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MALENA: LOS AMIGOS ESTÁN PARA ESO

Últimamente, mi cita semanal con Candela para tomar unas cañas y ponernos al día se estaba convirtiendo en algo extraño, ajeno incluso a lo que había tejido nuestra amistad desde la infancia. Siempre decíamos que la treintena es la mejor etapa de la vida, pero a Candela pronto se le olvidaba aquello y pasaba a recordarme que no lograba salir del pozo, que su enganche sentimental, lejos de amainar, era cada vez más doloroso y que no sabía cuánto tiempo podría aguantarlo.

Ella misma reconocía que estaba dedicando los mejores años a sufrir por alguien que nunca iba a darle lo que ella buscaba. En primer lugar, porque él ya le había dicho que no y en segundo lugar, porque, aun en el caso de que hubiera dado ese paso, lo que ella buscaba no tenía nada que ver con lo que él podía darle.

Eso era algo que Candela tenía bastante claro, algo de lo que no había que convencerla. Y, sin embargo, se aferraba al dolor con una insistencia irracional, como el niño que llora sin consuelo porque su padre no le compra el avión que surca el cielo, aunque sabe que eso es algo materialmente imposible, por mucho amor que exista. Sabe que jamás va a conseguir tal cosa y aun así se recrea en el dolor que le produce esa ausencia.

Yo le insistía en la necesidad de pasar página para poder continuar con su vida; porque tenía que seguir dando pasos y debía hacerlo sin esa maleta emocional que estaba frenando el ritmo y también la intensidad de otras experiencias con las que se encontraba cada día, y a las que ella apenas prestaba atención o simplemente ignoraba.

Hacía tiempo que echaba de menos las conversaciones frívolas con Candela. Esas que de vez en cuando teníamos salpicadas de carcajadas y llenas de comentarios ingeniosos e incluso irreverentes, propios entre amigas que comparten una gran complicidad y muchas inquietudes.

Poco a poco, había dejado de lado todo lo demás para que el epicentro de su dolor pudiera expandirse a su antojo en forma de ondas concéntricas hasta inundar todo su yo. Y el mío —mi yo—, tenaz y cabezota, no iba a quedarse de brazos cruzados mientras presenciaba cómo Candela se hundía. De modo que decidí cambiar de estrategia con la esperanza de que reaccionara.

Una tarde de domingo me presenté en su casa. Sabía que estaba allí porque me había enviado un mensaje para decirme que no iba a salir. Ni cine, ni paseo, ni deporte. Otro domingo regalado a la nada. Me abrió la puerta y, aunque sorprendida, agradeció que le hiciera la visita.

—¿Dónde se tiran los domingos desperdiciados? ¿Al contenedor verde o al amarillo? —le espeté nada más darle dos besos.

—Esto debe de ser contaminante. Tíralo al mismo de las pilas —respondió guiñándome un ojo.

No tenía mala cara, pero sabía que había estado llorando. No sé el motivo exacto de aquel día, no importa. El caso es que se había encerrado otro fin de semana cual Rapunzel esperando a que su príncipe viniera a buscarla.

—¿Qué esperas, Candela? ¿Esperas que venga a buscarte para echarle las trenzas y que suba a tu torre? Me cago en los putos cuentos de princesas, en los hermanos Grimm, en Disney, en Hollywood y en toda esa mierda que nos ha llenado la cabeza de residuos tóxicos. Que somos las Garoña de los sentimientos, coño. Las Zorita del amor, las Vandellós (la I y la II, las dos juntas, que vamos sobradas) de las emociones. Somos material radiactivo en estado puro. Somos Fukushima.

—Qué bruta eres. No espero a nadie, pero estoy triste. No lo puedo evitar, Malena.

—¿Y hasta cuándo vas a estar lamiéndote las heridas? De momento ya le has dedicado un par de cumpleaños, algún verano, las Navidades. Plantéate si vas a seguir así mucho tiempo porque a lo mejor me paso a verte en un lustro. Sé que te voy a encontrar en el mismo sitio, así que no hay problema.

—Lo intento. Cada día pienso: ya está, ya pasó. Pero luego la pena me inunda.

—¿Pero qué pena, criatura? Si deberías estar dando gracias a Dios, a Buda o al sursuncorda por haberte quitado de encima a semejante individuo. Pobre mujer la que vaya a cargar con él. No le arriendo las ganancias.

—Lo sé, pero me da pena.

—¿Sabes lo que es dar pena de verdad? Cuando el padre de tu hijo no le hace ni caso. Pena es darte cuenta de que la cagaste —pero mucho— a la hora de elegir. Pena es haber dejado de darle de mamar a Hugo a los dos meses de nacer porque me parecía que la tristeza que le estaba transmitiendo a través de la leche no podía ser buena para él. Pena es llorar a escondidas para que tu hijo no lo sienta, tu madre no lo note y tu padre no pregunte.

—¿No le diste de mamar a Hugo?

—Tuve que cortarlo. Y le daba el bebé a mi madre para que lo durmiera ella porque a mí se me caían las lágrimas sin parar y terminaban inundando su carita inocente.

—Es que lo tuyo fue muy fuerte. Tan pequeñito. Fue un palo muy gordo, Malena.

—Como el tuyo, Candela, que también fue gordo. Cada uno vive lo suyo como lo más importante y es lógico, pero hay que recomponerse. Fuiste valiente, sobreviviste al tsunami y ahora te has quedado flotando encima de una tabla. Tienes que salir de ahí.

—Lo intento.

—Pues no es suficiente. Tienes que intentarlo más. Sin parar. Te voy a contar algo que nunca te he dicho. Cuando Hugo tenía cinco años, lo apunté a natación. Todos los miércoles por la mañana iba a la piscina con él. En cuanto terminaba la clase, se asomaba entusiasmado para buscarme a través del cristal, me saludaba efusivamente y yo entraba a los vestuarios para vestirlo y secarle el pelo. Un día cuando llegué me encontré con su padre. No me había avisado, nunca lo ha hecho, y ese día no iba a ser una excepción. Estaba hablando con una de las monitoras, que estaba extrañada porque era el único padre al que todavía no conocía. Mantener la compostura ya se había convertido en algo tan habitual en los últimos cinco años que ni siquiera aguantar el tipo ante la profesora me molestó demasiado. Lo que me dolió fue que se acercara a mí para decirme lo bien que olía. «Huelo igual que siempre», le respondí. Y él movió la cabeza de arriba abajo, asintiendo, y me dijo: «Sí, hueles igual de bien que antes». Y dicho esto, se dio media vuelta y se fue. Le pregunté si no iba a esperar a que saliera Hugo y me respondió que no, que otro día. Y eso sí que no se lo perdono. Eso sí que me dolió, fue como un puñetazo en el hígado. Cuando Hugo salió de la piscina, le pregunté si me había visto con alguien y el niño, con cinco años, me respondió: «¿Tú qué crees, mamá?». Y añadió: «Pero no quiero hablar de eso». Y no lo hablamos, pero supe que mi hijo tendría siempre carencias por culpa de un padre ausente. Y eso sí que me martillea las sienes antes de irme a dormir. Y, pese a todo, hay que quitárselo de la cabeza y avanzar. Rema, Candela, rema.