Hoy me he puesto a mirar por el retrovisor a ver qué veía. Tanto tiempo con el foco puesto en ti que no tenía muy claro lo que me iba a encontrar. Y volviendo la vista atrás me he trasladado a Ámsterdam con Berta, aquel cigarro furtivo en la puerta de un coffee shop justo antes de subir a darnos un masaje tailandés, ¡en Holanda! Y el paseo en bici muertas de frío bordeando los canales y las paradas en las zonas estratégicas de avituallamiento para tomar unos Martinis que nos hicieran entrar en calor.
Y me he tropezado con el bebé de Malena. Héctor tiene ya tres años y medio, los mismos que mi nueva Candela. Recuerdo difuminado el embarazo, y sus escasos cumpleaños se amontonan en mi memoria confusa, pero lo he visto llorar y comer, y crecer y hablar por los codos y mirar a su padre como si hubiera visto a Superman y enrabietarse y pedir las cosas por favor y dar las gracias, también en inglés. Lo he contemplado dormirse de pie y salir corriendo buscando a su madre porque se le habían pelado las rodillas de un golpe. Y llorar de rabia y de risa. Y dar besos y abrazos sin venir a cuento. O porque venían a cuento, muy a cuento.
Y volviendo sobre mis pasos he visto a mi madre cocinando para diez para guardarme esas lentejas congeladas y a mi padre a su lado diciendo que ponga más cantidad, que estoy muy flaca. Y los he notado nerviosos cuando tuve que hacer aquella entrevista de trabajo tan importante. «Hija, llama en cuanto termines y nos cuentas».
Me he encontrado a León muerto de risa porque le he contado una situación ridícula que acababa de vivir. Esa risa suya contagiosa que te da fuelle para que alargues la tontuna hasta límites insospechados. Y ahí estaba yo, alargándola y sacando petróleo de un chiste malo. También lo he visto cogiéndome el teléfono a las ocho de la mañana para confesarle que no me podía levantar, que la tristeza tras la ruptura contigo la noche anterior me había atado a la cama y no me dejaba reaccionar.
Y allí estaba Berta, de nuevo trayéndome a casa comida japonesa y dándome un abrazo aquel día que, en el último momento, decidiste anular nuestro viaje. Y Jimena, haciéndome reír a diez mil kilómetros de distancia. Y Malena, poniéndome a su hijo en brazos para recordarme cuáles son las cosas importantes en la vida.
Y, sin avisar, ha vuelto mi abuela para darme un beso. Me ha cogido con su mano delgada y ha apretado la mía. Solo venía a recordarme aquello que me dijo una vez por teléfono: que me iba a echar mucho de menos cuando se muriera. Y me lo ha repetido. Y se ha vuelto a ir.
Y así, Manuel, podría seguir mencionándote a otras personas que merodean mi estancia sin hacer mucho ruido, pero que están siempre atentas por si necesito algo.
Girando la cabeza he vuelto a sonreír al constatar que la vida, siempre fascinante, ha puesto a personas extraordinarias a mi disposición. Como una especie de camarero refinado que va pasando con su bandeja variada y bien dispuesta ante mí para que pueda tomar lo mejor de esas personas.
He comprobado que a lo largo de estos años me he cruzado con gente maravillosa y que tú, Manuel, no eras una de esas personas. Lo intenté durante mucho tiempo. Te coloqué en lo más alto, pero no pude sostenerte. Ya no estás en mi lista de favoritos. Y ahora no habla el rencor ni el despecho, ya no. Habla la realidad que se impone tozuda.
Tú, Manuel, fuiste un quiero y no puedo para mi corazón. Un puedo y no quiero para mi cabeza. Demasiado tiempo tirado por la borda para aprender finalmente que lo que sucedió no fue por ti, sino a pesar de ti.
Porque contigo pensé que los pretéritos eran perfectos y simples. Y ni una cosa ni la otra, Manuel.
Y después de todo, y de tanto, me doy cuenta de que te sigo queriendo. De otra forma más madura, más real, pero te sigo teniendo cariño. Y me gusta reconocerme así, generosa con el recuerdo del amor que vivimos. Porque a estas alturas el mérito de conservarlo es mío. Te lo dije aquel primer día, aquella primera vez: «para todo y para siempre». No sé si me creíste. Yo nunca te mentí.
Al final resultó que no es la vida la que me quedaba grande, fuiste tú, tu amor, el que me quedó pequeño.
Y de todo eso me di cuenta cuando decidí escapar de tus manos y coger al fin las riendas de mi vida. Entré en la clínica para someterme a un tratamiento de fecundación. Tanto tiempo buscando el amor de mi vida, tantos años dedicados a ti y a otros, y por fin descubrí que el amor de mi vida no era uno, sino dos: Martina y Jon.
El tiempo. Todo. Locura
#microcuento