32

Lo malo de mentir es que uno se acostumbra a la mentira, a sus propias mentiras y les va quitando importancia. Es lógico, es un mecanismo de defensa. Mentir no está bien; «Mentir caca», nos decían de pequeños. Así que cuando uno se va adentrando en el serpenteante mundo de la ocultación de la verdad, necesariamente tiene que aparecer la autoindulgencia, esa que hace que tu conciencia se quede más aliviada. No recuerdo quién escribió que si dices la verdad no tendrás que acordarte de nada. Yo añadiría que, además, dormirás más tranquilo. Pero eso lo pienso yo.

Los mentirosos, las personas que son capaces de fingir a diario, se acostumbran de tal forma a esa pantomima que la hacen suya. Se convierte en su forma de vida. Y ya cuesta diferenciar cuándo dicen la verdad o cuándo te la están metiendo doblada. Es como distinguir un original de una copia. Cuesta más cuanta mayor experiencia tenga el falsificador.

Y tú, Manuel, eres el rey del disimulo. Un farsante acostumbrado a que le lleven la corriente y le den la razón. Pero ¿sabes por qué? Porque todo el mundo da por hecho que dices lo que los otros quieren escuchar. Siempre atento, simpático, educado, siempre quedando bien. Llevas tanto tiempo en tu papel que te lo has creído. Te convenciste de quién querías ser y ahora ya no te sale el disfraz. Y probablemente no quieras quitártelo porque no se está tan mal ahí dentro, acomodado en tu armadura, aunque haga un tiempo ya que te queda pequeño el traje.

Recuerdo perfectamente el día que perdí la confianza en ti. Fue dos días después de nuestra ruptura definitiva, aquella noche de hotel y aquella mirada en el aeropuerto diciéndonos adiós. Yo entonces ni siquiera sabía que sería la definitiva. Había habido tantos intentos que este podría haber sido uno más. Pero no lo fue.

No tendríamos por qué haber vuelto a coincidir, pero me tuve que pasar por la oficina a recoger mi equipo. Lo había dejado allí el viernes, justo antes de que saliéramos de viaje: nuestro fin de semana juntos. Ese en el que te haría mi propuesta.

El lunes no había podido acercarme —demasiadas lágrimas como para acordarme de mi cámara—, así que me pasé el martes por la mañana. Abrí mi taquilla y vi que estaba el libro que te había comprado hacía unos días.

Aquel libro que había ido con urgencia a buscar porque sentía que lo tenías que tener. Aquel libro con aquella dedicatoria mía. Aquel libro que estoy casi segura de que, a día de hoy, sigues sin haberte leído. Es más, no creo que recuerdes de qué libro te hablo.

Me puse la cámara al hombro, recogí el libro y al girarme me crucé contigo. No te esperaba, pensé que estabas en París. ¡Tenías que haber estado en París! ¿Qué hacías allí? Comprobé que tú tampoco esperabas verme allí. Lógico, ya había terminado mi trabajo con la agencia y no tenía que volver hasta nuevo aviso.

Casi sin pensarlo te di el libro. Llevabas un folio doblado, un trozo de libreta con una anotación a mano. Es lo que alcancé a ver en ese momento. Nos paramos, me preguntaste qué tal estaba con la esperanza de que yo respondiera un «bien», sin entrar en detalles. Y así hice.

Pasó junto a nosotros Luis, el mago del Photoshop, y te comentó algo. No me acuerdo de qué hablasteis. Solo sé que dejaste la nota un momento para ver tu móvil y se abrió; tú la recogiste disimuladamente y te la guardaste en el bolsillo. Cuando se fue Luis, te pregunté qué era ese papel y me respondiste que era una tontería que te acababan de dar. Por algún motivo forcé la situación, no sé muy bien por qué, y te pregunté quién te la había dado y qué decía la nota. Te sentiste acorralado, lo sé.

Podías haber optado por la verdad, pero preferiste decirme que era algo que estabas escribiéndome. Sé que no tiene importancia, que no es grave, que no es una gran traición. Era simplemente una escapatoria fácil ante esa encerrona incómoda. Pero me dijiste lo que pensabas que yo quería escuchar. Lo que tanto tiempo había esperado. «Te estoy escribiendo una nota».

Me miraste y, con esa cara que tanto conozco, esa mirada tuya de encantador de serpientes, me espetaste: «Si supieras la de veces que he empezado a escribirte algo y me he quedado a medias». Y quizá sea cierto, no lo sé, pero ya no me importaba. Lo único importante era que me estabas mintiendo en la cara porque esa nota no era tuya, porque pude leerla de refilón y no era tu letra. Porque, Manuel, no soy tan tonta como crees, como creías. Porque la gente no es idiota, la gente se da cuenta de las cosas, pero disimula o simplemente pasa del tema porque no le importa.

Pero esta tontería de la nota a mí me importó mucho. Y te lo hice saber. «¿Por qué me mientes?», te pregunté con la esperanza de que recapacitaras. Pero tú te reafirmaste y me dijiste que era una cosa que tenías a medio escribir. «Enséñamela», te rogué, y alargué el brazo. Pegaste un respingo y salió ese Manuel que tienes guardado bajo el disfraz y que solo aparece en días contados. «Que te he dicho que no, Candela», y zanjaste la cuestión. No sé qué cara te pondría, pero concluiste: «No soy de fiar, Candela». Y te marchaste.

Y yo me quedé rumiando esa frase. «No es de fiar», me repetía una y otra vez. «Me he enamorado de alguien que no es de fiar». Y esa nota fue el principio del fin de mi confianza en ti. Porque esa nota era de otra mujer.