Un año y medio después. Más de cuatrocientos días habían pasado desde aquella frágil noche de hotel. A nadie en su sano juicio se le hubiera pasado por la cabeza que yo podría seguir pensando en ti. Ni siquiera yo era consciente.
De nuevo la casualidad quiso que nos encontráramos y sin premeditación alguna, sin haberlo previsto, te solté toda la rabia acumulada en ese tiempo. Estabas radiante. Siempre tan coqueto. El vaquero perfecto, una camisa oscura y encima una chaqueta de cuero impecable.
Te vi muy bien, como siempre, pero quise pensar que ya te habías convertido en otra cosa. Ya no eras tan tan tan… tú. Sin embargo, en cuanto empecé a hablar contigo me di cuenta de que seguías siendo mi kriptonita.
Las piernas me temblaban y no articulaba bien mi discurso, unas palabras que yo no sabía que tenía tan a flor de piel.
Disparé a bocajarro y, en ese fuego cruzado que entablamos, incluso lancé alguna bala contra mi propio pie. Comencé con una sentencia directa y sincera. Te dije que me habías dejado una cicatriz muy profunda, que la herida seguía abierta y que nadie me había hecho nunca tanto daño. Tú me mirabas con cara de no entender lo que estaba pasando. Y no me extraña porque aquello no tenía ningún sentido. Y así te lo reconocí, pero —por algún motivo— seguí dejando salir todo aquello a borbotones.
Fue un vómito emocional e incontenible. Lo saqué todo fuera. Que no te perdono que no volvieras, que no me perdono no olvidarte. Que no asimilo que no me quieras. Y en ese momento me di cuenta. Quizá yo había creído que estaba jugando un partido de tenis y en realidad a lo que jugaba era al frontón, yo sola, imaginando que enfrente tenía a un gran tenista.
Lo malo no fue decirte todo aquello mirándote a los ojos. Lo peor fue que, en un ejercicio de sinceridad propio de una adolescente insegura, te pregunté si estabas con alguien. Y sabía que no tenía ningún derecho a hacerte esa pregunta. O sí, lo tenía, pero ya estaba fuera de lugar y de contexto. Pero te la hice: «¿Estás con alguien?».
Haciendo un triple mortal con tirabuzón, me lancé al vacío y me arriesgué con mi indiscreta pregunta. No me lo negaste, luego deduje que aquel silencio llevaba implícita una afirmación. Yo lo intuía, pero quería escuchártelo a ti, que me lo dijeras mirándome a los ojos y así poder dejar de pensar que algún día volverías a mí. A mi lado.
Es curioso, pero mientras te hacía la pregunta fui sintiendo cómo mi autoestima se encogía y mi cuerpo se volvía muy pequeño hasta hacerse prácticamente plano. Y me contemplé por un momento desde fuera y me vi convertida en un felpudo en el que se leía claramente: «Bienvenido, puede pasar y pisar».
Y pasaste y pisaste, pero debo reconocer que era yo la que te había invitado a aquella fiesta perversa en la que yo resultaba ser la peor parada.
Y no era una cuestión de celos, sino de dolor, porque la realidad no era como la había imaginado. Tan sencillo, tan naíf, tan absurdo a esas alturas.
Una vez dicho todo, me replegué y me llevé conmigo tus palabras. Tanto tiempo después me repetiste que te habías enamorado de mí, pero que, al darte cuenta de que no me podrías hacer feliz, te habías apartado.
Y reconocí aquel mismo discurso, aquella misma música. Y, de repente, pensé: «¿Cuántas veces me tienen que decir que NO? ¿Qué sentido tiene luchar por algo tan doloroso? ¿Qué me gusta ya de él?».
Se hizo el silencio en mi mente y, después de unos segundos, me dije en voz alta: «Hasta aquí». Me metí en el coche y me fui. En la radio sonaba «Ya está, ya hay paz. Ya hay paz» e hice mía la canción. No nuestra, solo mía. Fue la primera canción con la que comencé a construir recuerdos nuevos.
No hay ya más que decir
No hay llamas, qué decir
#microcuento