Hoy es San Valentín. Podría decir que me encanta la fecha, que es un día estupendo para demostrar el amor, una excusa perfecta para hacer evidente la prueba del cariño. Podría decir todo eso, argumentarlo, pero no puedo porque básicamente me toca las narices el 14 de febrero. Perdona el lenguaje, ya no voy pedo, pero como si lo fuera.
Supongo que esta animadversión tiene su sentido. No me gusta celebrar una fecha en la que no te rinden homenaje. Es como ir a una fiesta a la que no has sido invitado. Aunque te lo pases bien, aunque te diviertas, sabes que nadie pensó en ti cuando la organizó. Es como disfrutar de algo que no te corresponde.
Eso me ocurre a mí con el día de los enamorados. Tanto tiempo sin recibir un ramo de flores que terminó por desencantarme. ¡Ni una triste rosa envuelta en un triste celofán!
¿Hay algo más triste que eso? Sí, lo hay, unas margaritas de tienda de gasolinera envueltas en celofán, acompañadas de una planta de jardín, con gancho de jardín, para colgar en un jardín que no tienes. Todo muy poco romántico.
Y todo eso ni siquiera me llegó un 14 de febrero. Eso me lo regalaste el día de mi cumpleaños, cuando apenas habían pasado dos semanas desde nuestra ruptura. Me daba igual el regalo, pero me importabas tanto tú, Manuel, que todo me parecía doloroso.
En una ocasión tuviste el detalle de regalarme un reloj. Y te confieso que no me lo puedo poner. Cada vez que lo miro siento que el tiempo se para y me lleva de vuelta a aquel momento. Tú sacando por sorpresa mi regalo y yo pensando que aquello quería decir algo. Siempre buscando señales en cualquier detalle, Manuel. Señales que nunca llegaban.
Pero estábamos hablando del día de Cupido. Nunca te dije nada, pero me habría encantado que me hubieras sorprendido con un detalle ese día. El primer año ni siquiera me llamaste. Habías querido desconectar después de nuestra última cita. Algo así como: «No te he felicitado, cariño, no vaya a ser que te enamores y eso no está en el pacto».
El día anterior te habías pasado por mi casa a mediodía. Yo tenía una reunión a las seis de la tarde. No disponía de mucho tiempo, así que en cuanto te abrí la puerta me lancé a tu boca. Fue como si te hubiera estado esperando media vida. Y quizá era cierto. No recuerdo si habías tenido una sesión de fotos a mediodía ni de dónde venías, pero me pillaste por los pelos. Te dije que tenía una hora libre y allí te presentaste.
Recuerdo que llevabas un vaquero algo más ajustado de lo habitual y una camiseta negra. Encima un jersey gris de cuello alto que apenas te duró puesto medio minuto.
Olías como siempre —y como nunca— porque la verdad es que tu olor siempre me parecía inolvidable. Suena exagerado, pero es así. Era tu olor, tu propio perfume corporal, tu cuerpo, las feromonas. Y mi olfato atento a tus instintos.
Comenzamos a besarnos y, cuando nuestras lenguas empezaron a bailar juntas, yo ya estaba en ropa interior y tú desnudo. Me encantaba verte así en mi salón. Piernas robustas, abdomen musculado, brazos fuertes y torso amplio, generoso, como lo era nuestra pasión.
Te abracé, me quedé colgando de tu cuello y me di cuenta de lo liviana que soy —que era— ante ti. Ligera como una pluma. Delicada como la seda. Frágil como el cristal. Tanto que terminé rompiéndome.
Tus manos me agarraron con fuerza y fueron cómplices para colocarme a horcajadas sobre ti. Fuiste más directo que otras veces. Sabíamos que el tiempo apremiaba, así que apuramos las sensaciones al máximo.
Cuando terminaste yo ya lo había hecho un par de veces. Nos quedamos abrazados unos segundos, recuperándonos, y volvimos a besarnos. Esos besos suaves encendieron de nuevo la pasión en un intento de demostrarnos que nos había sabido a poco, que nos habíamos quedado con ganas.
Esa era siempre la sensación que tenía. Durante el tiempo que estuvimos juntos me supiste a poco, me dejaste con ganas. Por eso te echaba tanto de menos. Tanto como ahora te echo de más.
Al día siguiente de tu visita relámpago no dejé de mirar el teléfono. Esperaba un «Pensando en ti», aquel «Todavía sigues conmigo» que me enviaste en otra ocasión. Pero no llegó nada. Ni siquiera un escueto «Buenos días» matutino.
Pasé aquel 14 de febrero esperando, y llorando, a ratos. Al día siguiente me preguntaste qué tal estaba y te disculpaste diciéndome que estabas tratando de enfriar lo nuestro. ¡Enfriar! ¿Enfriar qué? ¿Las llamas?, ¿las ascuas tras el fuego del día anterior?
Nunca llegué a entender ese tira y afloja tuyo. Tan doloroso como adictivo. Ni siquiera un saludo, un beso, un gesto de cariño.
Odio los 14 de febrero. Y a ratos intento odiarte a ti. Ojalá lo consiguiera para poder apartarte de mi vida.
Mide lo que siento
¿Puedes?
Muda, me arrepiento
Miro y te lo digo
Muro, contra el viento
Habla, grita, llora
Todo menos esto
#microcuento