿Qué le contarás a tu dueño? —preguntó por fin María.
—No lo sé. Que lo sacaron de la tumba y que está vivo en alguna parte, eso es todo. En realidad, no es gran cosa.
—Saluda a Prócula de nuestra parte —concluyó Marta—. Es romana, pero es una mujer de corazón.
Se preguntó para sus adentros si María era o había sido la amante de aquel personaje, extraordinario a fin de cuentas, que era Ieshu. La miró y examinó su rostro ancho y pálido; una luna humana con boca de niña en un cuerpo semejante a una liana. Contempló sus pechos y se dijo que ello era, de todos modos, un ser de carne y hueso, un ser con deseos, por tanto. Y el tal Ieshu, también. Tal vez había conocido o esperaba conocer el cuerpo de aquel que se hacía llamar Hijo del Hombre; tal vez esa era la explicación a su inaudita devoción. Él sabía pocas cosas sobre las mujeres, un pobre cretense perdido en aquella metrópoli de intrigas y misterios que era Jerusalén, y menos aún sobre Ieshu. Pero, a fin de cuentas, un hombre es un hombre, y una mujer, una mujer. Pero ¿y qué había de Marta? Más corpulenta que María albergaba la misma pasión que su hermano y su hermana alimentaban hacia Ieshu. ¿Habría sido la amante de aquel hombre enigmático? ¿Y Lázaro? Al fin y al cabo, Ieshu se había dirigido hacia su casa de Betania cuando se había recuperado lo bastante para poder andar. De modo que estaba unido a ellos. Él, que tanta gente había conocido, ¿por qué se sentía unido a esa familia?
Todas esas preguntas revoloteaban en la cabeza del cretense como las moscas que molestaban al procurador. Al finalizar la cena, la conversación decayó. Crátilo se encontró perdido en medio de la noche de Oriente y los misterios de esas dos hermanas locas de amor por un hombre que en Grecia y en Roma hubiera sido considerado un mago. Había sido sólo un modesto engranaje en una vasta conspiración cuya magnitud sobrepasaba su comprensión, pero que había acabado alarmando al Senado y al emperador.
¡Un mago judío que alarmaba al Senado y al emperador! Menuda historia de locos.
Le dieron un jergón fresco en una habitación apartada. Durmió mal, como si la fiebre de aquella extraña familia le hubiera dominado. Bebió toda la calabaza de agua que el mayordomo había puesto en el alféizar de la ventana. A juzgar por el apasionado amor que sentían por Ieshu, muy pronto volverían a verle. ¿Y qué ocurriría entonces? ¿Qué iba a hacer Ieshu? ¿Empezaría de nuevo a agitar a los judíos? Por otra parte, ¿qué quería, a fin de cuentas? Pero ¿quién era el tal Ieshu? ¿Cuál era la causa de su importancia? Se preocupó; si su informe era incompleto, Pilatos le reprocharía que no le hubiera avisado del inminente comienzo de la agitación en Palestina. Al fin y al cabo, sólo había conocido una parte de la evasión de Ieshu; si deseaba comprender esa historia que le parecía cada vez más compleja, tendría que interrogar a otros testigos. Pero ¿a cuáles? Sin duda, los discípulos no le reservarían un buen recibimiento. El secretario del procurador era como el criado del verdugo. José de Ramathaim y Nicodemo le mandarían, con toda seguridad, a paseo.
Se levantó pronto y, provisto de la pala colocada a la vista junto a su jergón, fue a cavar un agujero en los campos, a buena distancia de la casa, para hacer sus necesidades. A un centenar de pasos, un criado hacía lo mismo. De regreso a la casa, donde todos dormían aún, encontró al mayordomo despierto, le hizo llenar su calabaza de agua fresca y recibió dos panes con sésamo para el camino. Lázaro y sus hermanas dormían todavía.
—No les despiertes —le recomendó al mayordomo.
El alba arrojaba estelas vinosas sobre el mar de Galilea cuando Crátilo montó en su asno, y con la frente fruncida, retomó el camino de Jerusalén.