Bienvenido a tu funeral. Tú no lo sabes, pero te has muerto. Bueno, en realidad he tenido que matarte. Después de tanto tiempo en coma, con respiración asistida, me he visto obligada a desconectarte. He intentado mantenerte con vida estos años, pero ya no puedo más. Desisto. Me rindo. Tiro la toalla.
Quizá lo más correcto sea decir que al fin soy valiente y abro los ojos para ver la realidad. Esa realidad que tantas veces me he negado a ver por temor a que fuese demasiado dura. Y evitando abrir los ojos me he quedado en esta especie de limbo en el que renuncié a ti, pero también un poco a mí misma.
Renuncié a rehacer mi vida, a poder divertirme sin tener un puño apretándome la boca del estómago, a poder ser feliz con pequeñas cosas, a disfrutar de las fresas con chocolate, de la playa sin gente, de dar un paseo, de leer un libro, de reírme hasta que me doliera la tripa, de ver una película, de escuchar una canción sin que estuviera contaminada por tus recuerdos. Renuncié a mirar la luna llena si ya no estabas ahí para regalármela.
Y renuncié a todo eso porque quise. Pensaba —sentía— que ya no valía la pena sin ti. Por eso cuando fui descubriendo que tú sí habías rehecho tu vida, que habías vuelto a sonreír, que habías metido en tus sábanas a otras, preferí taparme los ojos.
Reaccioné como una niña pequeña que al sentir miedo se cubre la cara, como si el monstruo la fuera a respetar, como si no fuera a hacerle daño porque ella no lo ve. Yo también pensé que estaría más segura si me tapaba los ojos con las manos. Si no veo, no me ven. Si no lo veo, no existe.
Por eso, después de mucho tiempo hipotecando mis pensamientos, hoy he decidido matarte. Porque me he dado cuenta de que esto ya nada tiene que ver contigo. Es cosa mía, un proceso ajeno a ti.
«Tienes que asumir que ya no está, Candela, que vuestra historia se terminó hace mucho tiempo». Me he dicho tantas veces esta frase que me he vuelto inmune a su significado. Y lo curioso es que tú te hiciste fuerte porque yo te lo permití, así que hoy voy a proceder a tu desalojo forzoso porque, Manuel, eres un okupa de mi corazón.
Te colaste, reventaste mi cerrojo y te quedaste a vivir plácidamente en mi casa. Y, sin dar explicaciones, ibas y venías. Y el día que ya no volviste, la puerta ya no encajaba. Es lo que ocurre cuando no se hacen bien las cosas desde el principio. No reparamos esa cerradura, que siempre estuvo abierta a tu santa voluntad, y después, por mucho portazo que quise dar, ya no hubo manera de cerrar la puerta, de girar la llave y de ser la dueña de mi casa de nuevo. Siempre se quedó entreabierta. Y esto te lo digo ahora que sé que ya no volverás. Pudiste volver y entrar. Sabes que te habría recibido. Te agradezco que no lo hicieras.
Te he llorado tanto que ahora que estoy en tu funeral no sé muy bien cómo reaccionar. Me duele mucho sacarte de mi vida, pero me duele mucho más todo el daño que me has causado, a mí y a las personas que me rodean, que han tenido que conformarse con otra Candela, una Candela a medio gas, con las pilas desgastadas. Creo que voy a optar por un funeral más de película americana y menos de la España profunda. Estoy de lamentos y lloros hasta el gorro. Perdóname, Manuel, aunque estés todavía aquí, de cuerpo presente, pero me voy a arreglar. Voy a ponerme bien guapa, voy a maquillarme y a subirme a los tacones. Y voy a vivir.
Porque la vida sigue, siempre sigue, aunque a ratos pensemos que se ha parado a esperarnos. Nadie me va a devolver todo el tiempo que te he regalado. Espero que ahora tú también seas generoso y me regales unos bonitos recuerdos que me acompañen el resto de mi vida.
Que conquistaste mi sur
Que perdí el norte
Que me revolviste
hasta desorientarme
Que no me diste la brújula
para orientarme
Que me dé igual
pero que sea mentira
Que no te hable
pero que no te olvide
Que no
Que nada
#microcuento