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Explicaciones y una paliza

Crátilo no se había equivocado. Inmediatamente después de comer, Pilatos envió a Saulo un pichón relleno de trigo con semillas de comino para citarle de nuevo y aclarar así las cosas, y una vez en casa de Saulo, el joven cretense oyó cómo una criada le respondía que su dueño había salido de viaje.

—¿De viaje? ¿Adónde? —preguntó Crátilo, utilizando el tono más amenazador posible, consciente del prestigio de la apariencia romana.

—No lo sé… —respondió la vieja con voz llorona.

—¿Adónde? —repitió Crátilo, levantando la voz.

—A Galilea, creo.

—¿A qué parte de Galilea? Mujer, te interesa responderme.

—A Magdala.

¡Naturalmente! Crátilo dio media vuelta y volvió volando a la Procura para informar a Pilatos.

—¡Ya te lo había dicho! —gritó, cuando apenas había entrado—. Se ha marchado a Magdala.

—Pero ¿qué está buscando ese majadero, ese canijo? —exclamó Pilatos.

—Quiere encontrar a Ieshu antes que el resto del mundo, señor. ¿Cómo es posible que no lo hayas comprendido? Así se pondrá a bien con el Sanedrín. ¡Quiere recuperar su rango de príncipe herodiano! Pasará por encima de tu propia cabeza, señor, y se pondrá a bien con Tiberio. ¿No es acaso ciudadano romano? ¡Hará que le adjudiquen una provincia de Palestina! Quiere que Caifás apoye su ascensión. ¡El canijo sueña con la gloria! ¿Con qué sueñan todos los canijos, salvo con ser grandes?

Pilatos se quedó estupefacto ante la verbosidad de Crátilo. A continuación esbozó una sonrisa.

—¿De modo que va a interrogar a la tal María de Magdala?

—Va a torturarla, ¡sí!

Si hubo alguien que sintió deseos, apenas reprimidos, de torturar a una persona, ese fue Pilatos cuando se reunió con Prócula, justo después de la puesta del sol y los baños.

—¿Interviniste en la crucifixión de ese judío llamado Ieshu? —preguntó de buenas a primeras en cuanto ella apareció ante la mesa de la cena, con expresión afable.

Se sentó, mostrándose afligida.

Por la noche, no eran las moscas sino las falenas las que poblaban el aire de Palestina. Se arremolinaban en caprichosas danzas alrededor de las antorchas, los candiles de aceite y las velas. En realidad, las emociones de la velada eran más tenues que las del día, que resultaban inmediatas y apremiantes. Las moscas aparecían de día; las falenas, de noche.

Prócula se sentó.

—Hay tantas crucifixiones —dijo con cansancio—. Una más, una menos. De todos modos, no eras tú quien le hacía crucificar, eran esos… esa gente. Esa gente de enfrente.

Detestaba a los barbudos del Sanedrín. «Asnos canosos», decía. Él no habría podido contradecirla.

Pilatos quedó desarmado. Le molestaba comprender tan bien a su mujer. Oriente era realmente tóxico, lo disgregaba todo, incluso esa magnífica y protectora incomprensión que debe reinar en las parejas. Si uno comienza a comprender a su mujer, ¿adónde iremos a parar?

Removió en el plato los filetes de lenguado en salmuera, enrolló uno en un pedazo de pan y degustó la carne picante.

—¿Quién te convenció para que intervinieras e hicieras retrasar la crucifixión? —preguntó él.

—Una mujer.

—¿María ben Ezra, de Magdala?

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé, eso es todo.

—¿La has visto?

—No.

—Es hermosa, le ama. Y él merecía ser amado. No ha hecho nada malo. No ha matado a nadie. No ha hecho nada contra Roma. Solo contrarió a la gente de enfrente.

La propensión a los sentimientos extáticos y la universal complicidad femenina, mezcladas con el sentido común, nada tenían, en efecto, de reprensible salvo que inquietaban a los viejos barbudos de enfrente. Era cierto que Ieshu no había cometido ningún crimen; ninguno según la ley romana, en cualquier caso. No había nada más aburrido que aquellas historias de judíos. Y por mucho que él fuera el procurador, había tenido que consentir la crucifixión, bajo la amenaza de un motín fomentado una vez más por los barbudos de enfrente. De lo contrario, habría soltado a aquel hombre.

—¡Si supieras qué hermosa es, Poncio! —exclamó de pronto Prócula.

Él contempló a su mujer con curiosidad. ¿Por ventura comenzaban a gustarle las mujeres?

—¡Es magnífica!

Pilatos había planeado, vagamente, una gran regañina; no le quedó más remedio que aprobar tácitamente los manejos clandestinos de su esposa. Había sabido desde el comienzo que ella se había encaprichado con el tal Ieshu. A las romanas, por lo demás, les costaba resistir el atractivo de los iluminados orientales. Incluso Roma estaba repleta de ellos.

—¿Qué te pidió?

—Que la ayudase a pagar a los centuriones.

Pilatos inclinó la cabeza.

—¿Fue ella la que organizó esa conspiración?

—¿Conspiración? —repitió Prócula—. Lo hizo crucificar un poco más tarde. No hay la menor conspiración. No, creo que había otras mujeres con ella. En todo caso, la madre de Herodes Antipas.

Saulo llegó a Magdala con un séquito de seis personas y se instaló en el albergue de la ciudad. Su llegada no pasó inadvertida: todo el grupo, con él a la cabeza, entró a caballo en la ciudad. ¡Caballos! ¿Y por qué no elefantes? Apenas habían dejado los equipajes cuando se marchó, con dos guardias, en busca de la casa de María, Marta y Lázaro, una soberbia propiedad a orillas del lago de Genesaret. Interrogó a la servidumbre con aquel tono imperioso que tan eficaz era en Judea, aunque en Galilea resultaba, en verdad, mucho menos efectivo.

Las dos esclavas que barrían las hojas secas ante la entrada le replicaron, no sin desenvoltura, que Lázaro y sus hermanas se habían marchado de vacaciones a Jericó, o a otra parte, y que ni los esclavos ni los criados eran responsables de los viajes de sus dueños. Él levantó la voz y eso atrajo al mayordomo de la casa, un enorme mocetón galileo.

—¡Respondedme! —le ordenó en tono de gallito—. ¡Me envía el Sanedrín!

El mayordomo le miró de arriba abajo, lo que le llevó menos tiempo que al hacerlo con los demás, y se rió con sarcasmo.

—¿Y qué? —repuso.

—¡Haré que te detengan! —ladró Saulo.

—Pruébalo —le respondió el mayordomo, que medía una vez y media el tamaño de Saulo.

—¿Me estás desafiando?

—¡Lárgate de una vez, fin de la noche!

¡Fin de la noche! ¡La más baja injuria! Los niños concebidos al final de la noche eran más pequeños y deformes, porque la simiente del hombre ya era solo el fondo de la jarra. Y, tras una risita, el mayordomo le cerró la puerta en las narices.

En Magdala había, en efecto, gente que conocía bien Jerusalén, porque iba dos veces al año para vender sus más valiosos tejidos de lana. Conocían también a Saulo, porque los mercaderes terminan sus cenas en las tabernas, y una taberna es el lugar más indicado para informarse. Conocían, pues, el oficio del canijo. Ahora bien, el oficio de polizonte no gusta más a los ricos que a los pobres. La gente del albergue de Magdala le había descubierto. El mayordomo había divulgado su intrusión en la casa de Lázaro. De modo que un polizonte iba a molestar a una familia respetable de Magdala, sin duda porque había estado entre las íntimas de un santísimo hombre llamado Jesús.

Era conveniente, de todos modos, enseñar a esa gente de Jerusalén que Galilea no era Judea y que el Sanedrín no reinaba en ese lugar.

En la oscuridad de la noche, una pandilla de gente decidida, entre ellos el mayordomo, se plantó en el albergue y encontró, en un abrir y cerrar de ojos, la habitación de Saulo. Le sacaron de su jergón por la barba, a la luz de una simple vela. Apenas distinguió los rostros, perdidos entre las barbas, y las capuchas de los mantos.

—¿Eres Saulo?

—Sí… ¿Qué pasa?

Un par de bofetones le informaron al respecto. Luego, un puñetazo en el estómago. A continuación otro par de bofetones. Después, un buen sopapo en la oreja. Por mucho que gritaba, nadie acudía a socorrerle en aquel albergue del demonio. Más tarde recibió un puñetazo que lo tendió en el jergón.

—¡Socorro!

—Lárgate de aquí, si aprecias tus huesos.

Sus criados recibieron también parte de los malos tratos. Gritaron, aunque tampoco obtuvieron la menor ayuda. Les vaciaron los orinales en la cabeza.

Al día siguiente, con el cuerpo contusionado y la moral maltrecha, Saulo afrontó la mirada burlona del mesonero.

—Espero que hayas pasado una buena noche, extranjero.

Saulo subió a su caballo, como un engendro que ascendiese una colina, y tomó el camino de Jerusalén, desbordante de negros designios.

Tres días después de su regreso, Saulo fue visto en la calle por Crátilo, que tenía, como dicen en griego, «ojo de quisquilla»; fingió no ver al cretense, pero su disimulo duró poco. Cuando Crátilo informó a Pilatos, este convocó a Saulo aquella misma tarde.

—Salud, Saulo. Pareces deshecho —observó Pilatos.

Saulo le lanzó una colérica mirada.

—Has estado en Magdala, según parece —continuó el procurador.

El otro le hizo frente, con aire resignado e incluso provocador.

—¿Y qué?

—Debo felicitarte. Te adelantas a mis deseos con loable diligencia.

La ironía de Pilatos no suscitó respuesta alguna.

—¿Y viste a esa mujer?

Mejor sería no mentir. Los romanos tenían otros espías. Tal vez Pilatos había sido informado de la somanta que había recibido.

—No.

—¿Por qué?

—Fui expulsado de Magdala —respondió Saulo en tono de despecho.

—Ya me han dicho que Galilea no siempre es hospitalaria con la gente de Jerusalén —observó Pilatos—. Tienes un ojo a la funerala.

—No tengo nada que añadir, procurador. Te dije que te informaría de todo lo que supiera cuando lo supiera. No he sabido nada desde nuestra última conversación.

Se levantó, visiblemente hastiado.

—Supongo que el Sanedrín está al corriente de tu desventura.

—Todavía no.

—Tu fracaso les enojará.

—Lo ignoro.

—Vas a cruzar el patio y les vas a informar.

—También trabajo para ellos, procurador. Me pagan. Los discípulos del tal Jesús son activos. Es normal que se preocupen. Esa gente no hace más que fomentar disturbios por todas partes, además de injuriarles.

Pilatos inclinó la cabeza.

—Bueno, vete.

Apenas se había cerrado la puerta cuando Crátilo avanzó hasta la mesa del procurador.

—Dame dos semanas de vacaciones, procurador, y yo mismo veré a esa María. Saulo hace un doble juego: trabaja para ti, pero también trabaja para el Sanedrín y, sobre todo, para sí mismo. No te comunicará nada de lo que no haya sacado primero partido. Yo sabré encontrar a esa María y no diré lo que sepa a nadie más que a ti.

—¿Tú?

Pilatos miró de arriba abajo al muchacho. Podía tener el aspecto de un judío, es cierto. Su delgadez huesuda y sus hombros encorvados no suscitaban desconfianza, y además, era mucho menos conocido que Saulo.

—¿Qué es lo que realmente quieres saber? —preguntó Crátilo.

—Si ese hombre, Ieshu, está muerto o vivo —respondió Pilatos, pensativo. Había reparado en que Crátilo había oído hablar de la conspiración y había servido de mensajero a su esposa Prócula—. Quiero saber la verdad sobre esa conspiración en la que, según Saulo, mi propia esposa habría intervenido.

Crátilo inclinó la cabeza.

—Encontraré a esa mujer. Le haré hablar, sin violencia.

—Bueno, vete. Te doy una semana.