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El hombre de mi vida es Jota. Mi primo es un regalo, el mejor referente masculino que la vida me ha podido colocar delante. Con él pasé tardes enteras tirando piedras a los charcos, nos colábamos en el cine de verano sin pagar, hacíamos expediciones peligrosísimas a cinco minutos de casa de la abuela. Jota me cuidaba, me protegía y me entendía. ¿Se puede pedir más?

Fue con el primer hombre con quien me bañé desnuda en el mar y, a aquello, tampoco le dimos tanta importancia. Éramos tan pequeños y tan libres. Me contaba sus aventuras en el colegio, sus peleas con los compañeros, las niñas que le gustaban. Compartíamos el helado de crema de los viernes, el resto de los días nos teníamos que conformar con el polo de hielo. Bajábamos a jugar al parque cada tarde y nos escondíamos juntos detrás de los arbustos. Si descubrían a uno, el otro no salía del escondite hasta que su aliado le hacía una señal. Y así, entre juegos y complicidades, fuimos ganándole años a la vida.

La adolescencia nos distanció durante esos años en los que las hormonas son las que mandan. Hacen y deshacen a su antojo y, la verdad, no demuestran ser muy listas. Hablo de esa temporada de granos en la cara y risas flojas, de que todo te da vergüenza y a la vez te crees el rey del mundo. De complejos, inseguridades y rabietas con tus padres. De los primeros besos con lengua. Él con sus amigotes hablando de hacerse pajas y yo con mis amiguitas explicándonos cómo se pone un tampón. La nariz de Jota creciendo al mismo ritmo desorbitado que lo hacían mis pechos. Muchos cambios por dentro y por fuera.

Después de la edad del pavo, de la tontería mayúscula, en la que a uno le cuesta encontrarse incluso a sí mismo, nosotros nos reencontramos. La universidad unió de nuevo nuestros caminos. Los apuntes, los viajes a la facultad en autobús, las fiestas de los jueves. Y de los viernes. Y las de los sábados. Todo eso une mucho. El alcohol de los fines de semana y la bollería industrial de los almuerzos diarios. Nuestros lazos ya eran inseparables. Éramos Bonny and Clyde. O Bony y el Tigretón. O Bony y la Pantera Rosa. Éramos lo que nosotros queríamos ser, una pareja inseparable.

Jota, mi confidente. A él le conté la desastrosa experiencia en el coche con Quique. Su torpeza, mi nerviosismo y el desenlace fatal en el asiento del copiloto. Hacer el amor en un Ford Fiesta requiere de ciertas habilidades que nosotros aquel día no logramos encontrar. Nos reímos tanto del pobre, de su inexperiencia. Porque Jota nunca me ha hecho sentir culpable por nada. Es su don. Te escucha, te dice lo que piensa, pero su lectura siempre es positiva. La culpa fue de Quique, que no se lo supo montar. Cuestión zanjada.

Recuerdo el día que fuimos a su casa a ver una película que le encantaba y que quería que viéramos juntos. Él me descubrió a Jean Reno y a una Natalie Portman tan infantil como sobresaliente. A partir de entonces pasé a llamarle León.

Él era el rey de mi selva. A veces, cuando quería hacerle rabiar, lo llamaba Simba y otras optaba por el auténtico León, el profesional. Eso ocurría cada vez que triunfaba con una chica. En mi llamada del día siguiente siempre le lanzaba la misma pregunta: «¿Fuiste Simba o el profesional?». Él se reía. Siempre ha sido muy agradecido con mis comentarios aunque a veces no fuesen tan ocurrentes. «Yo siempre soy un profesional, cariño», me decía con un tono perdonavidas que no se creía ni él. Y entonces volvíamos a reírnos a carcajadas.

León es fuerte, pero tierno. Es práctico, pero sensible. Es reservado, pero te escucha. Por eso me apoyé tanto en él cuando tú, Manuel, me dejaste cerrada por derribo. Vino a verme una mañana de sábado, estaba descompuesta, había pasado toda la noche llorando. Cuando entró en casa y me vio los ojos hinchados, le cambió el gesto, pero no dijo nada. Solo me abrazó.

Cogí su mano y la puse en mi pecho y le dije: «¿Sabes qué es esto? Es mi corazón y está roto. ¿Puedes sentirlo?».

León apenas consiguió esbozar una sonrisa. Sabía perfectamente que le intentaba hacer un guiño cómplice. Esa otra película, Grandes esperanzas, también la habíamos visto juntos. En aquella escena nos habíamos mirado y nos dijimos que siempre estaríamos ahí para abrazarnos si alguien nos rompía el corazón.

Y allí estaba mi León, lamiéndome las heridas y dándome el consuelo prometido. Me lanzó otra frase de nuestro arsenal cinéfilo para momentos especiales. «Voy a hacerte una propuesta que no podrás rechazar», me dijo con esa sonrisa que deja claro el tipo de persona que es. Porque con León no hay dudas, Manuel. Le creo y me quiere. Le quiero y me cree.

Me llevó a comer a un restaurante cerca de casa, acogedor y tranquilo, donde pudimos charlar un buen rato. Dejó a María con el pequeño Sam en casa y se vino a pastorearme un rato, como nos gustaba bromear.

Mientras le contaba lo que había sucedido la noche anterior, interrumpió mi llanto, me miró, se limpió la boca tranquilamente con la servilleta, bebió un sorbo de cerveza y me dijo: «El amor no es eso, Candela. Una relación te tiene que hacer feliz. Lo que tú tienes con Manuel es un tormento. Pasa de él».

Volvió a coger los cubiertos y siguió comiendo. A León no le importaban los detalles, si me habías dicho o si no, si me habías llevado flores o me habías mandado dos mensajes en lugar de cinco. León, como buen profesional, se quedaba con la esencia. «Este tío no te quiere. No quiere tener una relación contigo. Te quiere a ratos, a su manera. Te lo ha dicho, Candela. Pasa de él».

Ese «pasa de él» de León parecía fácil de llevar a cabo, pero no lo era. No lo fue, como le demostré durante tanto tiempo. Muchos días en los que él me siguió escuchando y apoyando.

La mejor lección de amor me la dio él mismo. León al lado de su Nala. «Mírame a mí —me decía—. Cuando te enamoras, apuestas por ello. Yo lo hice con María y funcionó. Te apoyé cuando decidiste llegar hasta el final con Manuel, ponerle las cartas sobre la mesa y proponerle que os fuerais a vivir juntos. Él te dijo que no, Candela. No hay más que hablar. Ya está todo dicho».

Tengo un presentimiento

Mañana será un sentimiento

Y pasado mañana un recuerdo

#microcuento