CAPÍTULO 9

¿Tecnología de otro mundo?

«Ball Room» del Hotel Hyatt, Los Ángeles, California, 11 de mayo de 1991. A las 10:30 horas.

Nunca pensé que vería nada como aquello.

Hacía unos quince minutos que esperaba, en medio de una multitud ansiosa, la llegada de quien creía iba a ser un conferenciante excepcional: John Lear. Este hombre, hijo de William P. Lear, el legendario ingeniero aeronáutico que diseñó los míticos jets que llevan su nombre, tenía previsto hacer unas revelaciones insólitas aquella mañana. Y, como es natural, no quería perdérmelas por nada del mundo.

De hecho, su impresionante currículo fue lo que me obligó a cancelar todas las citas de la jornada y esperarle con impaciencia; independientemente, incluso, de que lo que contara no me pareciera en absoluto verosímil. No en vano, John Lear es un piloto de dilatada experiencia profesional, que ha guiado ciento sesenta clases distintas de aeronaves y que tiene en su haber hazañas aéreas como la de haber conseguido aterrizar un bimotor en el aeropuerto de San Francisco en medio de una espesa niebla, volando por debajo del Golden Gate, a pocos palmos del río. Además, sus trabajos para la CIA, el gobierno americano y otras agencias secretas como piloto altamente cualificado, le han situado durante años en la posición ideal para ponerse al corriente de ciertos «secretos de Estado». Ufológicos o no.

Mi espera creía que estaba, pues, justificada.

Tras algunos minutos de retraso, cuando ya empezaban a consumirme mis nervios, Lear hizo acto de presencia. Rodeado de cinco fornidos security men, subió al atril de la sala, se colocó con elegancia sus gafas metálicas y carraspeó.

—Lo que les voy a contar aquí puede poner mi vida en serio peligro —advirtió—. Ésa es la razón por la que he decido adoptar estas medidas de seguridad para protegerme.

Lear me pareció un magnate texano del petróleo. Impecablemente trajeado, con su pelo cano bien cuidado, y con una voz firme y grave, ofrecía el aspecto de alguien que sabía perfectamente de lo que estaba hablando.

—Señoras y señores —afirmó pausadamente mientras un silencio sepulcral se hacía en la sala—, durante más de veinte años el gobierno de los Estados Unidos nos ha estado ocultando una terrible verdad. Nuestros militares están en contacto desde hace tiempo con seres extraterrestres, con los que mantienen una alianza de cooperación mutua, y una de cuyas principales zonas de experimentación y refugio es la llamada Área 51, al noroeste de Las Vegas.

Nadie replicó.

Era como si el auditorio ya supiera de esa amenaza, y aprobara todas y cada una de sus afirmaciones.

Por fortuna para mí, no era la primera vez que oía hablar de esa zona. Se trata de un territorio de dudosa ubicación, enclavado dentro del enorme campo de pruebas de la base aérea de Nellis, en Nevada, y en donde —según explicó Lear— los extraterrestres estaban ayudando a militares norteamericanos a crear una suerte de tecnología híbrida en virtud de un curioso pacto: el gobierno de los Estados Unidos garantizaba el secreto de la presencia alienígena en la Tierra, facilitaba que los visitantes pudieran secuestrar personas y mutilar ganado para sus propósitos alimenticios (!) y, a cambio, recibía ayuda tecnológica.

Tan grotesca historia, ambientada en esa región supersecreta[77] donde supuestamente se estaría ensayando con tecnología extraterrestre, me hizo recordar de inmediato la cita del doctor Jacques Vallée que encabeza la tercera parte de este libro. Supongamos —como sugiere veladamente en su obra Revelations— que hay que ocultar que los militares están trabajando en la duplicación de tecnología de discos estrellados como el de Roswell; pues bien, sin duda la mejor manera de esconder tales trabajos sería dando pie a toda una gran leyenda en torno al tema que convirtiera en ridícula cualquier suposición al respecto.

Los comentarios de Lear apoyan definitivamente esta tesis.

—En 1979 un grupo de cuarenta y cuatro científicos que trabajaban en Área 51 descubrieron que entre las intenciones de los extraterrestres estaba la de hacerse con el control del planeta inoculando el virus del sida en la población —aseguró Lear en Los Ángeles ante, ahora sí, el creciente estupor de la audiencia.

Y continúa:

—Los visitantes se dieron cuenta de que había habido una filtración de sus planes, y los sentenciaron a muerte. Nuestro gobierno trató de salvar a aquellos hombres, mandando un grupo especial de las fuerzas Delta de rescate dotado de sesenta y seis soldados, pero el enfrentamiento fue tan duro que perecieron los cuarenta y cuatro científicos y los hombres que fueron a liberarlos.

De nuevo, nadie en la sala le rebatió. Ni lo harían durante los cincuenta minutos que duró su disertación.

¿Qué podía decir? Salí de la conferencia de Lear realmente aturdido. Y no tanto por el cúmulo de historias absurdas e increíbles que relató, sino por el hecho de que un hombre de sus credenciales creyera realmente lo que estaba diciendo. Aunque para mi sorpresa, tal y como no tardé en averiguar aquella misma mojada, Lear era tan sólo la punta del iceberg de un creciente «movimiento conspiracionista» norteamericano que sostenía que las historias de ovnis estrellados como el de Roswell, los documentos Majestic-12 y otras piezas del rompecabezas afines, no eran sino intentos de desviar la atención de la «horrible verdad». Se referían, naturalmente, al pacto con los extraterrestres.

Junto a Lear, exmiembros de la inteligencia de la Marina, como William Cooper, surgieron a primeros de los noventa en Estados Unidos asegurando que la Fuerza Aérea había capturado alienígenas vivos tras la caída de algunos ovnis, y que gracias a estos rehenes, el gobierno había logrado establecer un contacto oficial con extraterrestres. Un contacto que tuvo lugar, según quienes proponen estas teorías, el 25 de abril de 1964 en la base aérea de Holloman, emplazada a unos ciento sesenta kilómetros al oeste de las instalaciones militares de Roswell.

Según Cooper, ése fue el primer paso del pacto. Tras él, los visitantes —unas pequeñas criaturas de grandes cabezas, piel grisácea y enormes ojos negros almendrados— se asentaron en la base de Nellis, y en las instalaciones militares de Dulce, en Nuevo México, para instruir a los técnicos de la USAF en el manejo de una tecnología superior.

«Bonita historia», pensé.

Lástima que no exista ni una sola prueba, ni un solo indicio o pista razonable que apoye esta tesis delirante. Repito, ni una sola. Pues ni Lear, ni Cooper, ni ninguno de sus seguidores han aportado evidencias que sostengan sus graves acusaciones… aunque —eso sí— estas encierren «algo de verdad».

Me explicaré.

Según se desprende de los comentarios de algunos testigos que han trabajado para la base de Nellis, o que viven en las inmediaciones de su bien vigilado perímetro, en su interior se están ensayando desde hace años aeronaves experimentales que escapan a la aeronáutica tradicional de nuestro siglo.

Si alguien toma la polvorienta carretera 375 que conduce desde Crystal Springs hasta Rachel, un pequeño pueblo de no más de cien habitantes, y que se adentra hacia el interior del campo de pruebas de la base de Nellis, al norte del estado de Nevada, no tardará en encontrarse con un rosario de interminables advertencias. Algunos carteles avisan al intruso que se está internando en un «área restringida» y que «el uso de fuerza letal está autorizado» para mantener libre la zona. Micrófonos semienterrados en la arena que detectan el paso de vehículos por los caminos, cámaras de vídeo situadas sobre postes metálicos en medio de la nada y dispositivos de seguridad que van desde jeeps 4×4 armados hasta los dientes, pasando por helicópteros negros, sin insignias de ninguna clase, garantizan la seguridad del Área 51.

¿Pero qué se está protegiendo en el corazón de aquel desierto? Oficialmente la zona fue adquirida en 1955 por la CIA. Con la ayuda de Kelly Johnson, fundador de la empresa aeronáutica Lockheed, la Compañía aisló aquel sector y lo adosó «oficialmente» a la base de Nellis. Desde entonces hasta hoy, el Area 51 ha sido la sede de proyectos como el caza invisible F-117A o el bombardero B-2 de la tecnología Stealth (invisibilidad), la Iniciativa de Defensa Estratégica o «Guerra de las Galaxias», así como numerosos programas de entrenamiento de otras agencias gubernamentales como la NASA.

Hasta hace muy poco tiempo —de hecho, hasta la irrupción de las demenciales teorías de Lear y Cooper en los medios de comunicación— nadie se había preocupado demasiado por averiguar qué estaba sucediendo en el interior de esa aislada región de Nevada. Sin embargo, la situación pareció cambiar poco después. En 1992 tres comisiones del Congreso de los Estados Unidos visitaron la zona para averiguar in situ en qué se estaba gastando el dinero público en ese sector. Uno de los congresistas invitados, al regresar de su inspección, comentó que, aunque no podía dar más detalles sobre lo que vio debido a que se trata de proyectos ultra secretos, lo que se está probando allí «está décadas por delante de lo que se conoce en el resto del mundo»[78].

Más recientemente, en septiembre de 1994 para ser exactos, el popular presentador de televisión norteamericano Larry King emitió su programa en directo para todo el país desde el perímetro mismo de este campo de pruebas, reclamando que el gobierno de los Estados Unidos aclarase de una vez por todas en qué clase de tecnología está trabajando en su interior.

Y es que no es para menos. Son ya cientos los testigos que han visto aeronaves de formas extrañas y enormes bolas de luz surgiendo del desierto, maniobrando a velocidades superiores a catorce mil kilómetros por hora, y realizando bruscos giros en ángulo recto sin que su estructura reviente por el cambio de presión. De hecho, estas maniobras han sido incluso filmadas y no ofrecen lugar a dudas sobre su avanzado diseño. En diciembre de 1992, por ejemplo, un equipo de televisión de Las Vegas filmó un objeto sobre estas instalaciones militares con una forma virtualmente idéntica a un «platillo volante».

Y platillo debía ser, pero… ¿de tecnología extraterrestre?

La ausencia de una postura oficial clara al respecto de estos indicios ha alimentado toda suerte de rumores. Y lo cierto es que a unos pocos hechos ciertos se han sumado relatos no tan fácilmente constatables.

Sin duda, el más inaprensible de todos es el aportado por Robert Lazar, un técnico que presumiblemente trabajó bajo un contrato temporal en el interior de estas instalaciones entre diciembre de 1988 y abril de 1989. Durante ese tiempo fue destinado a un punto estratégico de Nellis llamado «S-4», al que siempre fue llevado a bordo de un autobús con las ventanas opacas y donde afirma que pudo ver nueve aeronaves en forma de platillo volante estacionadas en unos pequeños nichos excavados en la roca. Oficialmente, Lazar había sido contratado para trabajar en un nuevo sistema de propulsión que los militares trataban de copiar de una presunta aeronave extraterrestre siniestrada. Se trataba —según su relato— de un tipo de motor basado en la antigravedad y que usaba como parte de su combustible un elemento químico superpesado al que llamaban «115».

Tras ser expulsado de su trabajo por tratar de obtener más información de la que estrictamente le correspondía por sus credenciales, aunque también por haber sido sorprendido una noche en el perímetro del Área-51 tratando de mostrar a John Lear las pruebas nocturnas de uno de los «platillos militares», en mayo de 1989 se dejó entrevistar en una estación de televisión de Las Vegas (la KLAS-TV), protegiendo su identidad tras las sombras. Sus sorprendentes revelaciones sobre el «secreto del Área-51» supusieron el inicio de un éxodo en el que se sucedieron toda clase de amenazas de sus ex superiores, y que le obligaron, en noviembre de aquel año, a darse a conocer, en la certeza de que la publicidad le salvaría de posibles represalias gubernamentales.

Pero ¿de dónde obtuvo Lazar los datos para sostener sus increíbles afirmaciones?

Según explicó, éstos estaban contenidos en algunos informes técnicos a los que pudo acceder antes de iniciar su trabajo, y en los que claramente se indicaba que los extraterrestres existen, que han tenido un papel activo en la historia de la humanidad, y que algunas de sus naves están en poder de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos desde hace mucho tiempo.

Inquietante.

Su historia —como comprenderá el lector— me resultó difícil de creer desde el principio. Y lo fue por diversas razones: la primera tenía que ver con ese «elemento 115» al que se refería Lazar. Según puede verse en las últimas incorporaciones a la famosa tabla periódica de Mendeleiev, en 1994 los alemanes sintetizaron artificialmente los elementos números 110 y 111. De hecho, durante los últimos veinte años apenas han podido sintetizarse en laboratorios siete elementos nuevos, la mayoría de los cuales generaron muy pocos átomos y éstos, además, se desintegraron en pocos segundos. ¿Cómo era posible, entonces, que existiera un elemento 115 en poder de los militares, y que éste fuera lo suficientemente estable como para ser utilizado[79] como parte de un combustible revolucionario? Lazar responde a esto afirmando que ese elemento 115 proviene del planeta de origen de los extraterrestres, que orbita alrededor de una estrella binaria de extraordinaria densidad, y que la Fuerza Aérea posee de él alrededor de cincuenta kilos. Lo suficiente, añade, para alimentar una pequeña flota de platillos volantes durante algunos años.

Pero eso no es todo. Para justificar su trabajo en Nellis, Lazar afirmó haber estudiado en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y en el Cal Tech de Los Ángeles, donde obtuvo dos licenciaturas en físicas. Pues bien, en ninguno de ambos centros se han encontrado referencias o archivos académicos suyos: ni se matriculó ni se examinó nunca en ninguno de sus cursos. Tampoco pudieron comprobarse sus hipotéticos contratos en los laborados militares de Los Álamos, ni en la empresa Kirk-Mayer para la que dijo haber trabajado. Por contra, algunos empleados de estas instalaciones sí recuerdan el paso por ellas de este físico, y uno de los libros de teléfonos interno del laboratorio militar de Los Álamos incluye claramente su nombre. ¿Fueron acaso borrados sus expedientes de estos lugares para desacreditar a alguien que estaba desvelando el secreto que celosamente se estaba custodiando en Área 51?

Pudiera ser. De hecho, a diferencia de otros «creyentes» en la existencia de tecnología extraterrestre en manos de militares, Robert Lazar siempre se ha mantenido a una cauta distancia de las historias de alienígenas trabajando codo a codo con técnicos militares dentro de bases de la Fuerza Aérea. Nunca ha afirmado abiertamente haber visto ningún extraterrestre, y si bien sostiene que él consultó informes técnicos donde se hablaba de ovnis estrellados, jamás vio ninguno de éstos en Nellis.

Esta ambigüedad en los datos me mantuvo bastante tiempo alejado del caso Lazar, aunque finalmente me decidí a reunir toda la información relativa a sus afirmaciones e iniciar —en la medida de mis posibilidades— una modesta investigación. ¿Qué me hizo cambiar de opinión?

Iré al grano.

Lo que me llevó a preocuparme por la historia de Lazar fue comprobar que él no fue el único en hacer esa clase de comentarios sobre el trabajo interno desarrollado en el Área 51. Poco antes de fallecer de cáncer en 1989, uno de los asesores de más alto nivel de la empresa Lockheed (además de agente de la contrainteligencia americana durante los años sesenta y setenta) llamado Marión Leo Williams, hizo una sorprendente confesión a uno de sus familiares. Según le relató en el lecho de muerte, la compañía Lockheed estaba trabajando desde hace décadas en un laboratorio secreto en Nevada con materiales procedentes de ovnis accidentados. Al parecer, varios estudios de carácter tecnológico, e incluso biológico, se estaban llevando a cabo en esas instalaciones de máxima seguridad, y una de sus misiones fue la de proteger ese secreto.

La historia de Williams salió a la luz en 1992, después de que el familiar al que éste le relató los pormenores de su trabajo lo pusiera en conocimiento de Andrew Basiago, un abogado de Los Ángeles colaborador de la Cousteau Society. El propio Basiago fue quien estableció los paralelismos adecuados entre el relato de Williams y las confesiones de Lazar, estableciendo que «aunque hay razones para el escepticismo, algo extraño está definitivamente teniendo lugar en el Área 51»[80]. Tal y como en octubre de 1990 Bill Scott, columnista de la prestigiosa revista Aviation Week & Space Technology, señaló, «hay evidencias substanciales de que existe una familia de aeronaves que cuentan únicamente con esquemas de propulsión y aerodinámicas exóticos, no completamente comprensibles de momento».

La duda pendiente de respuesta es: ¿De qué origen? Probablemente, si las especulaciones tejidas en torno al Área 51 no respondiesen algunas de las incógnitas sobre qué se hizo con los restos del ovni de Roswell (y quizá, con los de otros incidentes de esa misma naturaleza), nunca me hubiera ocupado de recabar información al respecto. Pero, por una vez y sin que sirva de precedente, los rumores daban que pensar.

El Destino —o esa Fuerza Mayor de la que hace gala a menudo— tiene cosas así. Y es que, justo cuando ultimaba este capítulo y trataba de resolver el endiablado rompecabezas de los platillos vistos por Lazar y los avistados por numerosos testigos de las poblaciones limítrofes al Área 51, allá por octubre de 1995, caía en mis manos el último ejemplar de la revista española Muy Interesante. En él se habla del «más nuevo» —con todas las reservas del término— prototipo de avión espía desarrollado por las compañías Lockheed y Boeing para el Pentágono[81]. Le llaman Darkstar (estrella oscura), y se trata de una pequeña aeronave sin piloto, con forma de platillo volante suspendida de una gran ala transversal, y que es capaz de volar a casi veinte mil metros de altura y de permanecer en el aire, sin repostar, durante todo un día.

Tanto por las empresas implicadas, como por las características del aparato (el miembro más joven de la familia Stealth), el prototipo fue desarrollado con seguridad en Nevada, rodeado del más absoluto de los secretos. ¿Acaso fue un modelo experimental de este avión lo que filmaron en 1992 las cámaras de la televisión de Las Vegas? ¿Y fueron nueve de estos aparatos los que reposaban en abrigos de roca en el área «S-4» cuando Robert Lazar trabajó allá en 1989? Y si así fuera, ¿tiene este prototipo algo que ver con la tecnología duplicada en la que aseguró haber estado trabajando Lazar?

No hay respuesta para estas dudas, aunque sí existen dos episodios dentro de la casuística ovni mundial que pueden completarnos el panorama ofrecido por estos datos y que, para algunos investigadores, enriquecen precisamente esa última y arriesgada suposición.

Trataré de resumirlos en dos pinceladas.

Cerca de Huffman, Texas, 29 de diciembre de 1980. A las 21:00 horas, aproximadamente.

Betty Cash, su amiga Vickie Landrum y el hijo de ésta, Colby, de tan sólo siete años de edad, circulan por una carretera secundaria hacia otra localidad de Texas, aprovechando las fiestas navideñas. La noche es clara y nada anormal parece que vaya a suceder.

Sin embargo, al filo de las nueve de la noche, un objeto llameante que sobrevuela la zona justo por encima de las copas de los árboles, irrumpe en escena. Betty detiene el vehículo, y tanto ella como Vickie descienden para contemplar el espectáculo. Entretanto, el objeto se ha detenido a apenas cuarenta metros de donde se encuentran. Se trata de una aeronave extraordinariamente brillante, con una forma romboidal, similar a un diamante, y que emite un persistente zumbido.

Las mujeres se asustan. Vickie cree que ha llegado el fin del mundo y se refugia en el interior del coche, mientras que Betty no puede entrar al vehículo porque la puerta está literalmente al rojo vivo.

Pero lo más sorprendente sucederá a continuación.

Por detrás del «diamante volador» los tres pueden contar hasta veintitrés helicópteros del tipo Chinooks escoltando al ovni. Vuelan en formación a su alrededor, manteniendo lo que parece ser una distancia de seguridad y evitando en todo momento acercarse demasiado al objeto.

¿Qué está sucediendo?

La impresión de Betty y Vickie es que los helicópteros están vigilando las maniobras erráticas del ovni, como si controlaran un vuelo de pruebas y velaran por una eventual caída. Pero todo queda en suposiciones.

Las semanas siguientes a su encuentro fueron un infierno para Betty y la familia Landrum. Los tres habían sufrido quemaduras de diversa consideración, mientras que Betty —la que más tiempo permaneció en el exterior del vehículo— comienza a padecer jaquecas, caída repentina del cabello, náuseas, pérdida del apetito e hinchazones por todo el cuerpo. Todo parece indicar que han estado sometidos a una fuerte radiación.

Betty y Vickie, convencidas de haber sido dañadas por alguna clase de vehículo militar secreto, y no por una nave extraterrestre, interponen una demanda por daños y perjuicios al gobierno de los Estados Unidos por valor de veinte millones de dólares. Durante el juicio, no obstante, representantes de la Fuerza Aérea, la Armada, la Marina y la NASA negaron categóricamente poseer un vehículo experimental de esas características, ignorando el «pequeño detalle» de la escolta de helicópteros. Ni Peter Gersten, un abogado especializado en la obtención de información secreta sobre ovnis vía Ley de Libertad de Información, ni John Schuessler, el investigador del caso en cuestión, lograron que el gobierno se implicara en tan extraño incidente.

Cuatro días antes. Bosque de Rendlesham, Gran Bretaña. Noche de Navidad de 1980, poco después de las 21:00 horas.

Fue una Navidad movida.

Toda Europa contempló atónita el paso de una serie de luces brillantes en sus cielos. Como si de una nueva «estrella de Belén» se tratara, explosiones encadenadas, relámpagos súbitos y extraños «meteoritos» recorrieron el espacio aéreo de España, Portugal, Francia, Italia, Alemania y Gran Bretaña, dejando una extraña sensación en el ambiente.

Se supuso rápidamente que la reentrada en la atmósfera de la última fase de un cohete ruso de la serie Cosmos era la responsable del incidente. Pero la movida a la que me refiero no había hecho sino empezar.

Varios testigos que vivían en el perímetro de la base mixta británico-norteamericana de Bentwaters, junto al bosque de Rendlesham, observan bien entrada la madrugada el descenso de una luz muy brillante.

En 1992 visité el lugar de los hechos en compañía de Brenda Butler, una de las más activas investigadoras del caso, con quien sostuve una interesante conversación.

—Inmediatamente después de la caída de la luz —me refirió—, una patrulla de la base de Bentwaters se acercó al lugar y vio un objeto discoidal aterrizado, apoyado sobre tres patas.

—¿Qué pasó después?

—Se alertó al cuartel general, y se inició un acordonamiento de la zona. Por fortuna, antes de que los soldados implicados en ese cordón fueran enviados a otros destinos y se silenciara toda la investigación, algunos de ellos nos relataron parte de lo que vieron.

Según Brenda, que trabajó duro sobre el caso junto a la prolífica escritora y ufóloga británica Jenny Randles, al lado del ovni algunos soldados vieron unas pequeñas entidades de aspecto vagamente humano, de apenas uno veinte metros de altura y que parecían estar reparando su aeronave, o supervisándola por su parte exterior.

—Por supuesto, todo esto se ocultó al público —me asegura Brenda—. Sin embargo, en 1983, después de varias presiones, el entonces coronel USAF de la base, el norteamericano Charles Halt, reconoció en un documento escrito que sus hombres habían estado persiguiendo «luces pulsantes» a través del bosque, y que habían encontrado tres huellas circulares en uno de sus claros.

—También se habló de una especie de contacto con los tripulantes del objeto —le increpo.

—Así es. Algunos testigos, como el sargento John Burroughs de la USAF, declararon haberse sentido controlados por algo inteligente, y no son pocos los soldados que vigilaron la zona que sugieren la existencia de algún tipo de contacto oficial.

—¿Qué clase de contacto?

—No conozco los detalles, lo siento.

No he escogido al azar estos dos casos. De hecho, ni tan siquiera he terminado aún de recoger información sobre ellos. Pero tanto por su proximidad temporal como por el hecho de ser dos incidentes profusamente descritos en la literatura mundial sobre ovnis, ambos sucesos apuntan en la misma dirección que los extraños acontecimientos surgidos alrededor del Área-51. Es decir, que existe alguna clase de conexión entre el fenómeno ovni y el gobierno norteamericano. Bien sea porque ese país está fabricando sus propios ovnis —y, en consecuencia, ensayándolos temerariamente sobre poblaciones civiles, países extranjeros y testigos fortuitos, aprovechándose de la ignorancia pública sobre el tema—, o bien porque están al corriente de su naturaleza, de su presencia entre nosotros y ocasionalmente han interactuado con ellos.

Que el lector elija la que más le convenza.

Personalmente, a estas alturas de la historia de la humanidad, no albergo dudas sobre que los responsables últimos del fenómeno ovni —que ya se daban paseos por nuestros cielos muchos siglos antes de que existiera la USAF—, interactúan ocasionalmente con los humanos, manipulando sutilmente el destino de este planeta.

Pero eso es, nunca mejor dicho, otra historia de la que me ocuparé a su debido tiempo.