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MALENA: HELENA DE TROYA

Conozco a Candela desde que éramos niñas y nunca la había visto así. Descontrolada, ausente, distinta. Que sea consciente del error y que, aun así, siga cometiéndolo es lo que peor llevo. No he conocido a otra persona más conocedora del mal que se está haciendo y tan incapaz de atajar por lo sano. Al principio pensaba que la adrenalina de la pasión estaba llevando a Candela por un camino tan atractivo como cegador. Luego empecé a convencerme de que de verdad se había enamorado y ahí estábamos un poco más jodidos. Le habían tocado la tecla exacta. Peligro.

Son demasiados los pasajes angustiosos que he vivido a su lado. Viéndola una y otra vez tropezar con la misma piedra, y caer siempre en los mismos errores de autocompasión y victimismo.

«No puedo más». Esa frase dominó tantas de nuestras conversaciones. Muchas veces era el punto de partida y casi siempre venía acompañada de dos grandes lágrimas aisladas. El proceso era como un ritual, siempre se repetía. Sus ojos se encharcaban en silencio, pero diciendo a gritos que aquello era insostenible, que el poder de contención había tocado a su fin y que la presa abriría sus compuertas en breve. Y así sucedía.

Aquellas dos lágrimas solitarias daban paso a una cascada. Y en ese reguero caía también parte de la rabia y la impotencia que la sumían en esa pena, pero no lo suficiente para cortar aquel grifo de manera definitiva. Cuando al fin recuperaba la voz llegaba su «esto me está destrozando», y la lluvia incesante volvía a calar su rostro con fuerza, por si no me había dado cuenta ya a esas alturas de su desasosiego. «Si es que es lo mismo de siempre», me repetía, y yo solo podía pensar que, si era lo mismo de siempre, ¿por qué no intentaba evitarlo? «Haz que no pase, Candela», le pedía en silencio.

«Lo sé». Como un niño que entiende su reprimenda, que sabe que no se ha portado bien. Ella solita llegaba a esa afirmación después de haberme contado el último capítulo de aquella historia envenenada. Resultaba demoledor verla narrar la pena que le causaba ese amor no correspondido siendo consciente de que no había actuado como su cabeza le indicaba.

Durante mucho tiempo, Candela fue una experta en dejarse llevar por impulsos inadecuados y, a la larga, dolorosos. «Yo sé que no tendría que haber mandado ese mensaje, yo sé que no debería haberlo llamado, yo sé que esa conversación no venía a cuento».

«Yo sé, pero yo sigo», pensaba yo. Eso es lo que en realidad me decía Candela aun sin palabras. Y yo, Malena, María Helena, Helena de Troya —como a ella le gusta llamarme—, tenía que contemplar cómo se estaba consumiendo por aquel sinsentido.

Entre líneas, lo que se leía en realidad es: «Yo sé que es egoísta, que se está aprovechando de la situación y que seguirá así hasta que lo pare; yo sé que este amor me está machacando, pero aquí sigo emperrada en este cuento de hadas». Pero eso Candela no me lo decía.

Ella no llegaba a comprenderlo, pero todo aquello me recordaba demasiado a lo que yo había vivido con el padre de mi hijo. Carlos, el mayor error de mi vida. Y, aunque siempre tratábamos de terminar nuestras charlas y confesiones con humor y una sonrisa, la historia de Candela me hacía recordar todo aquel dolor que tanto tiempo tardé en digerir.

De aquella historia nació Hugo y eso siempre tendré que agradecérselo a Carlos. Eso, y poco más. Nada más. Candela vivió mi sufrimiento de cerca, pero ajena a él porque nunca había sentido un dolor parecido. Después de Manuel estoy convencida de que lo comprendió en toda su dimensión.

No sé cómo no lo mandó todo a la mierda en algún momento. Supongo que porque es más fuerte de lo que ella misma cree. Es una pena que el amor haya sido el causante de ese descubrimiento, con lo maravilloso que es, con la felicidad que te aporta. Muchas veces me sentí culpable por considerarme tan afortunada al lado de Álvaro.

Porque a mí también me llegó una segunda oportunidad para resarcirme de todo lo anterior. Al fin dieron mimos a mi castigado corazón. Encontré a Álvaro, un amor de pareja para mí y un amor de padre para Hugo. Me di cuenta entonces de que un padre es quien está siempre, no solo en un momento.

Carlos me acompañó antes de que existiera «mi primera H», pero después no estuvo a la altura. Cuando llegó Álvaro, asumió ese reto y me dio la oportunidad de ser madre de nuevo en un entorno de cariño hasta entonces desconocido para mí. Y no fue fácil. Todo el tiempo que tardé en recuperarme de Carlos, en darme cuenta de que sería una madre soltera —a pesar de su presencia en la distancia—, todo ese tiempo que tardé en dejar de quererlo fueron años tirados a la basura. Y cuando quise tener otro hijo mi cuerpo no respondió como yo esperaba.

Tuve que someterme a un tratamiento de fertilidad. Afortunadamente, después de dos ciclos de hormonas y de un aborto espontáneo, llegó Héctor —«mi segunda H»—. Y con las dos haches construí una escalera perfecta. Héctor, mi príncipe guerrero, luchador infatigable pero noble, llegó para dar protección a su hermano mayor, que había sufrido más en aquella batalla.

Durante algún tiempo me aterró que Candela se perdiera mi embarazo, se perdiera a mi segundo hijo. Me aterraba que se perdiera ella misma y que yo no pudiera ayudarla a encontrarse.

Me acuerdo mucho de aquellos días,

de cuando la vida era otra cosa

#microcuento