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El espía perseguidor

Saulo se presentó a mediodía. Grosero y familiar a la vez, como de costumbre. Cuando estaba de pie, su gran cabeza cruzada por unas espesas cejas como mostachos llegaba a la altura de la del procurador sentado. Tenía veintiséis años, pero era ladino como un ratero.

Era el único romano de Jerusalén que trabajaba, a la vez, para el Sanedrín y para la Procura. Ayudado por una pandilla de rufianes a los que pagaba con sus propios denarios, daba caza a los zelotes, tarea que le permitía recibir un sueldo de la Procura y del Templo; en el caso de la primera, por razones políticas y militares, y en el de la segunda, por razones religiosas, pues los zelotes decían algo más que pestes de los sacerdotes. La policía del santo lugar no tenía derecho a intervenir oficialmente fuera de su recinto, es decir, en la zona oeste del exterior de la puerta de la Cadena, y al este del valle del Cedrón.

Pilatos le invitó a sentarse; una cortesía superflua, pues Saulo ya había tomado una silla.

—¿Qué es esa historia de la resurrección de Ieshu? —preguntó a bocajarro—. ¿Has oído hablar de ella?

—Claro —respondió Saulo, con aire de suficiencia—. Bueno, llamarlo «resurrección» es un modo de hablar. Para empezar, no murió, lo sabes muy bien.

—¿Cómo que lo sé muy bien? —repitió Pilatos escandalizado.

Saulo le miró un instante con sus ojos como ascuas, y a continuación dijo:

—Cuando aquellos dos judíos ricos, José de Arimatea y Nicodemo, vinieron a pedirte el cuerpo del tal Ieshu o Jesús, te extrañaste de que ya estuviera muerto, ¿no es cierto?

—En efecto. Mandé a un centurión para que lo verificara. No se muere tras ocho horas en la cruz.

—Ocho horas, no. Tres.

—¿Cómo que tres horas…? —replicó Pilatos, cada vez más desconcertado—. Las crucifixiones de los tres condenados tuvieron lugar en la hora séptima después de medianoche. Cuando los dos judíos vinieron…

—Ieshu fue puesto en la cruz hacia la duodécima hora e incluso un poco más tarde —interrumpió Saulo.

Crátilo tenía los ojos abiertos como platos.

—¿Por qué no se me dijo nada? —bramó Pilatos—. Tú, por ejemplo, habrías podido informarme de ello.

Saulo le lanzó otra mirada encendida.

—Creía que lo sabías ya —acabó diciendo, lentamente.

Pilatos no pudo defenderse de la certidumbre de que allí había otro misterio más. La desenvoltura de Saulo era sospechosa.

—¿Cómo podía saberlo?

Saulo se encogió de hombros y cruzó sus cortas piernas.

—¿Por qué solo fue crucificado a la duodécima hora?

—El cortejo tardó mucho tiempo en llegar, creo —respondió Saulo con una voz gangosa, casi irónica.

Pilatos le clavó una mirada severa, pero Saulo no parecía dispuesto a prescindir de su insolencia.

—En resumen —concluyó Pilatos—, ya fueran tres u ocho horas, estaba muerto. El centurión lo confirmó.

—Sí, el centurión lo confirmó —repitió Saulo, sin poder contener apenas la risa.

—¿Qué significa todo esto? —gritó Pilatos, molesto.

—Conozco al centurión que enviaste. Es un sirio de veinte años. Nunca en su vida ha visto un cadáver. No es un médico, sería incapaz de distinguir un hombre dormido de uno muerto.

El silencio reinó en la estancia. Crátilo se levantó para arrojar algunas virutas en los braseros, porque acababan de aparecer algunas moscas frescas.

—¿Quieres decir, entonces, que Ieshu aún vivía cuando fue descendido de la cruz?

—Eso es lo que parece —respondió Saulo, fingiendo somnolencia.

—¿Por qué no me lo dijiste? ¡Cometiste una falta!

—¿La cometí realmente? —preguntó Saulo con displicencia—. En ese caso, mucha gente la cometió conmigo.

Y levantó los ojos hacia el procurador y mantuvo su mirada, llena de un innegable desafío.

—¡Explícate! —gritó Pilatos, inclinándose hacia su interlocutor.

—Prócula —dijo simplemente Saulo—. Entre otros.

Se podía oír el vuelo de las moscas.

Pilatos palideció.

Prócula, sí. Además, ella no había ocultado la simpatía que sentía por el tal Ieshu. Pero si en Roma se sabía que la propia esposa del procurador había intrigado para retrasar la crucifixión de un hombre condenado por su marido, se armaría un buen escándalo.

—¿Qué pasa con Prócula? —preguntó Pilatos, esforzándose por que su voz pareciera segura.

—Ella y otras mujeres pagaron para que la crucifixión se efectuara a mediodía.

—¿Cómo lo sabes?

—Me pagas para que lo sepa, Pilatos. Y lo sé. Merezco el dinero que gano. Pregúntaselo.

Pilatos volvió a apoyarse. Crátilo ponía la misma cara que si se hubiera sentado sobre uno de los braseros.

—¿Qué otras mujeres?

—María, una de las mujeres de Herodes el Grande. Juana, la mujer de Cusa, el chambelán de Herodes Antipas. María y Marta ben Ezra, de Magdala. Y otras más.

—¿Cuánta gente está informada de eso? ¿El Sanedrín?

—No, no se lo he dicho al Sanedrín.

Pilatos procuró disimular su alivio. Su suspiro fue breve pues Saulo prosiguió:

—Yo no traiciono a mis amigos.

Lo que significaba que estaba en manos de Saulo. Eso apenas era mejor que estar en manos del Sanedrín.

—Pero creo que hay mucha gente en el Sanedrín que sospecha algo. Solo que sujetarán sus lenguas porque dos de sus miembros, por lo menos, José de Arimatea y Nicodemo, participaron en la conspiración para salvarle la vida a Jesús.

—¿También ellos?

Saulo pareció reflexionar.

—También ellos, por razones complejas. Resumiendo, para el Sanedrín lo esencial es que Jesús haya sido eliminado. Pronunciaba «Jesús», a la griega.

—Vivo o muerto —prosiguió Saulo, pasándose la mano por el liso cráneo—, estiman que ya no representa un peligro para ellos. Si reapareciese, sería detenido de inmediato, y esta vez le ajustarían las cuentas.

Eso es otra cosa, se dijo Pilatos. Tal vez se hubieran librado del tal Ieshu, pero no de su influencia; la prueba era que, menos de dos meses después de su supuesta muerte, se extendía ya por Roma. Verdadera o falsa, la resurrección de Ieshu había tenido las mismas consecuencias. Pensó en una conversación que había mantenido con Séneca y en una cita de Aristóteles que el filósofo le había brindado: «Al pueblo le trae sin cuidado saber. Lo que quiere es creer».

Pues bien, el pueblo disponía ya de una nueva fábula.

Pilatos suspiró.

—Y ahora se cuenta, incluso en Roma, que Ieshu ha resucitado de entre los muertos y que es un personaje divino.

—¿Ah sí, también en Roma? —preguntó Saulo, con los ojos entornados—. Entonces es buena idea que ahora me encarguen eliminar a sus discípulos. Ellos hacen correr esas historias sediciosas.

Las informaciones que acababa de proporcionarle Saulo suscitaron en Pilatos una sensación comparable a la del dueño de una casa que advierte, al desplazar los muebles, que había un nido de escorpiones bajo su cama. Creía que el asunto de la crucifixión de Ieshu se había resuelto de una vez por todas, por muy desagradable que hubiera sido. Luego había llegado el mensaje del Senado. Y ahora esas revelaciones. Eso era Palestina. Al igual que las moscas, los misterios y las intrigas zumbaban a tu alrededor a cada paso, y luego caían sobre ti con su carga de infecciones. A Pilatos le importaba un pimiento que hubiera una superstición oriental más y que los judíos de Roma se preparan el moño entre sí. Lo que más le contrariaba era no dominar los acontecimientos.

—Ese asunto es realmente sospechoso —prosiguió Pilatos—. ¿Cómo pudieron saber todas esas personas que has citado que Ieshu solo permanecería tres horas en la cruz, tras las cuales parecería un hombre muerto?

Saulo suspiró. Crátilo parecía petrificado en su asiento.

—Antes de la crucifixión, las mujeres hicieron beber a Ieshu, como tú dices, una buena dosis de vino de mirra. Le añadieron una cocción de adormidera. Pagaron también a uno de los legionarios para que volviera a dársela, con una esponja puesta en la punta de una lanza. Jesús bebió por segunda vez. ¿Conoces el efecto del vino de mirra? Se trata de un soporífero. Es de sobra conocido el tiempo que tarda en actuar. Menos de tres horas después de la crucifixión, el condenado inclinó la cabeza y se sumió en el sopor. Todos le acechaban desde la puerta de Efraim, y yo mismo les observaba a distancia. Eran al menos treinta, si incluimos a los seguidores de Jesús. En cuanto inclinó la cabeza, José de Arimatea y Nicodemo corrieron a tu casa para pedirte el cuerpo. Ya conoces el resto.

Pilatos apretó la mandíbula. No sentía aversión alguna por el tal Ieshu, pero al parecer una conspiración había impedido llevar a cabo la orden de ejecución del representante del Imperio en una provincia senatorial; el crimen era bastante grave para justificar una pena de azotes para toda aquella gente. Pero, para empezar, habría debido azotar a su propia esposa, a continuación, a la madre del tetrarca Herodes, y para finalizar, a dos miembros del Sanedrín. Inconcebible.

—¡Qué país! —masculló Pilatos.

—En cuanto diste tu autorización —prosiguió Saulo—, regresaron al Gólgota con una docena de sus criados. Para hacer creer que Jesús estaba verdaderamente muerto, compraron un sudario y algunos aromas. En realidad, vendaron las muñecas y los pies de Jesús con llantén, y ni siquiera lavaron el cuerpo antes de envolverlo con el sudario, algo absolutamente contrario al ritual. Un niño de cinco años habría comprendido que todo aquello era extraño. Luego se marcharon apresuradamente hacia el sepulcro nuevo que José de Arimatea había comprado y metieron dentro el cuerpo, hasta que pasara el efecto de la mirra. La noche cayó tres horas más tarde, volvieron y se llevaron el cuerpo.

—¿Adónde? —gritó Pilatos.

—No lo sé a ciencia cierta.

—¿Está vivo, entonces?

—Supongo. Es un hombre fuerte. Las heridas de la crucifixión no le habrán matado.

—Dime, aparte de José de Arimatea y Nicodemo, ¿solo había mujeres en la conspiración?

—Sobre todo había mujeres. Especialmente una mujer.

—¿Una mujer? ¿Quién?

—María ben Ezra, esa mujer de Magdala. Estaba decidida a hacer lo imposible para salvarle. Es rica. No estoy al corriente de todo, pero creo que es ella la que captó a María, la esposa de Herodes el Grande, a Juana y…

—Bueno —interrumpió rápidamente Pilatos—. ¿Dónde está?

—Puedo intentar averiguarlo. Quizá esté en su casa, en Magdala, con su hermano Lázaro. O tal vez haya puesto pies en polvorosa.

—¿A qué te refieres?

—Quiero decir que no estará muy lejos de Jesús. Es el hombre de su vida. No lo habrá salvado para dejar que desaparezca, como parece que imaginas.

—¡Es una desvergüenza, a fin de cuentas! —gritó Pilatos, fingiendo que no había oído la última información de Saulo—. Toda esa gente ha desafiado al mismo tiempo el poder imperial y el del Sanedrín.

—Escucha —observó Saulo—, el tal Jesús tenía muchos partidarios. No olvides que menos de un mes antes de que el Sanedrín le detuviera iba a ser coronado rey. Era evidente que iban a intentar salvarlo a toda costa.

Un seco chasquido resonó en la estancia y Saulo, sobresaltado, se volvió. Crátilo acababa de matar una mosca de una palmada.

—¿Me necesitas aún? —preguntó Saulo.

—Una última palabra. ¿Cómo podría ver a esa María de Magdala?

—¿Qué quieres hacer?

—Interrogarla.

—No veo a María ben Ezra acudiendo a una morada pagana, justo enfrente del Sanedrín, para dejarse interrogar. Tiene una reputación suficientemente mala. No, creo que habría que ir a Magdala, si es que está allí. Te lo haré saber en cuanto lo sepa.

Se levantó y se envolvió en su manto de lana ligera, tan ligera que parecía de lino. Pilatos conocía aquella lana; costaba una fortuna. Incluso Prócula había dudado en comprarla. Pero Saulo era un hombre rico, como todo el mundo sabía. Observó al procurador unos instantes y se despidió.

Pilatos y Crátilo se quedaron solos.

—Bueno, haz que suban algo para comer —ordenó Pilatos.

Crátilo comenzó a buscar su bolsa. Se volvió en el umbral de la puerta.

—Señor, Saulo no lo ha dicho todo.

Pilatos le interrogó con la mirada.

—Ya ha comenzado a interrogar a los discípulos porque también intenta encontrar al tal Ieshu.

La expresión de Pilatos reflejó su exasperación.

—¡Lo suponía! Pero ¿tú cómo lo sabes?

—Señor, oigo cosas aquí y allá. Saulo quiere distinguirse ante el Sanedrín. Tú has llamado su atención hacia esa mujer, María, María ben Ezra. Apuesto, y perdona mi osadía, que se pondrá en camino esta misma noche para ir a interrogarla primero.

Oriente era peor que los retretes de los palacios imperiales, pensó Pilatos. No había ni un solo cocinero del que no pudiera sospecharse que echaba veneno en una salsa, ni una nodriza que no ocultase un puñal en su vestido.

—Saulo es el personaje más peligroso de Jerusalén —soltó Crátilo.

Pilatos miró a su secretario.

—Es romano, y aunque tú le detuvieras, alegaría su derecho a ser juzgado en Roma por el emperador en persona. Luego mandaría a Roma informes sediciosos sobre ti. Y como es judío por parte de madre, se presenta como judío ante el Sanedrín. Consigue que le paguen Roma y Jerusalén y las engaña a ambas. Es de la ralea de los herodianos. Desconfía de él, señor.

Luego cerró la puerta.