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Las moscas y los rumores

Las moscas. El procurador de Judea azotó el aire a su alrededor con el matamoscas —crines de caballo sujetas a un mango de marfil incrustado de oro—, pero fue en vano. Aquellas ínfimas criaturas tenían la tenacidad del odio que se disfraza de ligereza. Eran como el rumor que tanto le había perjudicado, inasible pero venenoso. Quince o veinte de aquellos insectos salidos de las Gemonias zumbaban en la estancia; uno de ellos se posó en la espalda desnuda y atezada del dignatario, que la expulsó de un papirotazo; otra se posó en su mejilla, con la evidente intención de llegar al ojo, y trató de matarla de una palmada, pero fue en vano.

Levantó entonces la cabeza, enojado. Una cabeza compacta, con el cráneo afeitado; una máscara de abruptas facetas organizadas en torno a una nariz aguileña y fuerte, brillante, con la boca delgada y móvil, y unos pequeños ojos castaños, atentos a pesar de sus cuarenta y siete años. Advirtiendo la exasperación de su señor, el secretario, Crátilo, un joven cretense con rostro de macho cabrío, se alarmó. Se levantó, inclinado, esperando órdenes.

—¡Cierra la ventana! —gritó el procurador Poncio Pilatos—. ¡No, nos ahogaríamos!

Con la intención de aplastar una de aquellas moscas, grande y llena de patas, dio una formidable palmada en la mesa ante la que estaba sentado. Un pergamino enrollado cayó al suelo. El cretense se apresuró a recogerlo para devolverlo a su lugar. La criatura había sido, en efecto, aplastada, pero había dejado en el rollo una mancilla sanguinolenta, un rastro de excrementos. Con el rostro preñado de asco, Poncio Pilatos limpió delicadamente aquel horror con una de las esponjas que mojaba, de vez en cuando, en un bol de agua para refrescarse.

—Excelencia, la madera de alcanfor…

—¡Maldita madera de alcanfor! —aulló el procurador—. ¡Asfixia a los humanos antes que a las moscas!

Era el mes de junio. Desde hacía cincuenta días, los húmedos calores de Oriente ocupaban Palestina junto con las moscas, las cucarachas, los mosquitos, los escorpiones, las escolopendras, las chinches, las misteriosas fiebres, las erupciones cutáneas y la cagalera militar. El procurador aplastó otra mosca contra la mesa y, de un papirotazo, la mandó rodando por el enlosado suelo. Luego se apoyó en su respaldo. De todos modos, un representante del Imperio tenía otras cosas que hacer en una provincia senatorial, aparte de matar moscas. Se secó la frente y dijo con voz ronca:

—Bueno, la madera de alcanfor.

El cretense corrió hacia la puerta, azuzó a unos esclavos y soltó en griego una catarata de órdenes e insultos llenos de amenazas, y luego se alejó por los corredores de la procuraduría, cuya sede era el antiguo palacio hasmoneo.

Por la ventana abierta, Poncio Pilatos distinguía, más allá del patio interior, el edificio del Sanedrín. ¿Cómo resolvían los judíos el problema de las moscas? Cierto era que la mayoría de ellos llevaban puesta mucha ropa, aunque fuera en la peor de las canículas, y eran tan peludos que las moscas debían de encontrar poco más que la punta de sus narices para importunarlos. Era el año 33, como pasaría a denominarse más tarde.

El procurador tomó el rollo que había ensuciado la mosca. El documento había sido entregado dos días antes por el correo ordinario del trirreme militar, con una periodicidad más o menos bimensual. Desenrolló el papiro amarillento, visiblemente reciclado por el secretario del Senado, pues las huellas del texto precedente, previamente rascado con piedra pómez, se transparentaban bajo el nuevo texto. Releyó el pasaje que le había exasperado:

… Informes llegados de nuestra provincia de Judea hablan de rumores que han contrariado a varios miembros eminentes de nuestra asamblea. Según estos rumores, un tal Ieshua, crucificado en abril con otros agitadores zelotes, habría salido de la tumba tres días después de haber sido inhumado. Sabemos que semejantes fábulas encuentran terreno fértil en la plebe de las provincias de Oriente, pero habiendo sido traídos a Roma por unos viajeros, encuentran también terreno fértil entre la plebe de la metrópoli. Nos parecen tanto más deplorables…

El secretario había regresado a paso rápido, jadeando considerablemente. Por el rabillo del ojo, Pilatos observó cómo vaciaba una bolsa de tela llena de virutas de alcanfor en las brasas de dos trébedes del despacho del procurador. Un humo azulado comenzó a enrollar sus volutas en el aire. Pilatos conocía el precio de la bolsa: un denario. ¡Un denario! ¡Un denario de plata convertido en humo para espantar moscas! Prosiguió su lectura:

… Nos parecen tanto más deplorables cuanto que son acompañados por una interpretación ridícula. En efecto, la pretendida resurrección [Pilatos dio un respingo ante la insólita palabra resurrectio] del malandrín crucificado demostraría su naturaleza divina. Esos rumores han llegado a oídos del emperador, que se preocupa por la agitación ya advertida por nuestros espías, no solo extramuros sino incluso en Ostia y en los barrios comerciales a lo largo del Tíber, donde abundan los judíos…

El humo del alcanfor invadía la gran estancia. Pilatos suspiró y se resignó a respirar aquel aroma demasiado pesado, como todo lo que se refería a Oriente, por otra parte, ya fuesen perfumes o hedores, sabores o sensaciones. Alertadas por la humareda enemiga, las moscas se revolvían furiosas; su enfado se podía percibir. Una de ellas cayó sobre la mesa del despacho del procurador y se retorció en convulsiones espasmódicas y ruidosas. Él se inclinó con una mezcla de curiosidad y satisfacción, para observar la agonía de aquella criatura decididamente horrenda. Poco le hubiera faltado a Pilatos para acabar creyendo en las supersticiones de los judíos que afirmaban que existían en el mundo espíritus malignos. Pero ¿acaso los romanos no creían, también ellos, en la existencia de lemures, esas semicriaturas infernales que se deslizaban en las mansiones de los vivos por espíritu de venganza?

—El alcanfor parece hoy más eficaz —dijo Pilatos.

—Le he añadido crisantemo —replicó el cretense—, es radical.

Pilatos se explicó entonces el hilillo de olor amargo que había distinguido en la humareda.

—Hoy son más numerosas por las basuras que la gente de enfrente ha amontonado en el patio —prosiguió el cretense.

—Habrá que procurar, de inmediato, que eso no vuelva a repetirse —dijo Pilatos reanudando la lectura del pergamino—. Recuérdame que haga pedir a la Cuestura que las basuras sean recogidas cada día al amanecer y llevadas al gran vertedero del exterior de los muros, donde serán incineradas.

La gente de enfrente. El Sanedrín. Era preciso que el espacio fuera muy escaso en esta ciudad para que él, el representante del Imperio, se viese obligado a compartir el antiguo palacio hasmoneo con aquella gente. Restringía tanto como era posible sus relaciones con ellos; una pandilla de barbudos ferozmente agarrados a sus prerrogativas, pero incapaces de hacer reinar el orden en su pueblo. Sin la presencia imperial, Jerusalén hubiera sido una cloaca y un atolladero donde los terroristas zelotes habrían apuñalado a todos los judíos que no les gustaran en cuanto se hubiera hecho de noche. Bueno, todo aquello no era nuevo. Pilatos se sumió de nuevo en la lectura del mensaje senatorial.

… Estamos asistiendo a reyertas entre los judíos que dan crédito a estos rumores y claman que ha aparecido un nuevo dios, y los que estiman que esa locura constituye una impiedad característica. Por deseo de nuestro amado emperador Tiberio, el Senado ha decidido, pues, que se lleve a cabo una investigación para poner fin rápidamente a estas fábulas. Sus inventores deben ser detenidos e incapacitados para propagar deletéreas invenciones. Es la misión que se confía, por el presente mandato, a nuestro procurador Poncio Pilatos.

¡Nuestro amado emperador Tiberio! Pilatos se encogió de hombros. Tiberio estaba refugiado en Capri desde hacía casi siete años, con su corte de niñas y donceles a su servicio. Ya casi no ponía los pies en Roma desde hacía dos años; es decir, desde que había descubierto la conspiración de Sejano, que había estado a punto de costarle el trono y la vida. Había hecho ejecutar a Sejano y a todos sus acólitos del Pretorio, sembrando el terror entre los senadores que habían confiado, más o menos, en Sejano. Pilatos hizo una mueca; tenían derecho a dudar de que el emperador se interesara por las historias de judíos. Probablemente era uno de sus sicofantes el que se había aferrado a ese rumor de la resurrección de Ieshu, por un motivo personal; y había encargado al Senado que lo aclarase.

Pilatos se apoyó en su respaldo y estiró las piernas ante él. Conocía, claro está, esa historia de resurrección. La tumba donde habían enterrado al llamado Ieshu había sido encontrada abierta y vacía. Se trataba del mismo Ieshu al que se había visto obligado a condenar a la crucifixión porque la gente del Sanedrín había amenazado con provocar disturbios. Y se decía —su secretario cretense se lo había contado— que Ieshu había escapado de la muerte gracias a sus poderes divinos. En Oriente abundaban relatos semejantes sobre personajes celestiales o semidivinos que destacaban por sus prodigios. Él mismo había conocido a uno, Simón, llamado el Mago, que seguía haciendo estragos en Samaria. Se afirmaba que volaba por los aires. De modo que Pilatos y su esposa Prócula habían ido a verle. Era un barbudo entre tantos que curaba a la gente, enferma de no se sabía qué, y pronunciaba opacos discursos sobre el poder. ¿Qué poder? Ni Pilatos ni su mujer hablaban arameo, y se habían hecho acompañar por un intérprete, pero casi no habían comprendido nada de los discursos de Simón. Tal vez el intérprete fuera un incapaz, o tal vez ese Simón pronunciara frases deliberadamente oscuras. Cuanto menos comprende la plebe lo que chamullan esos charlatanes, más crédito les concede, suponiendo que los personajes admitidos en las esferas sobrenaturales hablan otro lenguaje. Había también otro, Apolonio de Tiana, que viajaba mucho por el Mediterráneo, a Grecia, a Italia, a Hispania, sembrando prodigios de igual modo. Había resucitado a una mujer de la aristocracia romana. Sí, sí, muchos supuestos testigos se lo habían asegurado. Crátilo lo había visto: «Es un bello maestro, bello como Apolo, cuyo nombre casi lleva. Su barba es rubia como el oro; sus ojos, azules como el zafiro. Desprende una serenidad divina… Solo con verle, uno ya se encuentra mejor…».

Bueno, las moscas estaban muertas. Había que encargarse de la misión confiada por el Senado. En semejante caso, lo más oportuno era convocar a los testigos. De ellos había partido el rumor. Pero ¿qué testigos? Pilatos no conocía a ninguna de aquellas personas. Solo conocía al principal personaje, Ieshu; un hombre inteligente. Se le atribuían muchos prodigios, pero Prócula se negaba enérgicamente a considerarle un charlatán.

—Escucha, Pilatos, de todos modos existe gente que lleva a cabo prodigios.

El jefe de la legión consideraba al tal Ieshu un zelote, es decir, un enemigo de Roma. Pero cuando le había interrogado, Pilatos no había encontrado en Ieshu ninguna agresividad contra él, nada de aquella colérica arrogancia de los demás zelotes a los que había sondeado antes de hacerlos crucificar. Ese hombre nunca hubiera debido ser puesto en el madero. Pero bueno, Pilatos había hecho lo que había podido.

Y resultaba que ahora se afirmaba que no había muerto.

Esa historia le llenaba de indefinidas aprensiones. En cuanto se encargaba de las historias religiosas de los judíos, todo el mundo acusaba a Pilatos de tener mano dura y los judíos le hacían numerosas recriminaciones. Pero, al fin y al cabo, bien había que aclarar aquellas fábulas de resurrección, pues sin ello, algunas almas perversas de Roma, y tal vez de la propia Capri, le acusarían de negligencia.

Pilatos sólo conocía, a fin de cuentas, a una persona introducida en aquellos medios. Era un jefe de una pandilla que trabajaba para el Sanedrín.

—Crátilo —dijo—. Haz que convoquen a Saulo.