Acabo de pasar por delante del centro comercial donde aquella vez me compraste las fresas. Sé que es ese porque está al lado de tu casa y porque aquel día miré la bolsa en la que las traías. Acabo de pasar por delante y me he acordado de ti, también hoy.
Me pasa muy a menudo. Siempre que veo un coche negro me giro. Inevitable. Ese coche en el que viajamos al norte y tú no separaste tu mano de la mía en todo el trayecto. Incluso cuando caí dormida tú seguiste acariciándome. Que lo sé, Manuel, que te sentía con los ojos cerrados. Ese coche cómplice de nuestras miradas pidiendo guerra y de las otras que piden clemencia. Miro desde hace años todos los coches negros que encuentro a mi paso y nunca eres tú.
Y las motos. Tu caballo, como te gustaba llamarla. Por algo eres un príncipe, o lo eras. Al principio, lo eras. Una moto poderosa, de gran cilindrada, pesada y, sin embargo, con plaza individual. Cuando te vi llegar aquel primer día a lomos de ella debí percatarme de que solo había hueco para uno. De que viajabas solo aunque hicieras paradas en el camino.
Como te decía, he pasado por la puerta del centro comercial de tu casa y he pensado en ti. Me he imaginado cómo habría sido la vida si finalmente hubiéramos optado por comprar fresas juntos.
Y parada en el semáforo he visto cruzar a una pareja de ancianos. Mayores pero juntos. Y he pensado cómo habría sido envejecer de la mano como iban ellos. Ella llevaba una muleta en el lado derecho, pero él no la soltaba de su brazo izquierdo. Y he hecho una foto de ese instante, de lo importante que es tener un sustento cuando las piernas empiezan a flaquear.
¿Y si envejezco sola? Nunca lo había pensado. ¿Y si finalmente tú no vuelves a mí, ni yo a ti, y la vida no pone a nadie a mi lado para que me dé la mano y me ayude a cruzar la calle? Y he sentido miedo. Por primera vez en todo este tiempo he sentido pánico a la soledad. No a ser independiente, no a estar sola, sino a la sensación de abandono. Y entonces el semáforo se ha puesto en verde.
La mayor sorpresa para el hombre es envejecer. Se lo escuché decir a Ben Kingsley, ese fascinador fascinante fascinado por ella, por Consuela. Nada en Elegy es casual, tampoco el nombre de la protagonista. Ese Gandhi reencarnado en hombre al borde del precipicio de la madurez que decía —con razón— que la vejez no está hecha para cobardes. Y que él se había pasado la vida de flor en flor porque de esa forma se hacía creer a sí mismo que no estaba solo y que el tiempo no pasaba. Pero el tiempo pasa y las mujeres bonitas también. Ya se lo decía un inmenso Dennis Hopper, su Easy Rider aliado de batallas, quien añadía además que las mujeres hermosas son invisibles. Nadie puede ver a la persona real. Estamos tan deslumbrados por el exterior que nunca conseguimos llegar al interior.
Y es que todo se marchita, la juventud y la belleza, incluso el amor si no se cuida. Y me he planteado cómo serás de mayor. Si estarás solo. Si tendrás hijos. Si habrás encontrado la horma de tu zapato, si te habrás casado una o varias veces, si serás fiel o andarás corriendo tras las faldas de alguna atractiva mujer. Si serás feliz, Manuel. Eso me he preguntado. Y no he sabido qué responderme.