Candela, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Can-de-la: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Can.de.la.
Tu pelo negro, no sabría decir si liso o rizado. Solo sé que era suave y delicado, como tú, y que olía a flores, a césped recién cortado, a naturaleza, a libertad. Esa manera tuya de mirarme, Candela. A ratos como el niño que encuentra por sorpresa su regalo, a ratos la mirada perdida —enredada en tus pensamientos, siempre inalcanzables para mí—, a ratos pura pasión.
Esos ojos entornados cuando te ponías sobre mí y al fin te alejabas de todo y podías dejarte llevar. Ese cambio del rosa infantil al fucsia más intenso. Esa manera de pedirme que te hiciera mío. Esa entrega me arrastró tan fuerte que se tambaleó todo lo que había construido hasta ese momento.
Yo soy un espíritu libre, independiente, y tú, Candela, eres una orquídea —me lo dijiste una vez— y necesitas cuidados. Y yo no puedo cuidarte como tú necesitas.
Te lo susurré aquel día cuando con esos ojos enormes y oscuros, tan profundos que me veía reflejado en ellos, me hablabas sin decir nada. Candela, una mujer cuya mirada espantaba a las palomas. Hasta que conseguiste articular palabra y decirme con un hilo de voz: «Yo te quiero, Manuel. ¿Por qué no me quieres tú?».
Y recordé aquella frase que había leído años atrás y te la repetí: «Solo porque alguien no te ame como tú quieres, no significa que no te ame con todo su ser».
Podía quedarme un buen rato mirándote sin decir nada. Siempre he sido de pocas palabras. Y ver la forma en la que te nace el pelo. Es fascinante. Tienes un remolino muy pequeño, casi imperceptible, en la frente. Y en ese torbellino diminuto de cabellos zainos me perdía hasta que tus labios me lanzaban un aviso. Pero antes de llegar a ellos recorría con la mirada tu nariz. Una nariz contundente, rotunda, como lo eres tú, con personalidad, ni grande ni pequeña, pero que se hace ver en ese lienzo perfecto que conforma tu rostro.
Y no es que seas guapa, Candela, es que eres preciosa. Y creo que no te lo dije lo suficiente. Porque lo pensaba y me asustaba y me callaba y siempre salía corriendo. Porque con otras mujeres es más fácil decir adiós. Renunciar a ti es una gran putada, Candela. Y aun así, lo hice.
Tus labios carnosos eran mi perdición. Siempre atentos para el ataque. Me encantaba encontrarme con ellos de improviso. Que me arrancaras un beso rápido y que al instante cambiaras de opinión y te quedaras allí a vivir conmigo, en mi boca, toda la vida. Porque en esos instantes conseguías que el tiempo se parase, que no existiera nada más. Ni los miedos, ni el mañana. Ni los principios, ni los finales. Solo Manuel y Candela. Él y Ela. Recuerdo el día que me lo dijiste con tu carita ilusionada, con los ojos abiertos como platos, esperando ansiosa que me rindiera ante aquella casualidad cósmica, aquella señal que ineludiblemente nos convertía en almas gemelas. Él y Ela estaban hechos el uno para la otra. La otra para el uno.
Y luego estaba tu cuerpo. Tan delgada y tan fuerte a la vez. Tan manejable y tan carismática. Recorrer tu piel fina siempre receptiva. Y notar cómo se iba erizando tu vello a medida que te acariciaba. Y tus pechos perfectos para mis manos. Y tus caderas perfectas para mi pelvis. Y tus brazos perfectos para abrazarme y tus piernas poderosas para lo que tú quisieras hacer con ellas. Y conmigo. Porque, aunque tú no te lo creas, hubo un tiempo en el que podías hacer conmigo lo que quisieras. Era tuyo. De tus caprichos y tus encantos.
De lo que tú no te das cuenta es de lo que eres, Candela. Eres un envase perfecto con un perfume embriagador. Debes dárselo a quien sepa valorar tan exquisita fragancia. Yo te habría engañado con otras, te habría hecho daño, habría roto el frasco maravilloso y el perfume habría perdido con el tiempo ese aroma. Yo no estoy a la altura de lo que ofreces. Y por eso te pido perdón.
Y en el fondo sé que ha sido un gran aprendizaje para ambos. Tú me diste mucho, me enseñaste a amar de otra manera y a ser amado. «Nadie te va a querer así», me repetías. Nadie te va a querer así. Lo que me duele es precisamente que nos doliera tanto. Me propuse no hacerte sufrir y no lo conseguí.
Y fui débil mil veces porque es muy difícil decirte que no. También yo sufrí por ti, Candela, y a ratos lloré como un niño en la soledad de mi habitación. Quizá seamos números primos, condenados a estar cerca pero sin llegar a tocarse. Condenados a nuestra propia soledad. Tú eres un cohete. Un transbordador capaz de atravesar la atmósfera y salir al espacio exterior. Valiente, generosa, apasionada y con una mirada sensible que te permite retratar la vida para los demás. Y yo, Candela, fui uno de los tanques de combustible que necesitabas para elevarte. Te ayudé en tu despegue. Volamos juntos y fue maravilloso, pero tuve que regresar a tierra y a ti te dejé gravitando, donde debes estar.
Te agradezco tu reflexión, tus palabras, Manuel. Llegan tarde, pero las agradezco igual. Al fin llegó la carta que me anunciaste, al fin la nota que siempre dejabas a medias, al fin te abriste a mí, aunque ya no sirva de nada. Una pena que esa carta sea mía, una pena que esa carta sea lo que me hubiera gustado que me escribieras. Lo que deseé que sintieras y me entregaras. Una pena.
Durante mucho tiempo fuiste una herida abierta. Hurgué y hurgué en ella para encontrarte de nuevo, Manuel. Le eché sal viviendo situaciones que nos provocaban dolor, la aderezaste con unas gotas de limón cada vez que nos veíamos y parecíamos extraños, la bañamos en vinagre con el sinsabor de los celos. Y así, sin darnos cuenta, la herida fue cerrándose. Y ahora es una cicatriz y, de vez en cuando, la miro y hasta sonrío. Y otras veces he intentado reabrirla hasta que he comprobado que de nuevo sangraba.
Como todas las cicatrices, esta también escuece la víspera de los días de lluvia. Y hoy, Manuel, el cielo está encapotado.
Te quise como si no me fueras a romper el corazón
#microcuento