¿Te acuerdas de aquel día después de tanto tiempo cuando te mandé un mensaje para preguntarte qué tal estabas? Pensé que ya podríamos ser amigos. Al recibir tu respuesta comprobé que yo seguía sin estar preparada.
Ese mensaje escueto en el que ni me agradecías mi interés ni preguntabas por mí. Esas dos líneas en las que volví a comprobar que ya siempre se te olvidaba escribir un «Candy» después del beso. Un beso que se convirtieron en varios. ¿Sabes que varios besos, así en plural, ponen más distancia que uno, breve, directo y cálido? Seguro que lo sabes.
¿Por qué daré tanta importancia a las palabras? ¿Por qué me hará daño que ya no me mandes un beso en diminutivo, que escribas con exclamaciones, que tengas tú la iniciativa, que me llames Candy, que me digas que me echas de menos, que piensas en mí? Y que me quieres.
Ahí me di cuenta. Mi mensaje esperaba un te quiero. Cómo ibas tú a saberlo, ¿verdad? Si yo solo preguntaba qué tal estabas. Así soy. Esperando siempre. Lo imposible.
A veces esperaba ese «Escribiendo…» como cuando abres un regalo. Había días en los que el envoltorio daba paso a un mensaje precioso. Otras veces la respuesta me dejaba tan fría como lo acababan de ser tus palabras. Quizá no estemos hechos el uno para el otro. Quizá no nos vayamos a entender nunca. O quizá sí, y nos lo estamos perdiendo.
Yo solo quería quererte, Manuel. Solo eso. Y que tú me quisieras igual.
Tú no eres culpable de nada.
Ni yo.
Qué mala suerte la mía
quererte tanto.
Qué mala suerte la tuya
no quererte yo menos.
Qué buena suerte la mía
quererte así.
Qué buena suerte la tuya
que te haya querido de este modo.
Qué mala suerte la mía
haberte inventado.
Qué buena suerte la tuya
haberme encontrado