Los otros «casos Roswell»
–¿Te das cuenta que los militares nunca podrán reconocer la caída de un ovni en Roswell? —recuerdo que me interrumpe Antonio Huneeus mientras conduzco a lo largo del perímetro del campo de pruebas de White Sands, no muy lejos de Roswell, en mayo de 1991.
—¿Y por qué? —le devuelvo su pregunta.
—Está claro. Si lo hicieran, los investigadores y la opinión pública se les echarían encima. Querrían saber dónde guardan sus restos, confirmar que realmente están almacenados en la base de Wright Patterson, en Ohio y…
—¿… Y?
—Y sobre todo —continúa Huneeus enérgicamente—, confirmar que han caído ovnis en otras ocasiones, cuya recuperación fue mantenida también en el más absoluto de los secretos.
Callé. Realmente el bueno de Antonio las tenía todas consigo.
Nunca he dado demasiado crédito a las historias —muy divulgadas, por cierto, en Estados Unidos— de otros platillos volantes siniestrados en Nuevo México, Arizona y Texas entre 1947 y 1952. Y nunca lo he hecho porque me resistía a creer que alguien con una tecnología aeronáutica tan avanzada como la que se presumía a los platillos volantes, fuera a caer a tierra en repetidas ocasiones y, precisamente, en una zona del planeta tan reducida, utilizada fundamentalmente como campo de pruebas de prototipos militares.
Y una de dos: o los tripulantes de los ovnis estaban precipitándose en esa área porque alguno de los experimentos que allí se estaban realizando (pruebas nucleares o con radares, por ejemplo) afectaban a sus sistemas de navegación o, por el contrario, aquellos «ovnis» no eran sino ensayos aeronáuticos secretos de nuevos vehículos militares.
Confieso que en varias ocasiones he estado tentado de cerrar el expediente Roswell aplicando el célebre razonamiento de la navaja de Occam; es decir, sosteniendo que es la hipótesis más sencilla aquélla que más probabilidades tiene de ser cierta. Pero hacer eso, y defender que fue un globo Mogul o un avión ultrasecreta lo que se estrelló en Nuevo México en 1947, sería despreciar arbitrariamente los relatos de muchos testigos y los resultados de demasiadas investigaciones. Y no sólo, por cierto, los de aquellos que protagonizaron el caso Roswell en sí, sino los de quienes vivieron otros misteriosos incidentes que, al parecer, tuvieron lugar en fechas muy próximas y en lugares no demasiado lejanos a Roswell.
Iré al grano.
Llanos de San Agustín, Nuevo México, a principios del mes de julio de 1947.
Un empleado del U. S. Soil Conservation Service llamado Grady «Bamey» Barnett —y que, en principio, nada tiene que ver con el cámara que filmó las autopsias en Fort Worth, Jack Barnett— se tropieza durante una de sus patrullas con los restos de lo que parece ser una aeronave estrellada. Según contará después a algunos de sus mejores amigos, su hallazgo consiste en un gran objeto metálico empotrado contra el suelo y en torno al cual yacen los cadáveres de varios seres extraños, de pequeña estatura y gran cabeza.
Pero Barnett no es el único que se encuentra con aquello. Al poco de llegar al lugar, aparecen en escena un grupo de arqueólogos que comienzan a curiosear entre los restos de la aeronave[43].
También ellos ven los extraños cadáveres, y se muestran incapaces de dar una respuesta satisfactoria a ninguna de las preguntas que les sugiere el hallazgo. Por otra parte, los comentarios de Barnett dan una idea bastante precisa del lugar del impacto: los restos de este objeto se encuentran en los Llanos de San Agustín, un paraje montañoso no muy alejado de la ciudad de Socorro, pero enclavado a doscientos cuarenta kilómetros al oeste del Rancho Foster… Demasiado lejos, en principio, para considerarlo la fuente principal de los fragmentos de «aluminio» encontrados por «Mac» Brazel en sus terrenos. ¿O no?
Hasta finales de octubre de 1978 Stanton Friedman no descubre este «rumor». Cuando lo hace, Grady Barnett lleva ya nueve años muerto y nadie con anterioridad había recogido de él, de primera mano, su testimonio. Por fortuna, algunos de sus amigos recuerdan bien su historia. En especial Vern y Jean Maltais, un matrimonio que ofrece a Friedman y sus colaboradores toda clase de facilidades en la investigación, reconstruyendo para ellos, tan fielmente como pueden, el relato pormenorizado en «primera persona» de Barnett, tal y como éste lo contó hacia el mes de febrero de 1950:
Una mañana me encontraba realizando un trabajo cerca de Magdalena (Nuevo México) cuando una luz que se reflejaba en una especie de objeto metálico me dio en los ojos. Pensé que un avión debía haberse estrellado durante la noche y me dirigí donde se encontraba, a cosa de un kilómetro y medio o dos, en una zona de terreno llana y desierta. Cuando llegué, me percaté de que no se trataba de un avión, sino de alguna clase de objeto metálico, con forma de disco y con una longitud de unos diez metros. Mientras lo miraba y trataba de decidir de qué se trataba, llegaron más personas procedentes de otra dirección, que también escudriñaron por los alrededores. Me dijeron más tarde que formaban parte de un equipo de investigación arqueológica de una universidad del Este (la de Pensilvania) y que, al principio, habían creído asimismo que se trataba de un avión estrellado. Se desparramaron por aquella zona y observaron los restos.
A renglón seguido, Barnett les explicó a los Maltais:
Me di cuenta que contemplaban unos cadáveres en el suelo. Creo que había otros en la máquina, que era una especie de instrumento metálico de alguna clase, parecido a un disco. No era muy grande. Parecía hecho de un metal parecido al acero inoxidable, aunque más oscuro. La máquina se había abierto debido a una explosión o por el impacto.
Traté de acercarme para ver cómo eran los cuerpos. Estaban todos muertos por lo que pude ver, y también había otros cadáveres dentro del vehículo. Los que se encontraban fuera habían sido arrojados allí por la colisión. Se parecían a los humanos, pero no lo eran. Tenían cabezas redondas, los ojos pequeños, y carecían de cabello. Los ojos estaban separados de una forma rara. Eran pequeños para nuestras medidas y sus cabezas más grandes, en proporción a sus cuerpos, que las nuestras. Sus ropas parecían estar hechas de una pieza y eran de color gris. No se podían ver ni zapatos, ni cinturones, ni botones. Me parecieron todos del sexo masculino, y había varios de ellos. Estaba tan cerca que hasta podía tocarlos, pero no lo hice, ya que me apartaron de allí y no pude mirarlos más.
Y concluye Grady Barnett:
Mientras seguíamos observándolo todo, un oficial del ejército descendió de un camión con conductor y se hizo cargo de la situación. Nos dijo a todos que el ejército se incautaba de aquello y que debíamos marcharnos de allí. Llegó más personal militar y acordonaron la zona. Nos ordenaron que abandonásemos el área y que no hablásemos a nadie de lo que acabábamos de ver… que era un deber patriótico silenciar lo ocurrido[44].
Cuando Friedman, y más tarde su colaborador William Moore, se tropezaron con este relato extraído de la memoria del matrimonio Maltais, inmediatamente lo relacionaron con el caso Roswell y con el incidente en los terrenos de «Mac» Brazel. Sin una evidencia sólida que lo sustentara, supusieron que el objeto visto por Barnett era el mismo que, minutos antes, había dejado caer algunas láminas metálicas sobre el rancho Foster durante su trayectoria de colisión, estableciendo precipitadamente una serie de paralelismos cronológicos basados sólo en suposiciones y que se plasmaron en el libro de Berlitz y Moore El incidente.
—Lo único que puedo decir —me comentaba en septiembre de 1995 Friedman en San Marino— es que si el accidente de los Llanos de San Agustín no es el mismo que el de Roswell, entonces hubo al menos dos objetos que se estrellaron en fechas muy similares en Nuevo México.
—¿Cómo puede estar tan seguro de ello? —le asalté.
—Entre otras cosas porque, durante estos años, otro nuevo testigo llamado Gerald Anderson ha salido a la luz, y ha confirmado muchos de los detalles que narró Grady Barnett antes de morir.
Efectivamente. El 24 de enero de 1990, tras la reposición en la cadena de televisión norteamericana NBC de un documental sobre el caso Roswell en la serie Unsolved Mysteries, un telespectador llamado Anderson se puso en contacto con los investigadores Stanton Friedman y Kevin Randle, ofreciéndoles su curiosa historia. En julio de 1947 él tenía tan sólo cinco años y recuerda que viajaba en compañía de su padre, un tío, su hermano mayor y un sobrino, por Nuevo México en coche cuando, en un determinado momento de su ruta, la familia decidió detenerse a descansar junto a un arroyo. Tras unos minutos de relax, todos ellos decidieron adentrarse en el desierto para estirar las piernas, así que, «de repente —cuenta Anderson—, vimos un objeto plateado, circular, que yacía sobre el suelo como formando un ángulo con el terreno (…). Y allí estaban también tres de los miembros de su tripulación sobre el suelo, debajo de ese objeto, en una zona de sombras. Uno de ellos estaba de pie, y de los que yacían en el suelo, dos no se movían en absoluto, sólo estaban allí tumbados»[45].
Anderson refiere también que vio en la zona a un hombre parecido al presidente Harry Truman. El detalle no tendría mayor importancia si no fuese porque —eso es rigurosamente cierto— el propio Grady Barnett tenía cierta semejanza con este célebre estadista. ¿Es posible que encajaran tan milimétricamente ambos testimonios? Y lo que es más, ¿es creíble que un testigo que en la fecha del incidente tenía sólo cinco años recuerde tantos y tan precisos detalles de aquella improvisada excursión por el desierto?
Ni que decir tiene, que dudas parecidas a ésta han levantado una acalorada polémica entre quienes nos hemos preocupado por este caso. La no existencia de documentos de la época —en el incidente de Roswell disponemos, al menos, de los recortes de prensa del Roswell Daily Record—, la ausencia de una fecha precisa para este segundo accidente, y lo dudoso del testimonio de Anderson, hacen necesario poner en cuarentena semejante «nuevo escenario» del accidente del ovni de julio.
No ocultaré mis recelos.
Releyendo los datos disponibles del accidente de los Llanos de San Agustín y comparándolos con los escasos datos de que disponía a mediados de 1995 de la historia de Jack Barnett y su asombrosa filmación, encontré, en primera instancia, varios puntos de conexión que me inquietaron… y que aún no han dejado de preocuparme. En primer lugar, tanto Grady Barnett como Jack Barnett[46] sitúan el escenario del accidente al oeste de la ciudad de Socorro (que no de Roswell). En ambos casos se desconoce la fecha precisa y en ambos se rumorea que un hombre parecido a Truman —si no Truman mismo, como asegura Ray Santilli— estuvo entre los restos. Aunque, eso sí, los seres que describen Grady Barnett y Gerald Anderson en poco o en nada tienen que ver con los que filmó el octogenario ex cámara de la USAF.
Por tanto, mis dudas eran —y en cierta medida aún lo son— razonables: ¿Se produjeron varios incidentes alrededor de las ciudades de Roswell y Socorro entre junio y julio de 1947? ¿Varios incidentes en los que se recuperaron cadáveres de pequeña estatura y extrañas aeronaves en forma de disco o ala delta?
Semejantes cuestiones me inquietaron durante semanas.
Anatomía extraterrestre.
Tanto los testigos de Roswell como los de los Llanos de San Agustín describieron desde el principio haber visto seres con cuatro dedos, de complexión extraordinariamente delgada y frágil, y de brazos muy largos. Al parecer, ateniéndonos a sus relatos, que son perfectamente coherentes entre sí, aquellas criaturas carecían de pabellones auditivos y en lugar de boca presentaban una fina línea recta por la que apenas podrían ingerir alimentos. En pocas palabras, se trataba de entidades que en poco o en nada se parecían a la gruesa «extraterrestre» filmada durante la así llamada primera autopsia.
—Tengo la impresión de que el testimonio de Jack Barnett no forma parte del caso Roswell, y que Ray Santilli se ha precipitado al asociar ambas historias, engañándose él y confundiendo a los investigadores —le comento preocupado al periodista especializado en misterios Josep Guijarro, durante una de nuestras frecuentes conversaciones sobre el caso, a primeros de agosto de 1995.
—¡Hombre! —exclama—. Si realmente los extraterrestres de Roswell son como los de la filmación, deberíamos revisar todo lo que sabemos de este incidente, y evaluar de nuevo la credibilidad de todos los testigos.
—¿De veras lo crees? —lo provoco con un tono forzado de incredulidad.
—Por supuesto. Además de no encajar su aspecto con lo que han referido las personas más cercanas al accidente, su morfología tampoco se adecúa al retrato robot que elaboró Leonard Stringfield de las «entidades recuperadas».
Sin quererlo, Josep me acababa de dar una pista importante. Su comentario aludía directamente a un trabajo publicado por primera vez en 1978 por un afamado ufólogo de Ohio, y que recogía el resultado de sus innumerables entrevistas con miembros de las Fuerzas Aéreas que habían trabajado para las instalaciones militares de Wright Patterson. Tras mi conversación con Josep, busqué afanosamente este texto en mis siempre imprevisibles archivos hasta que, finalmente, di con él. Se trataba de un voluminoso dossier que contenía una larga serie de increíbles relatos de personal militar, la mayoría protegidos tras sus iniciales, que coincidían claramente en un punto fundamental: todos ellos aseguraban haber visto extraños cadáveres conservados en cámaras frigoríficas en la base de Wright Patterson y rescatados de diversos accidentes de «discos volantes». Y lo que es más, según Stringfield, a partir de sus relatos podía dibujarse claramente una especie de retrato robot básico de las entidades capturadas, apoyado en las descripciones de la veintena de testigos que entrevistó. Un esquema sencillo que podía resumirse en veintiún puntos clave, y que transcribo literalmente:
¿Qué podía pensar de esta descripción? Sin entrar a juzgar su veracidad, lo primero que me saltó a la vista es que muchos de los puntos marcados por Stringfield no se corresponden en absoluto con las características anatómicas de la entidad filmada por Jack Barnett. Esta dispone claramente de ojos no oblicuos, de pabellones auditivos muy formados, de una nariz claramente definida, una gran boca y un torso voluminoso, por citar solo algunas contradicciones claras con la descripción enunciada.
—Si alguien hubiera querido engañar a los investigadores con un fraude elaborado, hubiera construido una entidad siguiendo el modelo de Stringfield… —piensa en voz alta Guijarro.
—¿Y no te hubiera resultado aún más sospechoso si las imágenes se correspondieran al cien por cien con ese modelo, que se conoce desde hace más de quince años? —le contesto.
—Es probable… —duda—. A fin de cuentas, el gran problema que tenemos al evaluar estas imágenes es que no poseemos ningún elemento con qué contrastarlas. Nadie ha rescatado de la base de Wright Patterson alguna otra imagen de extraterrestres que poder comparar con éstas.
Josep estaba en lo cierto. De hecho, anticipándose a los acontecimientos, acababa de tocar uno de los puntos clave de lo que sería mi investigación en los meses venideros. Y es que todos los juicios formulados por los expertos que, en adelante, analizarán las imágenes de Barnett, estarán necesariamente mediatizados por lo que sabemos de la anatomía humana. No hay que olvidar que la Fuerza Aérea no se ha manifestado aún sobre el filme de Barnett y mucho menos ha confirmado los ya añejos rumores de que en su base de máxima seguridad de Wright Patterson, en Dayton (Ohio), conservan otros cuerpos y los restos de accidentes similares al de Roswell. Sabía, pues, que pronto me encontraría ante la paradoja de no poder afirmar si los seres filmados por Barnett eran o no extraterrestres, ¡porque nadie ha visto antes otras imágenes ciertas de extraterrestres!
Irritante.
Por alguna extraña razón —justificable, ciertamente, si la Fuerza Aérea norteamericana hubiera recuperado una nave extraterrestre en Roswell—, a primeros de julio de 1947 se crea en el seno de la base aérea de Wright Field la primera unidad de investigación de este escurridizo fenómeno. Oficialmente esa comisión ovni no comenzó a trabajar hasta enero del año siguiente bajo el nombre clave de «Proyecto Signo» pero, de hecho, numerosos memorándums internos prueban que su puesta en marcha fue muy anterior[48]. Y no es de extrañar. Si, como señalan todos los indicios, los restos del ovni de Roswell fueron a parar a los hangares de esta base militar hacia el 8 de julio de aquel año, es más que lógico que se emprendieran acciones extraordinarias para su estudio y se previniesen nuevas operaciones ante la eventual caída de otros objetos de similar naturaleza.
Hasta tal punto se mantuvieron confidenciales las investigaciones de la USAF en torno al fenómeno ovni que el nombre de «Proyecto Signo» permaneció en secreto para la opinión pública, que lo bautizó frívolamente como «Proyecto Platillo». Hoy sabemos, sin embargo, que los oficiales de Wright Field a su cargo elaboraron en 1948 un revelador documento confidencial denominado Estimate of the Situation en el que concluyeron que los ovnis tenían un origen extraplanetario y no suponían una amenaza para la seguridad nacional.
Nadie sabe cómo llegaron a semejante conclusión, pero lo cierto es que el jefe de personal de la Fuerza Aérea, el general Hoyt S. Vandenberg, rechazó en última instancia aquel texto, prohibió su difusión y ordenó que se incinerasen todas sus copias. Sin embargo, a partir de aquella drástica decisión el Estimate of the Situation se convirtió casi de inmediato en un documento mítico. Y mítico no tanto por sus conclusiones, extrañas para un periodo en el que todavía se creía que los platillos volantes eran aeronaves secretas de países enemigos, como por no haber trascendido nunca en qué evidencias concretas se sostenían éstas. ¿Quizá en la caída de un ovni en Roswell?… Con toda probabilidad.
Durante años, Leonard Stringfield —que falleció en diciembre de 1994 sin haber publicado todas sus investigaciones sobre esta peculiar tipología de incidentes ovni— recogió testimonios de personal militar de la base de Wright Field (más tarde denominada Wright Patterson, al unirse las instalaciones de Wright con las vecinas de Patterson) relatando cómo en algunos de sus edificios se conservaban restos de varios accidentes de ovnis así como los cadáveres congelados de sus tripulaciones. Stringfield sabía que lo único constatable a ese respecto era que, oficialmente, Wright Patterson había sido durante años el cuartel general de todos los proyectos de la Fuerza Aérea relativos a los No Identificados. Y sabía también que allí se encontraba la célebre «habitación azul» donde supuestamente se habían venido almacenando todos los dossieres relativos a platillos volantes y a los que muy pocas personas han tenido acceso en este tiempo.
Stringfield calificó esta clase de incidentes como «recuperaciones del tercer tipo»[49], parafraseando la célebre clasificación del doctor Joseph Allan Hynek para observaciones de ovnis, y que Spielberg popularizó en su genial largometraje Encuentros en la tercera fase (1977).
En su día fue un paso atrevido, pues la última vez que se habían discutido abiertamente esta clase de incidentes fue en 1952, cuando J. P. Cahn, un periodista de la revista True[50], publicó una investigación en la que desacreditaba por completo una bien conocida historia de accidente ovni: la caída de un platillo a unos veinte kilómetros de Aztec (Nuevo México) y unos trescientos veinte de Roswell, hacia marzo o abril de 1948.
El caso en cuestión había sido recogido por un excéntrico columnista de la revista Variety, en un libro sensacionalista publicado en 1950 y titulado Behind the Flying Saucers. Frank Scully, el autor de esta obra, aseguraba contundentemente a lo largo de sus 230 páginas que un enorme platillo volante con dieciséis tripulantes a bordo, vestidos «al estilo de 1890», fue recuperado en secreto por la USAF y puesto a disposición de un equipo de ocho científicos entre los que se encontraba un tal «señor G», que fue quien le facilitó todos los detalles del caso a través de un amigo común, un hombre de negocios llamado Silas M. Newton. Pero no sólo eso. Según pudo averiguar Scully, otros tres objetos cayeron cerca de un campo de pruebas en Arizona, en Paradise Valley y en unas instalaciones militares secretas, engrosando el depósito de cadáveres de la Fuerza Aérea con treinta y cuatro nuevos cadáveres de extraterrestres. Ahí es nada.
Tras varios meses de persecución literal a Scully, Cahn demostró que el seudónimo de «señor G» encubría realmente la personalidad de Leo A. GeBauer, propietario de una fábrica de componentes eléctricos de Phoenix (Arizona), al tiempo que puso de relieve que el «amigo común» en cuestión era un conocido charlatán de Aztec que sólo pretendía atraer inversores a sus tierras. Un hombre capaz de inventar toda clase de historias inverosímiles sobre yacimientos petrolíferos pendientes de explotación, gracias a sistemas de detección copiados de tecnología alienígena.
El descrédito que generó el descubrimiento del fraude de Aztec fue tal que, durante años, ningún ufólogo serio quiso verse involucrado en relatos de esa clase. Y de hecho, a nadie medianamente avispado se le escapa que la proximidad cronológica y espacial del caso Aztec al caso Roswell, hace pensar obligatoriamente en una hábil maniobra de intoxicación destinada, en primera instancia, a desviar la atención del incidente del rancho Foster. Pero también para, posteriormente, una vez descubierto el fraude, desacreditar la cuestión de los ovnis estrellados en su conjunto.
Algunas situaciones previas a la publicación del ácido reportaje de Cahn, y ajenas en principio al sórdido ambiente en el que se movieron Scully, Newton y GeBauer, confirman que el gobierno de los Estados Unidos estaba interesado en diseminar ampliamente la historia de Aztec a todos los niveles. Incluyendo el diplomático.
Embajada del Canadá en Washington DC, 15 de septiembre de 1950.
Wilbert B. Smith, un ingeniero radioeléctrico que trabaja para el Departamento de Transporte de Canadá y que desde hace algunos meses ocupa la jefatura de un proyecto secreto llamado Magnet que trata de averiguar qué se esconde tras los sistemas de propulsión de los platillos volantes, está a punto de mantener una reunión con un prestigioso científico norteamericano para discutir esta cuestión. El científico al que espera no es otro que el doctor Robert Sarbacher, consejero de la Junta de Desarrollo e Investigación del gobierno de Estados Unidos y uno de los sabios más prestigiosos del país.
La reunión ha sido concertada a través de un desconocido teniente coronel Bremner y tiene carácter de secreto.
—Estoy desarrollando un trabajo sobre la utilización del campo magnético de la Tierra como fuente de energía y creo que nuestro trabajo puede tener relación con los platillos volantes —se explica Smith[51].
—¿Qué quiere saber? —le responde Sarbacher con aplomo.
—He leído el libro de Scully sobre los platillos y me gustaría saber qué partes de éste son ciertas.
—Los hechos narrados en el libro son sustancialmente correctos —asegura Sarbacher.
—Entonces, ¿los platillos existen?
—Sí, existen.
—¿Operan, como sugiere Scully, sobre principios magnéticos? —prosigue Smith.
—No hemos sido capaces de duplicar su comportamiento —(¡!).
—¿Vienen de otros planetas?
—Todo lo que sabemos es que nosotros no los hemos hecho, y es bastante correcto suponer que no proceden de la Tierra.
—… Entiendo que todo el asunto de los platillos está clasificado —comenta Smith.
—Sí. Está clasificado dos puntos por encima de la bomba-H. De hecho, es el asunto más altamente clasificado en el gobierno de los Estados Unidos en este momento.
—¿Puedo preguntar la razón de esa clasificación?
—Puede preguntar, pero no puedo responderle.
—¿Existe alguna vía por la que pueda obtener más información, particularmente aquélla que tenga que ver con nuestro trabajo? —pregunta por último Smith.
—Supongo que usted podría ser autorizado por su propio Departamento de Defensa y estoy bastante seguro que se podrían alcanzar acuerdos para intercambiar información. Si usted tiene algo con lo que contribuir, estaremos abiertos a hablar sobre ello, pero no puedo ofrecerle nada más de momento —concluye Sarbacher.
Algo más de dos meses después de esta escueta conversación, iniciada —no perdamos de vista este detalle— en torno a la veracidad de los datos aportados por Frank Scully en su obra Behind the Flying Saucers, Wilbert Smith redactó un documento secreto, fechado el 21 de noviembre de 1950, en el que resumía los puntos fundamentales de su reunión con Sarbacher:
a) El tema es el asunto más altamente clasificado del gobierno de los Estados Unidos, por encima de la bomba-H.
b) Los platillos volantes existen.
c) Su modus operandi es desconocido, pero un gran esfuerzo está siendo realizado por un pequeño grupo encabezado por el doctor Vannevar Bush.
d) El asunto completo es considerado por las autoridades de Estados Unidos como de tremenda importancia.
Analizando esta insólita reunión y sus consecuencias posteriores, saltan a la luz dos consideraciones del máximo interés. La primera y fundamental es que el gobierno canadiense estaba al corriente en 1950 de los extraños accidentes que se estaban produciendo en su país vecino, encargando a un experto en magnetismo que tratase de averiguar cuánto los militares estadounidenses conocían ya de la tecnología de los platillos. Y en segundo lugar, según se deduce de los comentarios del doctor Sarbacher, Estados Unidos quería preservar a toda costa «su» secreto no sólo evitando hablar de las razones del ocultamiento, sino —y ésa es mi particular conclusión de los hechos— desviando la atención del gobierno canadiense hacia un «bluff» como el accidente de Aztec, incapaz de aportar ninguna pista coherente al equipo de Smith.
Extrañamente, ni una sola mención al caso Roswell se encuentra en las notas de Smith o en sus escritos oficiales posteriores.
Lo curioso de todo este asunto es que es más que probable que el propio Sarbacher fuera utilizado por su gobierno para diseminar esa desinformación a Smith.
Y me explico de nuevo.
Años después de la reunión en la Embajada del Canadá, concretamente en 1983, un investigador ovni afincado en Arizona llamado William Steinman se propuso «resucitar» el caso Aztec. Revisó toda la documentación relativa a este incidente y, tras localizar el documento de Smith para el Departamento de Transporte de su país, trató también de ubicar al doctor Sarbacher y confirmar sus comentarios de 1950.
En 1983 Sarbacher estaba en el cénit de su carrera científica. Ocupaba el cargo de presidente y jefe de gabinete del Washington Institute of Technology, y su reputación estaba fuera de toda duda. Pese a ello, tras una larga serie de conversaciones telefónicas con Steinman, Sarbacher le envía una carta fechada el 29 de noviembre de ese año que no deja lugar a dudas sobre su papel en este asunto. En ella asegura que él nunca estuvo involucrado personalmente en ninguna de las comisiones creadas para estudiar los platillos siniestrados (es decir, supone la existencia de varios accidentes), aclarando además que pese a ser invitado por la Administración Eisenhower a varias reuniones de científicos para debatir la cuestión, nunca pudo asistir a ninguna de ellas. «En cuanto a la verificación de las personas que usted enuncia como involucradas, sólo puedo decir esto —escribe Sarbacher a Steinman[52]—: John von Neumann estuvo definitivamente involucrado. El doctor Vannevar Bush también, y lo mismo creo del doctor Robert Oppenheimer».
La mención de esos tres hombres clave de la ciencia norteamericana de los años cincuenta es, desde luego, coherente con la idea de que todos ellos —vinculados a programas secretos de los servicios de inteligencia— pudieran haber estado involucrados en una comisión de alto secreto que tratase de dilucidar qué beneficio tecnológico podría extraerse de los platillos siniestrados. Gracias a Von Neumann hoy disponemos de los modernos ordenadores; a Oppenheimer le debemos el desarrollo de la bomba atómica y las posteriores utilizaciones pacíficas de la energía nuclear y Vannevar Bush era, en su calidad de jefe de la Oficina de Investigaciones Científicas y Desarrollo (OSRD) bajo cuya coordinación se desarrollaron el radar o la bomba-H, el hombre ideal para aunar los esfuerzos de los diferentes científicos mencionados.
Pero ¿existe algún elemento objetivo en la ciencia posterior a 1947 que demuestre la incorporación súbita de avances tomados de una tecnología superior?
Durante algún tiempo, esta duda me atrapó en una suerte de callejón sin salida, hasta que, a primeros de septiembre de 1995, mantuve una nueva e interesante entrevista con Stanton Friedman en Italia, que me puso tras otra larga e inquietante serie de «pistas» a seguir.
—Hay un ejemplo que suelo usar a menudo al hablar de tecnología extraterrestre —me explica detalladamente Friedman—: Si tú entregas un submarino atómico a Cristóbal Colón en 1493, con seguridad él no podría construir otro igual porque no tendría la clave para diseñarlo. Sin embargo, sí podría duplicar pequeñas piezas o instrumentos sencillos e ir adaptándolos a medida que se familiarizara con el ingenio que le has puesto en las manos…
—¿Y crees que tras el accidente de Roswell sucedió algo así? —le pregunto a bocajarro.
—Sin duda. Uno de los mejores ejemplos que conozco es el de la fusión de los elementos samario y cobalto (SmCo5). Cuando los unes, obtienes un buen imán de propiedades permanentes, y de hecho durante muchos años los mejores imanes se han fabricado así. Pues bien, imaginemos por un momento que el doctor Vannevar Bush entregase piezas del ovni de Roswell a algunos científicos para que las investigasen, y que descubriesen samario y cobalto fusionados, que antes a nadie se le había ocurrido unir. Se investigan sus propiedades eléctricas y mecánicas y alguien descubre que es un buen imán.
—¿Y por eso se mantiene tan celosamente el secreto?
—Claro. Otro de los avances post-Roswell significativos fue la invención del transistor. El nacimiento oficial del transistor se produce el 23 de diciembre de 1947, aunque fue anunciado en 1948. Sabemos que los Laboratorios Bell tenían contratos para trabajar en asuntos clasificados del gobierno, y sabemos asimismo que había estrechos contactos entre ellos y los laboratorios militares de Sandia, en Nuevo México; lo extraño es que los transistores fueron desarrollados gracias al trabajo de tres científicos de alto nivel que estaban destacados en el proyecto. Eso es muy raro, ya que lo habitual era que hubiese un científico mayor dirigiendo un equipo de científicos menores… Pero aquí son tres los que trabajan en ese «pequeño proyecto», y la única buena explicación que tengo para eso es que alguien les proporcionase un material para que extrajesen de él ideas.
—¿Y sospecha de alguna otra aplicación? —le pregunto.
—Bueno, debemos admitir que el desarrollo de la tecnología en el periodo de posguerra ha sido cuanto menos exponencial. Más rápido que nunca antes, y no me sorprendería nada en absoluto que buena parte de ella se hubiera desarrollado como consecuencia de la caída de un ovni.
Para qué negarlo. Los comentarios de Friedman me desconcertaron. Sobre todo cuando, tras una serie de rápidas comprobaciones, confirmé que, en efecto, en 1948 John Bardeen, Walter H. Brattain y William B. Shockley desarrollaron el primer transistor, recibiendo por ello el premio Nobel en 1956 y abriendo las puertas a la era de la microelectrónica. Lo más curioso del caso es que los tres hombres tuvieron conexiones políticas y con los servicios de inteligencia al más alto nivel. Bardeen, por ejemplo, fue asesor científico del presidente Eisenhower, mientras que Brattain fue contratado durante la Segunda Guerra Mundial por el servicio de investigaciones de armas secretas. Shockley, el mayor de los tres y responsable último del proyecto, estuvo siempre muy próximo a los servicios de inteligencia de la Marina y su posición lo convertía en un científico idóneo para recibir piezas de Roswell para su eventual manufacturación. Aunque, como me aseguró acertadamente Friedman durante nuestra animada charla, «tener piezas de algo fue el principio del interés del gobierno norteamericano, no el fin. Piezas de un material que podía ser examinado, y de cuyos resultados podían extraerse avances concretos».
Poco o nada se ha sabido de esos «avances concretos» en el tiempo que medió entre 1947 y 1980, cuando se reabrió el interés mundial por el caso Roswell tras la publicación de El incidente, el libro de Charles Berlitz y William Moore. Sin embargo, a partir de esa fecha comenzó a crecer desmesuradamente la creencia de que prototipos de aviones secretos como el bombardero B-2 o el caza F-117A de la tecnología Stealth eran fruto de una tecnología híbrida norteamericana-extraterrestre, cuyo campo de pruebas supuestamente estaría aún en los terrenos de la base aérea de Nellis, en Nevada. Una extensión de tierras desérticas tan grande como Andalucía y en donde muchos testigos, demasiados, afirman haber visto pruebas de «aviones militares» con forma de platillo realizando maniobras imposibles tales como giros en ángulo recto o bruscas aceleraciones.
La cada vez más extendida creencia en Estados Unidos en la existencia de una suerte de pacto entre los militares y los extraterrestres se ha convertido ya en el germen de un nuevo culto. Una suerte de «religión de los alienígenas» que ha transformado la búsqueda de evidencias sólidas de influencias extrahumanas en nuestra moderna tecnología en una auténtica «misión imposible».
Volveré sobre este aspecto en el capítulo 9. En cualquier caso no hay que perder de vista que el surgimiento de esta clase de nuevas creencias está dando pie, a la larga, a una situación tan irritante como la propia actitud de ocultamiento del gobierno norteamericano de los dossieres relativos a los siniestros de ovnis.