¿Los últimos informes oficiales?
Este libro terminó de escribirse a finales de 1995, sin embargo, desde entonces no han dejado de aparecer nuevas pistas tanto sobre el caso Roswell como sobre la película de las autopsias. He aquí un postrer resumen de todas ellas.
En 1997, menos de dos años después de poner el punto y final a la primera edición de Roswell. Secreto de Estado, se celebró en medio mundo el cincuenta aniversario de este célebre caso ovni. La fecha fue algo más que una simple efeméride para los nostálgicos. Los poco más de cuarenta y cuatro mil habitantes censados hoy en ese perdido rincón de Nuevo México admiraron estupefactos el desembarco de una verdadera avalancha de curiosos que deseaban celebrar —si es que celebrar es el verbo adecuado en este caso— la caída de la primera nave extraterrestre en el planeta Tierra.
Tal y como estaba previsto, los dos museos de la ciudad —el International UFO Museum and Research Center y el UFO Enigma OutaLimits Museum—, atrajeron a decenas de miles de visitantes, y aunque el segundo de ellos cerró poco después de los actos conmemorativos, el primero presume ya de haber recibido casi un millón de visitantes[91]. Aquello, además, hizo que las plazas hoteleras en la ciudad se multiplicaran exponencialmente en cuestión de pocos meses y que el ovni estrellado se convirtiera en la atracción turística por excelencia del lugar.
Pero el año del cincuenta aniversario nos ofreció algunas sorpresas inesperadas más.
Visité el International UFO Museum de Roswell en octubre de 1997, justo después de los fastos. Y me sorprendí. El museo, ubicado en un antiguo cine de la ciudad, ofrecía maquetas del accidente, una vitrina donde unos maniquíes simulaban practicar la autopsia a un extraterrestre mucho más escuálido que el del filme de Santilli, y hasta una bien nutrida tienda de recuerdos para los más forofos.
Sonreí.
De todas sus vitrinas, una llamó poderosamente mi atención. Estaba empotrada en la pared, era de gran tamaño y mostraba a alguien vagamente familiar.
En efecto. De pie, con los brazos caídos a los costados y expresión inerte, una figura de aspecto humano atravesaba con su mirada de madera el cristal que nos separaba. Mi primera impresión no me traicionó: un escueto cartel indicaba que se trataba de un «dummie», uno de los muñecos de pruebas empleados por la Fuerza Aérea de los Estados Unidos entre 1953 y 1959, y diseñados para comprobar si un hombre a gran altura podría descender a tierra en paracaídas.
El muñeco parecía sacado de un almacén de desechos de la USAF.
El «dummie» en cuestión, de la serie Harold, pesaba unos ochenta kilos, e ilustraba, colgado de aquel panel, la última versión oficial —y hasta ahora definitiva— emitida en Estados Unidos para explicar el célebre accidente de un ovni en Roswell hace más de medio siglo. Esta versión, hecha pública el 24 de junio de 1997 en el Pentágono, supuso el punto final burocrático al caso Roswell… hasta la fecha.
Harold 226 «posa» orgulloso en su vitrina del museo ovni de Roswell. ¿Pudo alguien confundirlo con un extraterrestre hace cincuenta años?
Dennis Balthasar, uno de los guías del museo que exhibe a Harold 226 (el número da una idea de la enorme producción de estos muñecos), quiso dejármelo bien claro:
—El último informe de los militares, que pretende explicar que los extraterrestres recuperados aquí hace cincuenta años fueron muñecos como éste, es una majadería —sentenció arqueando sus cejas blancas.
Balthasar se irrita cada vez que se lo recuerdan. Y con razón. Como acabo de decir, el 24 de junio de 1997, cuando se cumplían exactamente los cincuenta años de la primera noticia del avistamiento del primer platillo volante sobre Estados Unidos[92], la Fuerza Aérea hizo público su veredicto definitivo sobre lo que, según ellos, ocurrió en aquella ciudad militarizada de la posguerra.
En el Pentágono, ante periodistas de los principales medios de comunicación norteamericanos, se explicó que los persistentes rumores en la zona relativos a la recuperación de cadáveres extraños en las cercanías de Roswell en 1947 y su posterior examen en las instalaciones del hospital militar de la base, «son con casi toda seguridad una combinación de dos incidentes separados: el accidente en 1956 de un KC-97 en el que once miembros de la Fuerza Aérea perdieron su vida, y una desgracia en un vuelo de globo tripulado en 1959, en el que dos pilotos de la Fuerza Aérea resultaron heridos»[93].
El informe que se entregó a los medios entonces, pretenciosamente titulado The Roswell Report: case closed, abundaba además en que todos los testigos que hablaron —y aún lo hacen medio siglo después— de humanoides sufrían de importantes lapsos de memoria. Según los militares, quienes hoy describen seres de corta estatura y grandes brazos y cabeza voluminosa, mezclaron en su mente recuerdos de soldados heridos en el hospital militar de la base con las labores de recuperación de «dummies» como Harold, lanzados por decenas durante los años cincuenta.
Era, como todas en este caso, una verdad a medias.
Tales muñecos, en efecto, fueron llevados a alturas de hasta 98.000 pies (unos 34.600 metros) y dejados caer en no menos de cuarenta y tres ocasiones sobre Roswell. La mayoría se estrellaron fuera de terrenos militares, algunos tardaron hasta tres años en localizarse y otros no se recuperaron jamás. Muchos de aquellos «dummies» se rescataron en pésimas condiciones: sin cabeza, brazos, piernas o dedos, lo que permitió a la Fuerza Aérea especular con que los relatos de seres de «cuatro dedos» descritos por los testigos eran, en realidad, recuerdos deformados de las manos mutiladas por el impacto de estos muñecos contra el suelo.
—¿De verdad cree usted que si yo hubiera estado lo suficientemente cerca de un «dummie» como para contarle los dedos no me habría dado cuenta que era un muñeco de acero? —recuerdo que me protestó Balthasar cuando saqué a relucir el informe Case Closed.
Este hombre, uno de los artífices del «milagro» de conseguir lanzar un museo ufológico en una pequeña ciudad del oeste americano, puede presumir ahora de haber atraído a decenas de miles de visitantes a su institución.
—Y a todos les diré lo mismo —añade sin pestañear—: Que nadie puede confundir un año como 1947 con los años de las pruebas de los «dummies», y mucho menos identificar un maniquí con un alienígena.
Contradicciones gubernamentales.
Pero el informe The Roswell Report: case closed, que vincula muñecos de pruebas y presuntos alienígenas es nada menos que la cuarta versión oficial de los hechos. Cuatro interpretaciones diferentes —aunque complementarias, como explicaré—, aportadas por la Fuerza Aérea entre 1947 y 1997, se han elaborado y para explicar un incidente… que sigue planteando más interrogantes que respuestas a los investigadores.
La primera explicación oficial, la histórica, se hizo pública, como ya he referido en estas mismas páginas, el 8 de julio de 1947 en la base área de Forth Worth, Dallas, de la mano del general Roger Ramey. Su reacción era inevitable: esa misma mañana el Roswell Daily Record había publicado a cinco columnas, en primera página, la noticia de que los oficiales de la base de su ciudad «capturan un platillo volante en un rancho de la región de Roswell». Y también esa misma mañana un B-29 trasladaba al cuartel general de Fort Worth los restos del objeto siniestrado. Se requería, pues, una rápida y directa descripción oficial de los hechos que zanjase las habladurías.
Ésta llegó de manos del general Ramey, de Dallas, que telefoneó a la redacción del Star Telegram de Fort Worth y pidió que un fotógrafo inmortalizara los restos del objeto recién llegado del vecino Nuevo México.
Ramey debía dar una explicación a algo de lo que toda la prensa del país se estaba haciendo eco en aquellas horas. Y así, al día siguiente, la agencia International News Service daba por cerrado el misterio en los siguientes términos: «El general de brigada Roger Ramey, jefe de la Octava Fuerza Aérea, aseguró esta noche que el supuesto “disco volante” encontrado al este de Nuevo México es “evidentemente, nada más que un instrumento meteorológico o de radar de alguna clase”».
Los restos presentados por Ramey al fotógrafo del Star Telegram tenían el aspecto de unas pocas láminas de papel de aluminio, y algunas barras metálicas arrugadas. Un oficial de inteligencia de Fort Worth, E. M. Kirton, explicaba simultáneamente al Dallas Morning News que se trataba sin duda de un balón-radar, lanzado a las capas altas de la atmósfera con reflectores de papel metálico para medir el alcance de los nuevos radares norteamericanos en la zona.
La explicación parecía sólida.
Sin embargo, se les escapó un detalle importante: los restos presentados por Ramey no coincidían ni en volumen ni en aspecto con los recuperados por el ranchero de Roswell que alertó a los militares de la caída del «disco volante» en sus tierras. Además, resultaba poco creíble que unos oficiales bien adiestrados como los del aeródromo de Roswell no identificaran al primer golpe de vista un globo sonda convencional con una cola de papel de plata atada a su base.
Pero en 1947 nadie protestó…
Un senador, un ovni.
Tuvieron que pasar más de cuatro décadas para que la Fuerza Aérea se viera en la obligación de reabrir el caso y dar nuevas explicaciones. El hombre que obró el milagro fue Steven Schiff[94], un senador por Nuevo México que tras recibir diversa información y veintinueve declaraciones juradas de testigos que afirmaban haber estado implicados en la recuperación de un objeto de otro mundo en Roswell en 1947, no dudó en reclamar por vía oficial toda la documentación del caso.
Schiff, tal y como describí en el capítulo 3, convenció a la General Accounting Office (GAO) —una especie de tribunal de cuentas— para que auditara al Departamento de Defensa de los Estados Unidos en busca de pruebas de aquel incidente. De hecho, a finales de febrero de 1994 ya se había trazado un plan de acción, determinando qué archivos se examinarían y qué entrevistas con testigos se llevarían a cabo para consolidar su petición de información. El resultado final, que se haría público en el verano de 1995, fue el descubrimiento del ultrasecreto proyecto Mogul.
Era curioso: medio siglo después de ser dado por inútil —el proyecto fracasó estrepitosamente en su intento por detectar sonidos en la alta atmósfera de eventuales pruebas nucleares soviéticas—, el proyecto Mogul se convirtió en el argumento perfecto para explicar el secretismo que rodeó el caso Roswell. Los militares, en efecto, mintieron en 1947 al decir que habían recuperado un balón-radar o un globo meteorológico. Lo que habían recuperado, según esta nueva tesis, era un aerostato del proyecto Mogul del que no hablaron por encontrarse acatando órdenes superiores.
Les vino como anillo al dedo.
Pero su coartada, ciertamente, no convenció durante demasiado tiempo. No podía hacerlo.
Antes de que la GAO hiciera públicas sus conclusiones y desvelara la misteriosa circunstancia de la incineración no autorizada de toda la documentación de la base de Roswell, gestada entre marzo de 1945 y diciembre de 1949, la Fuerza Aérea se adelantó emitiendo un informe oficial con su propia explicación del caso. El texto, de veintitrés páginas fechadas en julio de 1994 y firmadas por el coronel Richard L. Weaver, afirmaba que «la búsqueda no ha localizado aún ningún documento en las oficinas de la Fuerza Aérea que señale una ocultación de la USAF, así como ninguna indicación de tal recuperación (de un platillo)». Y añadía: «Nuestros esfuerzos de investigación no han dado con ningún documento relativo a la recuperación de cuerpos alienígenas o materiales extraterrestres».
La explicación que dieron a lo ocurrido en Roswell fue que un tren de tres globos, pertenecientes al vuelo número 4 del proyecto Mogul, fue el causante del revuelo. Incluso Charles B. Moore, ingeniero del proyecto que más tarde publicaría su propio libro sobre estos hechos, confirmaría la hipótesis militar. Lo curioso es que los globos Mogul eran sondas meteorológicas convencionales a las que se les había incorporado un equipo de detección. Esto es, vulgares globos que eran difíciles de confundir con un «platillo volante». ¿Por qué entonces los oficiales de Roswell anunciaron la recuperación de una nave discoidal?
La «Biblia» de Roswell.
La publicación de aquellas veintitrés páginas no sólo no satisfizo a los investigadores y a la opinión pública del caso, sino que supuso tan sólo el preámbulo de un informe mayor —¡novecientas noventa y seis páginas!—, que tampoco despejó todas las dudas.
Ese tercer informe, titulado The Roswell Report: Fact versus fiction in the New México Desert[95], redondeaba la teoría expuesta en el que pronto se conocería como «informe Weaver». Esto es, que los restos descritos en primera instancia por los testigos y atribuidos al accidente de un platillo volante, pertenecían en realidad a un globo inscrito en un programa secreto de espionaje a la extinta Unión Soviética. Sin embargo, ninguna de sus casi mil páginas contiene un documento claro que confirme la recuperación del vuelo número 4 del proyecto Mogul a manos de los oficiales de Roswell en julio de 1947.
Insisto: ni una sola de sus casi mil páginas.
Naturalmente, la polémica se disparó. Poco después de la publicación de este informe, la «mecha» del caso Roswell comenzó a arder como nunca antes. Libros —algunos de gran tirada y éxito comercial—, documentales en las principales cadenas del país, menciones en largometrajes como La Roca, con Sean Connery de protagonista, o Independence Day, hicieron de Roswell un hotspot para los interesados en los ovnis. Karl Pflock, un investigador escéptico en materia de ovnis estrellados y el primero en apuntar la relación Roswell-Mogul, fue de los pocos en dar el caso por zanjado. Con Pflock me reuní en su casa de Nuevo México sólo para convencerme de que ni él ni ninguno de sus colaboradores moverían ya un solo dedo por averiguar más de este caso. Para ellos la explicación Mogul era la «única plausible» (sic).
Otros en cambio, como el físico nuclear Stanton Friedman, no se conformarían con las nuevas versiones oficiales del caso y llegarían incluso a acusar a los autores del informe de «mofarse de la investigación seria. Este volumen debería ser catalogado como ficción en las librerías», dijo en alguna ocasión.
Muñecos y punto final.
Friedman fue en 1995 uno de los pocos en insistir a la USAF que en este asunto quedaba algo importante por resolver: los testimonios de no menos de cinco personas dignas de crédito, que afirmaban haber visto cuerpos —algunos con vida— junto a los restos del objeto siniestrado. ¿Cómo podía explicarse esto a la luz de la «hipótesis Mogul»? La respuesta llegaría en 1997 con la publicación del informe final al que aludía al inicio de éste apéndice. Redactado por el capitán James McAndrew —coautor del voluminoso informe previo de la Fuerza Aérea, y ascendido poco después de su publicación—, el nuevo texto de sólo doscientas treinta y una páginas incluía entrevistas con algunos de los testigos más destacados del caso, ignorados deliberadamente en los informes previos por referirse a «cuerpos de extraterrestres», así como una completa historia de dos proyectos de la Fuerza Aérea —High Dive y Excelsior— que a juicio de McAndrew explicaban el misterio.
Ambos proyectos perseguían desarrollar un método mediante el cual astronautas o pilotos pudieran salvar sus vidas si eran obligados a abandonar sus aeronaves a alturas extremas. Para ello lanzaron maniquíes de pruebas en caída libre, estudiando su comportamiento mientras se desplomaban y abrían sus paracaídas a una cota más baja. Se lanzaron cientos de estos muñecos en Nuevo México y sobre Wright Patterson (Ohio), que curiosamente fueron los dos escenarios recurrentes de informes de ovnis y tripulantes capturados por los militares en aquellos azarosos años. Incluso se llegó a hacer una prueba con el capitán Joseph Kittinger —convertido en héroe nacional después—, que saltó desde ¡más de treinta kilómetros de altura!
Lo que este informe final, el Case Closed, afirma es que lo narrado por los testigos son «errores honestos» (sic) de personas que confundieron globos con platillos volantes y «dummies» con extraterrestres. Incluso admite que los relatos de «equipos de rescate» en los lugares de los accidentes describen bastante bien las operaciones de recuperación de «dummies». Sin embargo, ignora que los primeros en reaccionar de semejante forma, describiendo platos voladores, fueron los propios oficiales de la base militar de Roswell, adiestrados para no cometer un error tan simple como el que se les atribuye más de medio siglo después.
Pero permítaseme añadir un último elemento a esta reflexión. Meses después de conocerse la conclusión definitiva de la USAF, se hicieron públicos unos análisis privados de las fotografías que el Star Telegram tomó en 1947 de los supuestos restos del ovni de Roswell en el despacho del general Ramey. Los análisis no buscaban autentificar la chatarra allí reunida, sino tratar de ampliar la imagen de un informe —un télex— que sujeta en su mano el propio Ramey, y cuya imagen puede admirarse páginas atrás, en este mismo libro.
Richard Haines, técnico del AMES Research Center de la NASA, identificó algunas letras al ampliar la imagen en cuestión, y tras él otros analistas llegaron incluso a «leer» alguna frase suelta. Sólo una línea de esa página de 1947 es inequívoca para todos los expertos: «… víctimas del accidente… enviadas a Forth Worth, Tex».
¿Víctimas? ¿Pero no habíamos quedado que no hubo tales? ¿No había concluido la Fuerza Aérea que éstas nunca existieron hasta los años cincuenta, y que en realidad fueron muñecos de pruebas?
El misterio sigue abierto.