CAPÍTULO 1

Roswell: Una historia compleja

El día 2 de mayo de 1991 otro «727», esta vez de la compañía American Airlines, me acercaba por primera vez al caso Roswell. En realidad, entre mis planes para aquel viaje a Estados Unidos, para asistir a un congreso internacional de Ufología en Arizona, no figuraba ninguna escala en esa remota ciudad de Nuevo México, aunque la Providencia —como es ya costumbre entre ella y yo— se encargó de urdir rápidamente una travesía por carretera hasta Roswell apenas puse el pie en el aeropuerto de Dallas, en el estado de Texas. Un aeropuerto, por cierto, situado casualmente justo al lado de la base aérea de Fort Worth.

Entonces ni siquiera podía intuir que tan cerca de allí, siempre según el testimonio de Jack Barnett, fueron realizadas las primeras autopsias a los tripulantes del objeto siniestrado en Roswell; y menos aún que este cámara militar filmara tan cerca del aeropuerto aquellas secuencias y las fuera a filtrar, casi medio siglo más tarde, a la opinión pública. De hecho, lo único que en 1991 sabía de Fort Worth era que, desde sus instalaciones como sede de la Octava Fuerza Aérea, se ordenó silenciar todo lo relativo a la recuperación de un «disco volante»[8] en los terrenos de un rancho situado a unos ciento veinte kilómetros al noroeste de Roswell. Y esto sigue siendo hoy un hecho histórico, independiente de la veracidad o no del testimonio de Barnett.

Y me explico. El que hoy conozcamos que una aeronave no identificada se estrelló en Nuevo México y fue recuperada por miembros de los servicios de inteligencia de la base de Roswell, fue fruto de una larga cadena de «errores administrativos» que no pudieron atajarse a tiempo desde Fort Worth. Unos errores que surgieron, además, como consecuencia de un momento histórico en el que la Fuerza Aérea norteamericana aún no ha tenido ocasión de regular ninguna clase de secreto oficial sobre observaciones de ovnis. Apenas hacía diez días que la prensa hablaba de «platillos volantes», y era más la curiosidad que el celo por el secreto lo que imperaba entre los responsables de la seguridad aérea de ese país. Por eso a nadie debe sorprender que, en medio de semejante clima, el máximo responsable de la base de Roswell, el coronel William Blanchard, ordenara la redacción de este insólito comunicado de prensa la mañana del 8 de julio de 1947:

Los numerosos rumores referentes a un disco volador se convirtieron en realidad ayer, cuando el oficial de inteligencia del 509 Grupo de Bombarderos de la Octava Fuerza Aérea en el aeródromo del Roswell tuvo la suerte de poder disponer de un disco mediante la cooperación de uno de los rancheros locales y de la oficina del sheriff del condado de Chaves.

El objeto volador aterrizó en un rancho cerca de Roswell, en algún momento de la semana pasada. Al no tener servicio telefónico, el ranchero guardó el disco hasta que pudo ponerse en contacto con la oficina del sheriff que, a su vez, lo notificó al mayor Jesse A. Marcel, de la oficina de inteligencia del 509 Grupo de Bombarderos.

La acción se emprendió de inmediato, y se recogió el disco de la casa del ranchero. Fue examinado en el aeródromo de la Fuerza Aérea en Roswell y, a continuación el mayor Marcel lo envió al Cuartel General superior.

No se trataba, eso es obvio, de una nota de prensa común. En ella se reconocía abiertamente que los oficiales de inteligencia del 509 Grupo de Bombarderos de Roswell recuperaron los restos de un disco volante, y se afirmaba también que éstos fueron a su vez reexpedidos a la base de Fort Worth —que es el «cuartel general superior» al que se refiere el comunicado—. Hay que tener muy en cuenta, por los acontecimientos que se sucederán tras la difusión de esta nota, que el 509 Grupo de Bombarderos era el único escuadrón militar norteamericano que en 1947 almacenaba en sus silos bombas atómicas, disponiendo asimismo de los únicos bombarderos especialmente preparados para su transporte[9], y por lo tanto, contaba en su seno con los mejores hombres de toda la Fuerza Aérea. Su preparación estaba fuera de toda duda, y si aseguraban haber visto un «disco volante» era porque no conocían ningún calificativo mejor para describir los restos encontrados. Y punto.

Por otra parte, existe un detalle que no debe pasarse por alto, y es que en ninguno de los apartados de este comunicado se habla de la recuperación de cadáveres junto al objeto. Ello es así porque, en realidad, este texto recoge tan sólo la mitad de la historia de Roswell. Es decir, se hace eco del hallazgo de los restos de un «disco volante» por parte de William «Mac» Brazel, un ranchero al que me referiré más adelante cuando reconstruya la secuencia de los hechos, aunque no menciona en absoluto la recuperación de un vehículo de gran tamaño. Y no lo hace probablemente porque la captura de estos «restos mayores» fue previa a la inesperada aparición de «Mac» Brazel en escena —que, sin quererlo, se convirtió en el «elemento desencadenante» del comunicado de los militares—, considerándose que su recuperación formaba parte de otra operación diferente.

Lo peor de este asunto es que todavía hoy seguimos sin saber con exactitud qué sucedió en Roswell, y ni siquiera cuántos objetos —si hubo más de uno— cayeron en sus alrededores. La historia más plausible apunta a que el comunicado de prensa ordenado por el coronel Blanchard se refiere exclusivamente a la recuperación de unos restos que se desprendieron de un ovni durante su trayectoria de colisión, y no a la recuperación del ovni en sí (pese a que de la lectura del comunicado se desprenda lo contrario). Por otra parte Blanchard, por iniciativa propia, quiso justificar, ante los cada vez más numerosos testigos civiles implicados que, efectivamente, algo extraño había caído en aquella región, pero sin llegar a aportar todos los datos del caso. Y evitó así, astutamente, cualquier mención al espinoso asunto de la recuperación de una tripulación no terrestre en otro lugar no excesivamente apartado del rancho de «Mac» Brazel.

De ser cierta esta suposición, semejante versión de los hechos encajaría parcialmente con el relato de Jack Barnett, quien asegura que toda esta aventura se inició a primeros de junio —que no de julio, como sostenemos muchos— de 1947, cuando los militares rescataron en secreto los restos de un ovni y los miembros de su tripulación cerca de la reserva apache de Mescalero, junto al espectacular desierto de White Sands. Tal operación se llevó con tanto sigilo, que ni siquiera los militares responsables del acuartelamiento de Roswell conocieron los detalles del asunto hasta la aparición fortuita de «Mac» Brazel en escena, lo que —ciertamente— es lógico si pensamos que junto a White Sands se encontraba la entonces denominada base aérea de Alamogordo[10], que pudo haber centralizado todas las operaciones de rescate.

Sea como fuere, son muchas las razones (tanto documentales como testimoniales) que nos obligan a situar el desarrollo de este caso durante los primeros días de julio de 1947, y a creer que, en unas pocas horas, todo el material recogido en Roswell fue trasladado vía aérea a la base de Fort Worth, donde se llevaron a cabo los primeros análisis de los restos.

Sobre esto no caben dudas: el 8 de julio de 1947, al mediodía, el general Roger Ramey mostraba a la prensa en su despacho algunos de los fragmentos del objeto siniestrado, argumentando que pertenecían en realidad a un globo sonda. Tal y como explicaré con detalle en el siguiente capítulo, esos restos llegaron a Fort Worth a bordo de un B-29 que despegó pocas horas antes del aeródromo de Roswell, al tiempo que otro aparato —un C-54 pilotado por el capitán Pappy Henderson— partía con otras partes del mismo «globo» hacia la base aérea de Wright Field, en Ohio. Y digo yo, ¿no son esas demasiadas molestias para el traslado de un sencillo globo sonda?

En 1978 el piloto del vuelo a Wright Field confesó que, efectivamente, él fue responsable de ese traslado y que incluso vio los cadáveres de sus ocupantes, y conservó una de las piezas del platillo, capaz de resistir a toda clase de golpes, quemaduras o agresiones externas. La pieza la mostró a varios amigos y oficiales de las Fuerzas Aéreas, aunque tras su muerte todavía hoy su familia ha sido incapaz de dar con ella.

Curiosamente, pese a la aparición de testimonios como el de Pappy Henderson, seguimos aún sin saber a ciencia cierta cuál fue la secuencia cronológica exacta de los acontecimientos de Roswell y en qué preciso momento la Fuerza Aérea tomó posesión de los restos del platillo volante y de sus tripulantes. Hasta ahora, ni el físico Stanton Friedman —primer investigador del caso Roswell y autor de un libro[11] sobre el mismo—, ni el equipo formado por Kevin Randle y Don Schmitt, han logrado unificar criterios al respecto, y ello se debe a que la memoria de los testigos es frágil y a que la USAF todavía no ha desclasificado su dossier secreto sobre Roswell, lo que contribuiría a despejar todas las dudas.

Por esta razón, sólo suponiendo que a Barnett le falle la memoria, cosa probable si atendemos a su edad y al tiempo transcurrido desde los hechos que relata, y que el accidente hubiera tenido lugar a primeros de julio de 1947, el orden de los acontecimientos tomaría cierta solidez. Adoptando esas fechas de julio como punto de partida, podemos deducir que la Fuerza Aérea recuperó, a unos treinta kilómetros de Roswell —y no precisamente junto a la reserva de Mescalero—, un objeto fusiforme, rescatando los cuerpos de sus cuatro ocupantes.

De hecho, hasta los radares estuvieron en alerta aquellos días. Según explicó Steve Mackenzie —radarista de la base de Roswell en 1947 cuyo nombre real es Frank Kaufman— a Kevin Randle y Don Schmitt, el 2 de julio de aquel año recibió órdenes explícitas del general Martin F. Scanlon, del Comando Aéreo para la Defensa, para que denunciase cualquier cosa extraña que detectara en la zona. No eran órdenes gratuitas. Esa misma noche, sobre las 21.50 horas, el matrimonio Wilmot de Roswell vio «un gran objeto brillante que se desprendió del cielo, desde el sudeste»[12], y esa misma tarde William Woody y su padre —mientras circulaban en su coche al noroeste de Roswell— aseguraron haber visto el paso de una veloz bola luminosa seguida de una estela rosada. Según Mackenzie, sus instrumentos registraron varias veces «targets» sobre el sur de Nuevo México, cuya presencia fue comunicada inmediatamente a un oficial de Washington llamado Robert Thomas que, al parecer, emprendió viaje hacia Roswell a última hora del 4 de julio, después de que uno de estos objetos fuera perdido de vista en las pantallas.

Gracias a los esfuerzos investigadores del tándem Randle-Schmitt, hoy sabemos con certeza que en aquella mojada se produjeron dos impactos: uno en el rancho de «Mac» Brazel con restos poco relevantes, y otro con el grueso del objeto. También sabemos que varios testigos civiles llegaron al segundo lugar del accidente a la mañana siguiente, aun antes que los propios militares. Entre estos testigos se encontraba un equipo de arqueólogos liderado por el profesor W. Curry Holden, de la Texas Tech University, que describió el objeto como una especie de «avión estrellado sin alas, con el fuselaje muy grueso»[13]. Incluso se sabe que uno de los acompañantes de Holden telefoneó de inmediato al sheriff George Wilcox, del departamento de policía de Roswell, para que mandara a alguien a examinar aquel accidente.

Por su parte, el doctor C. Bertram Schultz, un paleontólogo que viajaba en su coche hacia Roswell la mañana del 5 de julio de 1947, asegura que fue detenido por una patrulla militar que tenía órdenes de mantener acordonada la zona. Unas órdenes, por cierto, cursadas por el coronel Blanchard al mayor Edwin Easley, jefe de la policía militar de la base que, cuando fue localizado en 1989, no sólo recordaba perfectamente su tarea de mantener alejado al «personal no autorizado» del lugar del impacto, sino que vio cadáveres y restos de una aeronave que «no eran de la Tierra»[14]. Por si fuera poco, una pareja de jóvenes que estaba de excursión cerca del lugar del accidente, James Ragsdale y Judy Truelove, descubrieron aquel mismo «avión sin alas» y vieron también los cadáveres de sus pequeños ocupantes. También Dan Dwyxer, del departamento de bomberos de la ciudad, cuando llegó a la zona gracias a una llamada de emergencia del sheriff Wilcox, pudo ver los cadáveres de dos pequeños seres y un tercero vivo. Pero su descripción, al igual que la de los dos jóvenes excursionistas, no coincide en un cien por cien con los seres que recogen las tomas de Barnett (más adelante volveré sobre esta particular incongruencia).

A todos estos testigos directos, sin excepción, se les amenazó de muerte si narraban a terceros sus experiencias, al tiempo que la Fuerza Aérea concentraba sus esfuerzos primero en la divulgación del comunicado de Blanchard y luego —pocas horas después de su difusión el 8 de julio— en sepultar su contenido asegurando que todo el asunto no se debía sino a la confusión de los restos con un globo de sondeo meteorológico.

Con esta clase de antecedente no es extraño que, tras desembarcar en Dallas y tomar otro avión hacia Tucson, en Arizona, me decidiera rápidamente a alquilar un coche, estudiar a fondo el primer mapa de carreteras a mi alcance, y embarcarme en un viaje hacia Roswell que me llevó algo más de diez horas de volante. Había, ciertamente, muchos puntos oscuros en la historia que despejar. En especial, alrededor de la famosa nota de prensa de 8 de julio.

En ella encontré un detalle que no me encajaba en absoluto: si el coronel Blanchard sabía que estaba recuperando algo importante, había dado órdenes precisas para acordonar la zona y mantener la operación de rescate en secreto, y sus hombres intimidaron a los testigos para que guardaran silencio sobre lo que vieron, ¿por qué ordenó después redactar una nota de prensa en la que se explicaba la caída de un «disco volante»? ¿Acaso para desviar la atención del público hacia el accidente menor del rancho Foster y evitar preguntas sobre el segundo lugar de impacto?

Apunté estas tempranas cábalas en mi cuaderno de bitácora, y me dispuse a trazar un plan de viaje lo más realista posible.

Todo fue más rápido de lo que esperaba. Sin apenas hablarlo, a mi repentina «locura» por visitar Roswell pronto se sumaron otros dos investigadores ovni hasta ese momento perfectamente desconocidos para mí. Eran Antonio Huneeus y Roberto Pinotti, cuyo apoyo, debo reconocerlo, resultó clave para el éxito de aquella «misión». Antonio, un conocido periodista especializado en ovnis afincado en Nueva York, me habló de Roswell creo que desde el primer momento en que nos conocimos en Tucson.

—Este caso —recuerdo que me explicó con detalle— es lo que los ingleses llaman un case in point. Sobre él órbita tanto buena parte de la hipótesis extraterrestre para explicar el origen de los ovnis, como la certeza de que la USAF oculta abundante documentación sobre este tema al gran público.

Sintonizamos de inmediato.

Con Roberto pasó lo mismo. También acababa de conocerlo en Tucson, de la mano de Antonio Ribera —mi querido «abuelo ufológico»—, logrando sorprenderme tanto por su prodigiosa memoria como por su locuacidad.

Es difícil de explicar, pero de repente comprendí que la Providencia me había buscado a toda velocidad un destino, dos nuevos amigos y un fascinante caso por reconstruir… Y es curioso: cuando, finalmente, a la hora del té del 5 de mayo de 1991 aparcábamos nuestro flamante Ford Probe azul frente al domicilio de Walter Haut, en la calle West 17th de Roswell, agradecí las aparentes prisas del Destino por conducirnos a aquel rincón de Nuevo México. De alguna manera —y creo no equivocarme en absoluto—, los tres intuimos en aquel preciso momento que nuestro viaje iba a fortalecer muchas de nuestras pequeñas certezas sobre el fenómeno ovni.

Acerté de plano.

Walter Haut fue el oficial de relaciones públicas que cuarenta y cuatro años antes (¡ahí es nada!) redactó el comunicado de prensa anunciando la recuperación del ovni de Roswell. Por fortuna, conservaba aún una buena memoria de los hechos, aunque nuestra larga conversación, con una taza de café caliente en las manos, pareció avivar aún más sus recuerdos.

—En la trama del incidente de Roswell, todo lo que hice fue redactar el comunicado de prensa que expuso lo ocurrido. Fue una cosa bastante insignificante —se sincera de inmediato Haut.

—Bueno, no es poco —comento.

—No lo es, pero, básicamente, yo no pude ver ninguna pieza, partes, o algo así.

—Entonces, ¿cómo obtuvo usted la información en aquel momento? —le pregunta Antonio.

—Según lo que puedo recordar de estos sucesos de hace cuatro décadas, fue el coronel Blanchard, que entonces era el oficial de mayor graduación de la base, el que me llamó y me dijo, básicamente, lo que publiqué en el comunicado. Me dio mucha información sobre el incidente y yo sólo la ensamblé y llevé la noticia a la ciudad a dos periódicos y dos emisoras de radio. Y ésa fue toda mi…

—… ¿contribución?

—… Parte en el asunto.

—¿Comprobó usted la información que le facilitó Blanchard? —insisto.

—No. Él era un coronel y yo sólo un teniente. Cuando me dijo «quiero publicar un comunicado y aquí tienes la información», yo cumplí sus órdenes. Escribí el comunicado de prensa y lo llevé a la ciudad para los medios de comunicación.

—Y después de aquello, ¿volvieron a hablar ustedes de este asunto?

—No, y es algo bastante sorprendente. Cuando el comunicado de prensa salió a la luz, obtuvo mucha publicidad. Recibimos llamadas de todo el mundo durante dos o tres días, y después de que en Fort Worth dijeran que el platillo era un globo sonda, no oí a nadie volver a hablar del tema.

—¿Y cuál es su impresión sobre lo que allí se estrelló? ¿Acepta la versión oficial del globo sonda?

—Fue algo del espacio exterior —responde con contundencia.

—¿Del espacio exterior? —repito algo aturdido por esa certeza.

—Sí. Lo digo sin ninguna aversión. Hablé con el mayor Jesse Marcel sobre ello mientras vivió. Y él, que era una persona muy inteligente y bien educada, sin capacidad para inventar historias o exagerar las cosas, decía que nunca había visto nada como aquello. Su hijo dice lo mismo. Entonces tenía sólo once años, pero era un chico muy brillante. Se hizo él mismo su propio radioemisor, es un excelente jugador de ajedrez… y hoy es doctor en Montana, creo. Jesse hijo tiene la misma impresión que yo, de que lo que vio era algo de otro mundo… No había nada como aquello, incluso Jesse hijo llegó a tener fragmentos del ovni en sus manos.

Más adelante, en otro momento de nuestra conversación, Roberto Pinotti le pregunta sobre cómo es posible que durante tantos años los militares implicados hubieran guardado en secreto su participación en una aventura semejante. Su respuesta fue bien simple:

—Después de que nos dijeran que aquel objeto fue un globo sonda, la historia terminó para nosotros. En ese tiempo, la gente de mi edad entre los militares teníamos una gran fe en lo que nos decían nuestros superiores. No protestábamos ni preguntábamos demasiado. Hacíamos lo que se nos ordenaba.

Quizá me equivoque, pero, tras las palabras de Haut, los tres percibimos ese tono de autenticidad que tantas otras veces hemos encontrado en testigos de encuentros con ovnis. Su mirada era también la de una de esas personas que, al haber estado cerca de uno de estos escurridizos objetos, había cambiado su vida por completo. Lo sorprendente del caso —pensé mientras descendía las escaleras del porche de su casa y nos despedíamos de su mujer y de él— es que Haut no fue el único al que aquel accidente le cambió radicalmente su forma de pensar. Él, como tantos otros testigos del caso Roswell, saben a ciencia cierta que no estamos solos. Y, desde luego, no soy yo quien para desestimar una fe… que además comparto.

El lector estará de acuerdo conmigo. La mejor manera de comprender la complejidad de este episodio es reconstruyendo, minuto a minuto, y con la mayor sencillez posible, la línea argumental de los acontecimientos. Basándome tanto en mis propias averiguaciones, como en la excelente investigación de Randle y Schmitt, ésta es la cronología de los hechos más aproximada que he podido armar.

CRONOLOGÍA DEL INCIDENTE

Rancho Foster, Nuevo México, 4 de julio de 1947. Alrededor de las 23:00 horas.

Una violenta tormenta eléctrica sacude todo el condado de Lincoln. Aunque hasta ese momento el día ha sido climatológicamente tranquilo, a ninguno de los rancheros de la zona parece sorprenderle que la atmósfera se enrarezca tras los calores de la jornada. Se trata de un fenómeno común en el desierto al que, desde luego, ya están acostumbrados.

Sin embargo, durante el temporal ocurre algo que muchos no han podido olvidar aún: en medio de los truenos, una especie de fragor metálico retumba con dureza en el cielo. Es como un presagio. Aquel particular «trueno de hierro» termina por espolear, en las horas siguientes, la curiosidad de William «Mac» Brazel, capataz de uno de los ranchos del condado, el Foster, quien apenas levantado el día sale en busca de alguna pista que explique el ensordecedor ruido de la noche anterior. Para su búsqueda se lleva con él a William D. Proctor, un joven vecino suyo de tan sólo siete años de edad, que le ayudará a ubicar con cierta rapidez lo que, en principio, parecen los restos del «trueno».

En efecto. A unos pocos kilómetros al sur del rancho Foster, «Mac» Brazel y Proctor descubren una vasta zona de tierra literalmente cubierta por restos de aspecto metálico. Parecen, sencillamente, haber caído del cielo. Están formados por un buen número de piezas metálicas ligeras muy delgadas, de color parduzco y de todos los tamaños y formas. Entre ellos hay barras de un metal similar al plástico y, curiosamente, también una especie de pequeñas vigas de «madera de balsa», semejante a las usadas en embarcaciones. Según las primeras estimaciones de «Mac» Brazel, los restos cubren un área de aproximadamente un kilómetro de largo y unos setenta o cien metros de ancho.

A pesar de las más de cuatro décadas transcurridas desde aquel incidente, todavía son muchos los rancheros de Lincoln que recuerdan la de cruces que se hizo «Mac» Brazel tratando de averiguar qué demonios era aquello y, sobre todo, de dónde había venido. Aquellas piezas —en eso coinciden todos cuantos las vieron— se doblaban con facilidad, pero retornaban automáticamente a su posición original. Era imposible abollarlas o quemarlas, y, pese a su ligereza, resultaban extraordinariamente resistentes.

Al día siguiente de su descubrimiento, el domingo 6 de julio, William «Mac» Brazel toma su furgoneta y parte de buena mañana hacia Roswell. Tiene la intención de denunciar allí la caída de alguna clase de aparato aéreo sobre sus terrenos, y alberga la esperanza de que pronto retirarán los restos para que su ganado pueda volver a pastar en la zona. Sólo está seguro de una cosa: no se trata de un globo sonda, pues ya en anteriores ocasiones había recuperado esta clase de restos en sus tierras y había reclamado la «recompensa» que la Fuerza Aérea daba en esos casos (entre cinco y diez dólares). Pero entonces, ¿a qué clase de aparato pertenecen esos restos? La falta de un teléfono cercano y el gran esfuerzo que requiere retirar tantos escombros de su ubicación lo obligan a emprender viaje.

Pese a que Roswell pertenece a otro condado, el de Chaves, el sheriff George Wilcox se interesa inmediatamente por la historia de «Mac» Brazel y decide hacerse cargo de la investigación. Sobre todo, cuando examina en la mesa de su despacho uno de los fragmentos de los extraños restos recuperados por el ranchero.

Casualmente —¿cómo interpretarlo, si no?—, mientras «Mac» Brazel y el sheriff Wilcox discuten sobre la conveniencia de avisar a la base aérea de la ciudad, Frank Joyce, periodista de la estación de radio KGFL, realiza una rutinaria llamada al despacho de Wilcox para ver si «hay alguna novedad». Casi automáticamente, el sheriff le cede el auricular a «Mac» Brazel y éste le relata, con pelos y señales, lo que ha sucedido en el rancho Foster: Joyce, sin quererlo, se ve envuelto así en una historia de la que no saldrá fácilmente…

Los militares entran en escena minutos más tarde. Después del aviso que el sheriff deja en la centralita de la base Roswell, un mayor de los servicios de inteligencia de la Fuerza Aérea llamado Jesse Marcel se persona en las oficinas de Wilcox y examina con detenimiento los restos traídos por «Mac» Brazel. De alguna manera, Marcel se percata de la importancia de los hechos, pues no duda ni un minuto en telefonear a otro oficial, esta vez de la contrainteligencia de su cuartel, llamado Sheridan Cavitt, al que pone al corriente de todo. Quiere que les acompañe tanto a él como a «Mac» Brazel a los terrenos del rancho Foster, para examinar de primera mano los restos.

Un buick oficial del ejército, un jeep habilitado para carga y la furgoneta de «Mac» Brazel llegan al rancho Foster con los últimos rayos de sol de aquel domingo. Acomodados en el domicilio de la familia Hineses, los militares pernoctan en espera de que amanezca y puedan evaluar la situación. Las mayores sorpresas aún están por venir.

Rancho Foster, Nuevo México, 7 de julio de 1947. Primera hora de la mañana.

El viaje mereció la pena. Al menos eso debieron pensar Marcel y Cavitt cuando, acompañados de «Mac» Brazel, ven por primera vez el campo sembrado de escombros metálicos. «Cuando llegamos al lugar del accidente —recordó Marcel en 1979 durante su primera conversación con Stanton Friedman—, fue alucinante ver la gran superficie que estaba cubierta por los restos. No se trató de nada que golpeara el suelo o que explotara sobre él. Fue algo que estalló en el aire, viajando tal vez a alta velocidad… no sabíamos». Y añade: «Lo que más me impresionó de los restos a los que me refiero fue el hecho de que parecían pergaminos. Muchos de ellos tenían piezas en forma de “I” con símbolos que tuve que definir como jeroglíficos porque no pude interpretarlos, no podían ser leídos; eran sencillamente símbolos…».

¿Y Cavitt? A pesar de que, como a Marcel, se le localizó a finales de los años setenta, siempre se negó a facilitar su testimonio, argumentando que en 1947 firmó un documento por el que se comprometía, por razones de seguridad nacional, a mantener el más absoluto secreto sobre lo que vio en los terrenos de «Mac» Brazel. Más recientemente, cuando fue entrevistado el 24 de mayo de 1994 por oficiales de la USAF sobre su participación en este incidente, negó estar sometido a juramento alguno y facilitó varios detalles del caso —como la cantidad de los restos recuperados y su textura— que claramente contradicen el testimonio de su compañero Marcel.

Curioso.

Pero sigamos con los hechos: tanto Marcel como Cavitt están familiarizados con toda clase de aparatos aéreos y globos de sondeo meteorológico, y en ningún momento creen que aquello pueda formar parte de esta clase de objetos convencionales. Por eso, limpian con destreza el terreno de «Mac» Brazel lo mejor que saben, y cargan hasta los topes el jeep, el vehículo oficial de Marcel, con unos pocos restos del aparato.

Mientras esta operación está teniendo lugar, Walt Whitmore, propietario de la emisora KGFL que el día anterior había entrevistado a «Mac» Brazel a través del teléfono del sheriff Wilcox, emprende camino hacia el rancho Foster con la intención de interrogar en profundidad al granjero y averiguar más detalles sobre los restos que decía haber encontrado. Y así lo hace. Llega al rancho poco después de la marcha de los militares de la base Roswell, e invita a «Mac» Brazel a regresar a la ciudad con él para ser entrevistado en su emisora.

La entrevista, al parecer, se graba según lo previsto pero nunca llega a emitirse. Y me explico. Una dura orden de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC) y de la delegación del Congreso en Nuevo México le amenaza con retirar la licencia a la emisora KGFL si se radia la entrevista «no autorizada» con «Mac» Brazel. Es, que se sepa, la primera acción de ocultamiento del caso Roswell. Sólo la primera.

Esa misma tarde del 7 de julio, sobre las 16 horas, Johnny MacBoyle, periodista de la emisora de la competencia en Roswell, la KSWS, telefonea a Lydia Sleppy, de otra emisora de mayor cobertura de Albuquerque —la KOAT—, para pedirle que transmita por su teletipo una noticia sensacional.

—¡Atenta! Se ha estrellado un platillo volante… —espeta MacBoyle a Sleppy—. No, no bromeo. Se ha estrellado cerca de Roswell. He estado allí y lo he visto. Es como un fregadero aplastado. Algún ranchero lo ha arrastrado con un tractor debajo de un refugio para el ganado. El ejército está allí y van a recogerlo. Toda la zona se encuentra ahora acordonada.

Y escucha: comentan algo acerca de pequeños hombres a bordo…[15]

Siguiendo las indicaciones de MacBoyle, Lydia comenzó a transmitir la información cuando, de improviso, el télex se bloqueó y comenzó a imprimirse el siguiente mensaje: «Atención, Albuquerque: no transmita. Repito: no transmita este mensaje. Detenga inmediatamente la comunicación». De una u otra forma, los militares deseaban que la información se transmitiese sólo en las píldoras deseadas… y una de las que no debía ver la luz era, según se desprende de este incidente, la alusión a la recuperación de «pequeños hombres a bordo».

Pero los acontecimientos se suceden.

Durante el camino de regreso a la base de Roswell con los restos, y a eso de las dos de la madrugada, el mayor Jesse Marcel se detiene unos minutos en casa. Despierta a su esposa y a su pequeño hijo Jessie, de apenas once años de edad, y les muestra excitado los restos del «platillo».

—Mi padre entró con una gran caja en la cocina, extendió su contenido por el suelo y empezamos a mirar aquello —recuerda Jesse Marcel hijo, hoy respetado médico en Montana, cuando por fin logro entrevistarme[16] con él—. Me llamó mucho la atención no ver aparatos electrónicos como resistencias, conectores, cables o tubos entre los restos. No había nada que permitiera adivinar a qué clase de aparato pertenecía aquello.

—¿Podría describirme el tipo de material que llevó su padre aquella noche a casa? —le pregunto.

—Recuerdo que había tres clases de restos: unas masas de plástico negro, una especie de hojas de metal muy ligeras y, por último, lo más impresionante eran unas pequeñas vigas con una sección transversal en forma de «I» que tenían símbolos de color púrpura y estaban inscritos en uno de sus lados… —concluyó.

Mientras esta insólita escena tiene lugar en casa de los Marcel, en el centro de Roswell —tras la amenaza de la Comisión Federal de comunicaciones a la KGFL y el bloqueo del teletipo de la KOAT— la estancia de «Mac» Brazel en la ciudad parece de más. Sin embargo, los militares de la base se hacen cargo de él y lo retienen en sus instalaciones durante las siguientes veinticuatro horas, sometiéndolo a un minucioso interrogatorio y obligándolo a cambiar su historia. Allí le toman juramento de que no dirá nada sobre los restos, y lo conducen poco después del mediodía del 9 de julio a las oficinas del diario local Roswell Daily Record. El Record publicó en su edición del día anterior el comunicado oficial de Haut, pero los militares llevan a «Mac» Brazel a su redacción para que desmienta sus primeras declaraciones. En su nueva versión de los hechos, el número de restos encontrado se reduce y se suprimen sus alusiones a signos jeroglíficos con la única intención de ajustar su testimonio a la ya decidida tesis oficial: lo que encontró «Mac» Brazel unos días antes en el rancho Foster era un simple globo de sondeo meteorológico, modelo Rawin.

Inexplicablemente, «Mac» Brazel permanecerá «secuestrado» por los militares hasta el 15 de julio. Es decir, seis días enteros en los que el ranchero no sabe qué están haciendo los militares en su finca, qué sucede con los restos que sembraban uno de sus campos y en los que, según contó más tarde a su hijo Bill Brazel, fue preguntado una y otra vez con las mismas cuestiones, con —al parecer— el único propósito de que se aprendiera bien «su» nueva historia. Incluso le comenta a su hijo que es mejor que no sepa qué ha sucedido, y que le obliga a guardar secreto absoluto sobre todo este tema.

Primeras páginas del Roswell Daily Record de los días 8 y 9 de julio de 1947, anunciando la recuperación «oficial» de un ovni estrellado, y desmintiéndolo veinticuatro horas más tarde.

¿Para qué tantas molestias si «Mac» Brazel «sólo» vio un globo sonda tipo Rawin? ¿Por qué se aplicaron esos métodos fascistas para intimidar al que, sin duda, es el principal testigo civil de todo este caso? ¿Vio algo que nunca refirió públicamente? Por desgracia, «Mac» Brazel falleció en 1963, antes de que otra cadena de curiosas sincronicidades —a las que me referiré en el siguiente capítulo— reabriera este oscuro episodio.

Pero «Mac» Brazel no es el único testigo que esos días es amenazado por los militares y obligado a silenciar su relato. Otro de los acallados es el propio sheriff Wilcox que quedó tan afectado por las presiones militares que decidió retirarse de su cargo y no presentarse a la reelección. Años después de su muerte, su mujer Inés aún recordaba perfectamente cómo las Fuerzas Aéreas amenazaron a su marido con destruir su familia si hablaba de los restos del ovni y de la existencia de unos cadáveres de hombres pequeños y gran cabeza.

Y realmente debieron encontrarse tales cadáveres, porque Glenn Dennis, vecino de Roswell y empleado en julio de 1947 de las Funerarias Ballard de la ciudad, aún recuerda con detalle una extraña llamada telefónica que recibió desde la base, hacia el mediodía del sábado 5 de julio, y que bien puede conectarse con el incidente del ovni.

—Un oficial me preguntó acerca del tamaño y el tipo de ataúdes que tenía, y sobre cuál sería el modelo más pequeño de féretros herméticos que podríamos suministrarles —declaró hace algún tiempo.

Una media hora más tarde, una nueva llamada de la base sonó en el teléfono de las Funerarias Ballard.

—Esta vez me preguntó sobre nuestros preparativos… cómo preparar un cuerpo que ha permanecido a la intemperie, cómo tratábamos cuerpos quemados en casos muy traumáticos… Y le expliqué los pasos que seguimos para tratar esos cuerpos[17].

¿Para qué querrían saber todos estos datos en la base? El hecho de que preguntaran a Dennis por féretros de pequeño tamaño, cuando en las instalaciones de Roswell no vivían niños, contribuye a rodear de mayor intriga el asunto. Por suerte, el propio Dennis —que en un principio creyó que alguna persona importante había muerto a consecuencia de un accidente aéreo—, pudo averiguar para qué querían exactamente los militares sus féretros.

Fue también por casualidad.

Pocas horas después de contestar estas «impertinentes» preguntas, Dennis acompaña al hospital de la base a un oficial con algunas heridas de escasa consideración. Tras dejarlo en la enfermería contempla extrañado cómo dos ambulancias aparcadas cerca de él tienen en su interior restos metálicos, y observa igualmente que estos llevan inscripciones parecidas a jeroglíficos.

No lo duda un segundo. Aprovechando su acceso a las instalaciones militares, se adentra en el hospital donde, por cierto, reina cierta atmósfera de caos. Por fortuna, en sus pasillos se encuentra con una enfermera amiga suya que, tras advertirle que no debería estar ahí, le confiesa que los militares habían recuperado los cuerpos magullados de tres seres que no parecían terrestres. Según ella, los pudo ver cuando entró en una sala del hospital en busca de algunos suministros. Allí encontró a varios médicos ajenos al hospital trabajando sobre dos cadáveres y a un tercero de aquellos sujetos que estaba todavía con vida. El olor, según le relató esta enfermera a Dennis, pidiéndole la máxima discreción, era casi insoportable, y las náuseas le impidieron fijarse en demasiados detalles.

Acto seguido le relata cómo aquellos seres tienen varias características anatómicas fuera de lo común: por ejemplo, la distancia entre sus muñecas y sus codos es mayor que entre éstos y los hombros. También creyó ver que disponían de cuatro dedos largos, delgados y frágiles, y unas manos estrechas y pequeñas. En cuanto a su cabeza, le resultó evidente que disponían de mayor capacidad cerebral que los humanos, aunque los ojos parecían estar hundidos dentro del cráneo. Carecían de nariz y de oídos, y en su lugar se apreciaban unos pequeños orificios.

Poco más pudo durar la charla, pues al poco tiempo un coronel sorprenderá a Dennis y lo expulsará sin mayores contemplaciones (no sin antes amenazarle seriamente sobre su deber de guardar secreto de todo lo que allí hubiera visto).

¿Conclusión de este testimonio? Una evidente: a pesar de que esta enfermera no pudo ver con detalle y el tiempo necesario a aquellos seres, sus primeras apreciaciones no coinciden en absoluto con las criaturas que aparecen en la recientemente filtrada filmación de Barnett. Y ello, ni que decir tiene, no necesariamente desmerece su testimonio o el de aquellos que aseguraron ver humanoides junto a los restos del «avión sin alas» caído en Roswell.

Roswell, Nuevo México. Últimos meses de 1947.

—¿Usted apreció algún movimiento anormal de gente en la base durante los días posteriores a la difusión de su nota de prensa? —le pregunto a Haut en otro momento de nuestra amigable entrevista.

—Por lo que recuerdo, no hubo ninguna actividad fuera de lo común. Aunque en ese tiempo estaba aún destinado temporalmente en la base de Roswell y, como yo, había mucha gente nueva allí. No siempre era fácil distinguir la gente afincada en la base de los oficiales venidos para otras misiones.

Nunca ha dejado de sorprenderme este «detalle» del caso Roswell. Tras el desmentido oficial dictado desde la base de Fort Worth y la difusión de la tesis del globo sonda, todo pareció volver a la normalidad en aquella región, como si nada, nunca, hubiera sucedido.

¿Todo? Quizá no.

Después de pasado aquel verano, en septiembre de 1947, otro oficial de la contrainteligencia de la base, un compañero de Sheridan Cavitt llamado Lewis S. Rickett visitó en misión oficial al doctor Lincoln La Paz de la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque. Sus órdenes eran encargar a este doctor que examinara —en su calidad de matemático, astrónomo y experto en meteoritos— la trayectoria seguida por el ovni del 4 de julio, y determinase otros posibles lugares de impacto.

Según Rickett, que en todo momento actuó como ayudante de este doctor, La Paz calculó otro punto de colisión en el que, una vez examinado, hallaron restos de arena cristalizada a causa de una fuerte emisión de calor. También encontraron nuevos restos de láminas metálicas similares a las encontradas por «Mac» Brazel en su rancho, lo que bastó para convencer al doctor La Paz de que una nave de otro planeta no tripulada (probablemente Rickett ocultó el dato de los tripulantes muertos al matemático), era la causa de aquellos restos sobre el terreno.

Hasta tal punto le debió fascinar la historia al doctor que, desde entonces, se sintió absolutamente atraído por todo lo que tuviera que ver con ovnis. Sin ir más lejos, en sus memorias de 1955 Edward Ruppelt, oficial de la Fuerza Aérea responsable de las investigaciones ovni de la USAF, hablaba ya de sus tempranas reuniones con La Paz para conversar sobre «platillos volantes» y de cómo, entre 1948 y 1951, participó en un proyecto ultrasecreta denominado Twinkle (titilante, en inglés), y cuyo objetivo fue la investigación de unas extrañas bolas de fuego verdes que en aquellos días estaban siendo vistas sobre muchas de las numerosas instalaciones militares de carácter nuclear de Nuevo México[18].

Ahora bien, La Paz y Rickett no fueron los únicos en encontrar nuevos restos del ovni. En el verano de 1949 Bill Brazel, hijo del ranchero «Mac» Brazel, encontró nuevos pedazos de la nave. Cometió el error de comentar apresuradamente su descubrimiento en Corona —el pueblo más cercano al rancho de su padre—, y al día siguiente fue visitado por tres oficiales de la base de Roswell al mando de un tal capitán Armstrong que, con la total cooperación del «gran “Mac” Brazel», le confiscaron todas las piezas halladas.

Y es curioso: pese a la ya inesperada aparición de estos restos tardíos y al inexplicable interés de los militares de Roswell por ocultar los —según la versión oficial— fragmentos de un simple globo sonda, nadie se molestó en reabrir el caso durante los años siguientes. El muro de silencio construido en torno a este episodio había sido erigido a conciencia.