Voy pedo. Acabo de llegar a casa y voy pedísimo. Es lo que ocurre si te lías a tomar cañas con unos compañeros al salir del trabajo. Comenzamos picando algo y hemos terminado como piojos tomando gin-tonics que parecían ensaladas de tanto aderezo que llevaban. A mí se me ha aflojado la lengua y he empezado a hablar de ti. Supongo que mañana me arrepentiré, pero hoy el cuerpo me pedía hacerlo.
He quedado con Marta y Javier y les he contado lo que me ha pasado hoy. Antes de explicártelo, te informo —porque voy pedísimo— que me atrae Javier. No es que me guste exactamente, es que me parece muy sexy. Hay días en que me iría con él a la cama, pero siempre piso el freno a tiempo. Soy prudente porque, después de ese día en el que cruzas la línea, llega el día siguiente y tienes que volver a verlo y eso casi siempre complica las cosas.
Ya aprendí eso hace años cuando estuve con Ángel. Me voy de un tema a otro, perdóname. O no. Te aguantas y escuchas mi historia, que bastantes aventuras tuyas tuve que escuchar yo. Con Ángel eran otros tiempos, teníamos veintipocos y era nuestro primer trabajo en serio. Los jueves al terminar la jornada salíamos todos juntos y nosotros siempre terminábamos perdiéndonos y recalando primero en mi coche y luego en mi casa, por ese orden.
Ángel me gustaba, pero para un rato, entonces podía controlar eso. «Este no te conviene, Candela», me advertía mi voz interna, y yo actuaba en consecuencia. Me divertía y no le daba mayor trascendencia al asunto. Aun así, reconozco que me fastidió un poco cuando decidió que no podíamos vernos más porque su novia se había enterado de lo nuestro. Porque Ángel tenía novia, creo que antes olvidé mencionar ese detalle.
Resulta que hoy, a la hora de comer, casualmente he pasado por tu casa y casualmente salía una mujer de tu portal y casualmente tú ibas a su lado y —oh, casualidad— he visto cómo os besabais.
Tú, Manuel, dándole un beso a otra. Tú, renunciando a mis labios para ir a parar a los de esa otra. Pensé que tenías buen gusto. Como he bebido, voy a decir lo que pienso de verdad. Pensé que tenías mejor gusto, ¿ya te lo he dicho? Un gusto exquisito. Pensé tantas cosas buenas de ti que ya no sé ni con qué quedarme de todo aquello. Las manos casi vacías.
Cuánto te he llorado para lo idiota que eres, Manuel. Te recuerdo que voy pedo y se admiten tacos, juramentos y palabras malsonantes. De todos modos, la culpa no es tuya, no es solo tuya. Yo también tengo lo mío. Y sí, tú eres un flojo, Manuel.
Con este embrollo mental, mientras me caliento un vaso de leche antes de irme a la cama, he recordado que ya hace más de cinco años que estuve en Nueva York. De aquel viaje me traje muchos recuerdos, uno de ellos lo tengo colgado en la pared de casa. Me compré una lámina en el Moma. De todos los cuadros del museo elegí, no sé muy bien por qué, uno de Lichtenstein. No es ni de lejos uno de mis artistas favoritos, pero lo elegí a él. Y entre todas las imágenes de que disponía, me incliné por la de la chica llorando. Porque ya lo anticipé yo, Manuel, y tú no tienes nada que ver con eso. Yo me propuse vivir una historia intensa, un amor novelesco que me hiciera gozar y llorar a partes iguales. Y ahora, mirando el cuadro, al ver a la chica casi ahogada en sus propias lágrimas, me doy cuenta de que todo fue premeditado.
Manuel, nunca has estado a la altura cuando te he necesitado. Nunca te anticipaste, ni me consolaste después de un mal momento. Solo estabas ahí para lo bueno, para lo cómodo. Sin problemas. Solo para disfrutar. Y ahora que te he visto con otra puedo decirte que me alegro. Que quizá no hacéis tan mala pareja. Porque yo no soy ella, Manuel, pero lo mejor es que ella no es como yo.
Pedí de regalo tu corazón
envuelto en celofán
Aquí guardo el papel
Y creo que está arrugado
como mis ganas de que vuelvas
#microcuento