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Anoche soñé contigo. Estábamos en tu casa como aquel día de finales de septiembre que me invitaste a cenar. Tú ya habías estado en la mía, nos habíamos encontrado en otra ocasión en territorio neutral para ver una película y tomar algo después, pero nunca había ido a tu barrio, ni siquiera era una zona de paso para mí. Aquel día tú jugabas en casa.

Me gustabas mucho. «¿Qué hago yo quedando con este jovencito? ¡Pero si es un polluelo!», les había comentado a Berta y Malena antes de acudir a tu llamada. «El chico es mono y muestra interés, disfruta, Candela». Esa fue la respuesta unánime de mis amigas. Y eso hice.

Llamé al telefonillo y apareció tu voz y con ella un «sí» que más que preguntar se lanzaba asertivo a recorrer tu calle desierta. Todavía me ruborizaba al escucharte, incluso a través de un interfono.

—Soy Candela —respondí tímidamente.

—Mire al objetivo y sonría, señorita. Imposible desactivar el cierre si no me enseña la dentadura —al escucharte se desató una carcajada en mi interior que controlé como pude para disimular mi actitud de adolescente desbocada. Miré a la pantallita y sonreí.

—Contraseña correcta, pase —y con esas palabras me adentré en tu guarida.

En el ascensor me volví a repasar el brillo de labios, me pellizqué las mejillas y me miré de perfil. «Le gusto», pensé. Me giré de nuevo ante el espejo y me dije en voz alta: «¡Le gustas, Candela!». Se abrieron las puertas, me di la vuelta y busqué tu puerta. Sexta planta, número 6, que sumados nos darían nuestro 12.

El corazón bombeaba a un ritmo acelerado. Descontrolado, presuroso, impaciente, emocionado. Y yo, como una espectadora de lujo, ajena a su control. Llamé al timbre y abriste la puerta con una rasera en ristre.

—Habrá venido armada, princesa, porque este caballero dispone de una espada infalible —bramaste lanzando la pala metálica al aire y simulando un movimiento que ya hubiera querido para sí un espadachín. Sin pensarlo, saqué una barra de pan con semillas y cereales que acababa de comprar y que todavía estaba caliente y comenzamos una lucha tan absurda como inolvidable.

Finalmente entregamos las armas y me invitaste a pasar. Me besaste en la nuca porque ibas detrás de mí. Y en la boca después porque te apresuraste a adelantarme.

—Te estoy preparando una ensalada templada de rúcula, queso parmesano, jamoncito del bueno y almendras fritas. Espero que te guste, y si no, le pones vinagre de Módena y arreglado —me guiñaste un ojo y me plantaste un beso en la nariz.

«Joder, cómo me gusta este hombre», pensé. Y así comenzó una conversación mental en paralelo que nada tenía que ver con la que de verdad se produjo.

—Pasa, que te enseño mi castillo —dijiste amablemente mientras abrías la puerta del salón—. Aquí es donde paso mis horas muertas —me explicaste.

—Cuántas ventanas, me encanta —exclamé sorprendida.

El comedor era rectangular con un sofá al fondo apoyado en la pared y una mesa alta con cuatro sillas a la entrada. En una esquina tenías unos mullidos cojines tirados en el suelo alrededor de una cachimba.

—Es mi rincón de pensar —dijiste mientras ponías los ojos en blanco y tus manos buscaban algo parecido a una posición zen.

«¿Fuma porros? A ver si va a estar todo el día en la parra y no me va a gustar». Eso pensé mientras sonreía a tu ocurrencia.

—¿Y eso? —pregunté señalando el artilugio.

—Ah, me la regaló un amigo marroquí. No me gusta fumar, pero en reuniones con amigos el chisme da su juego —dijiste mientras se te caía una mirada a mi escote.

«Coño, me encantan sus tetas y ahora no dejan de mirarme y voy a tener que meter la mano y saludarlas».

Colgadas en la pared de la izquierda, tenías varias estanterías con libros y fotos. Miré uno a uno los marcos —deformación profesional— y te fui preguntando por cada una de las instantáneas.

—Aquí estoy con mis padres y mis hermanas mayores. Aquí con mis sobrinos, en un viaje a Kenia; esta en Nueva York; y aquí otras que rescaté de algunos reportajes chulos que me han hecho.

«¡Joder, qué guapo es, por Dios! Eso no vale. Esto es un abuso de poder».

—Son preciosas y tú sales muy bien —te dije sin saber muy bien cómo había podido contener mi impulso de piropearte hasta el infinito.

«No puedo más. Me encantan sus tetas, ya está. Hay que admitirlo. Y tú, eh, tú, la de ahí abajo, compórtate, que no podemos causar tan mala impresión. Empalmado nada más verla, joder. Así no hay manera».

—Gracias. Tú sí que eres guapa —replicaste, y noté como te acercabas, pero esta vez me rozaste con tu lengua, que ya no pudo aguantar más tiempo dentro de su cueva hambrienta. Sentí la caricia húmeda y lenta en mis labios y te llevaste contigo todo el brillo que acababa de ponerme—. Qué bien sabes. —Y volviste a pasar tu lengua por mi boca entera, por dentro y por fuera.

«Tengo que desnudarla ya. No aguanto. Quiero follarla aquí mismo, en el suelo, en el sofá, en la mesa. Donde ella quiera. Quiero sentirla y meterme dentro, joder».

—Tenía muchas ganas de volver a verte. Me encanta cómo besas. Me enciendes, Candela. Ahora entiendo por qué te llamas así.

Bajé la mano hasta que me topé con tu cinturón y noté tu alegría desmedida al encontrarme.

—Uh, ¿qué está pasando aquí, mosquetero? Deme vino para la batalla.

«Debería ser ilegal estar tan…, así…, tan bien, tan apetecible, joder. Así no hay manera de mantenerse cuerda. No sé lo que digo. Va a pensar que soy idiota y no le va a faltar razón».

Abriste la botella que cuidadosamente había seleccionado para aquella noche y nos tomamos un sorbo tan largo que delató la sed desmedida que ambos teníamos y que de alguna manera necesitábamos saciar.

—Ven, que te enseño mi cuarto —balbuceaste mientras me señalabas el camino—. Es la puerta de la izquierda, la segunda, después de la cocina.

«Ella, que entre en mi habitación, pero yo no estoy seguro de que la vaya a dejar salir de allí. En cuanto abra la puerta la tumbo en la cama y la desnudo. No quiero cenar, quiero comérmela a ella. ¡Y la quiero ya!».

Abrí la puerta y vi tu rincón secreto. Una cama infinita, casi a ras de suelo, una tele planísima colgada en la pared frente al cabecero y un espejo enorme en un lateral. Y a la entrada, un violín.

«¿Pero qué coño es esto? ¿Sabe tocar el violín? Y una mierda, no puede ser. No es perfecto. No lo es. No puede hacerme esto. Tiene libros en el salón y le gusta la fotografía. Eso no se hace. Seguro que fuma porros, pero muchos, y no me lo ha querido decir. No, peor aún, se droga. Claro, no fuma porros porque es cocainómano. O quizá sea anoréxico, en el mundo de la moda dicen que cada vez hay más hombres con este trastorno. O vigoréxico. Está tan fuerte porque solo come proteínas, huevos crudos o lo que sea que comen esos tipos tan fibrosos. Algo tiene que tener. Un defectito aunque sea pequeño, por Dios, ten clemencia, un defecto te pido».

—¿Tocas el violín? —me atreví a preguntarte finalmente.

—Sí, a mis padres les gusta mucho la música y el violín es lo más fácil para practicar. Traerme el piano hubiera sido más complicado.

Mi cabeza hacía rato que no respondía a estímulos. A más estímulos que los tuyos, quiero decir. Así que apuré el resto del vino que me quedaba en la copa. Y tú hiciste lo mismo. Y ambos volvimos a vaciarlas. Esta vez tú fuiste más rápido, así que cogí la mía, te senté en la cama y te di de beber. De mi copa primero, de mi boca después. Sorbía tragos pequeños que iba trasvasando a tus labios, que los recibían cada vez con mayor excitación.

«Asumámoslo, me gusta mucho. No, no me gusta, ¡me encanta! Me excita y me pone a cien. ¡A mil! Asumámoslo y disfrutemos».

Llevaba una falda corta negra con una blusa semitransparente que, tras nuestros juegos, ya asomaba por encima. Metiste los brazos por dentro y la sacaste en un solo movimiento, dejándola del revés. La tiraste al suelo y pusiste tus manos sobre mis pechos.

«Ahora sí que voy a tenerte, ahora sí, Candela. Lo que me pidas te daré».

Y al fin nuestros pensamientos fueron acordes a nuestros gestos.

—Ven que te coma —dijiste con una voz tan ruda y masculina que me provocó un escalofrío de placer. Bajaste hasta mis caderas y te adentraste en aquella parada de metro. Y así empezó el principio del fin de mi primera cita en tu casa. Una cita que se alargó varias horas.

He soñado contigo. Con tu piso, con tu habitación y tu violín. En mi sueño, como aquella primera vez en tu casa, la cena fue lo de menos.

Soñaba

que me dirías lo que imaginé

que recordarías lo que inventé

que volverías

Eso soñaba

que me querías

Soñaba

y desperté

#microcuento