Tengo un presentimiento. No soy yo mucho de supersticiones, pero he de reconocer que las señales me persiguen desde que era bien pequeña. Y algo me dice que hoy me vas a sorprender con algo importante. Al pensarlo y volverlo a llevar a mi mente, mi estómago se retuerce ligeramente, no sabría decir de modo exacto qué tipo de movimiento realiza. Quizá un ligero espasmo reflejo de mi ansiedad, una sacudida provocada por tu presencia en mis fantasías, o puede que simplemente se trate de que me pones del revés. Tú, y solo tú, consigues darme la vuelta.
Estamos tumbados en la cama. Yo te peino las cejas con la yema de los dedos con meticuloso cuidado. Primero la izquierda, siempre en sentido contrario a las agujas del reloj. Después la derecha. En este caso a favor del tiempo. Tiempo que se me escapa si no estoy a tu lado. Minutos que son de arena si no me tienes entre tus brazos.
—Me encanta cómo me miras —me dices. Y sonríes. Yo respondo con una mueca tímida, entre el rubor y la fortaleza de saberme deseada. Ese poder arrollador que solo los ojos delatan.
—Me gusta que me mires de cerca —te respondo finalmente.
—Me gusta que te guste, me gusta gustarte, pero me gustas todavía más tú —terminas la frase y me das un beso. Yo me río ampliamente. Tu juego de palabras me ha conquistado y te lo digo mientras te abrazo: «Te quiero, Manuel».
—Yo también te quiero, cariño. —Y pasas tu mano, enorme, firme y angulosa como tu cara, afilada como tu mandíbula, que ahora aprietas levemente. Te quedas en silencio unos segundos—. Qué putada, Candy. Qué putada.
—¿El qué? ¿Gustarte tanto? A mí no me parece tan mal —bromeo.
—No —sonríes a medias, giras suavemente el rostro y me dejas ver tu nariz de perfil que no desentona con tu mentón y comienzo a acariciarla con la punta del dedo índice.
—Me encanta estar contigo, Manuel. No sabría explicarte con palabras todo lo que siento —te susurro cálidamente.
—Por eso te digo que es una putada, Candela —contraes la mandíbula algo más y tu gesto ahora ya no es relajado.
—No creo que quererse así sea una putada —replico todavía con tono jocoso.
—Hay gente que no vive un amor así en toda su vida, ¿sabes? Tan intenso. Somos muy afortunados por haberlo vivido, pero el momento, Candela… El momento es una putada.
—Uno no elige los momentos. El amor te elige —argumento mientras intento esbozar una sonrisa que apenas puede dibujarse—. Nosotros no tenemos nada que ver. Nosotros solo nos hemos dejado llevar.
—Yo no contaba con esto, Candy. —Hace ya unos minutos que tu mirada descansa en algún lugar perdido de la pared.
—No contabas ¿con qué? —hago la pregunta y mi corazón recibe un ligero pellizco. En mi cabeza comienza a resonar con fuerza una frase que acabas de decir y que apenas unos segundos antes había pasado de puntillas. Mientras espero temerosa tu respuesta, en mi interior resuena atronadora tu sentencia: «Somos muy afortunados por haberlo vivido». Tu pretérito perfecto me devuelve a una realidad que me saca de golpe de la burbuja romántica en la que, solo un rato antes, me había instalado plácidamente. Tus palabras tan oportunamente elegidas me lanzan contra el suelo de cemento en el que se acaba de transformar la cama que nos acoge.
—No contaba con que te enamoraras, Candela.
Tu mirada continúa perdida en la pared. Dirijo mis ojos al lugar exacto al que estás mirando en busca de una pista, un detalle que pueda ayudarme a levantarme tras haberme dado de bruces contra esa inhóspita realidad. Solo consigo distraerme con los motivos abstractos que decoran el papel que forra las paredes de la habitación. Las siluetas comienzan a cobrar movimiento en una especie de baile a cámara lenta y mi pensamiento intenta sobreponerse y fingir que no es cierto lo que está ocurriendo.
—¡Yo tampoco lo esperaba! —Acaricio tu cara e intento sin fortuna que la gires para que me devuelvas la mirada de cerca que necesito en ese momento más que respirar. Mi esfuerzo baldío se topa con la rigidez de tu cuello, que sigue paralizado y anclado en esa maldita pared—. Es maravilloso que haya sucedido, Manuel. Es maravilloso enamorarse. —El nudo que de repente se ha instalado en mi garganta apenas deja salir ese segundo «maravilloso» de mi boca. Esa redundancia que busca con la insistencia de un niño convencerte de que no sigas el camino emprendido.
—Tampoco contaba con enamorarme yo, Candela… Ese no era el plan.
—¡Claro que no, Manuel! —apostillo, sin apenas dejarte terminar tu frase pausada—. Nada estaba planeado, pero ahora ya está hecho. Ya no hay marcha atrás.
—Sí hay marcha atrás, Candela —concluyes mientras tu cuerpo se mueve ligeramente en un gesto de incomodidad.
—¿Qué se te ocurre?, ¿que nos tomemos una poción mágica que haga que se esfumen nuestros sentimientos? —mis preguntas atropelladas salen disparadas en tropel, como mis lágrimas, que, desatadas, ya no han podido contenerse por más tiempo.
—No te puedo hacer esto, ¿entiendes?
—No, no te entiendo, Manuel —mis palabras de enfado buscan algo de clemencia y se mezclan con un tono de desesperación que al fin consigue que te gires y me des la cara.
—Yo, ahora… Tú… ¡Joder! Candela, es una putada.
Tus ojos recorren todo mi rostro mientras tu boca es incapaz de dejar salir una frase coherente, completa y con sentido.
—Habla, Manuel, por favor —suplico con un hilo de voz y con la cara bañada en lágrimas.
—Tú tienes la edad perfecta, seguro que quieres formar una familia. Es lógico. No te digo lo contrario, pero yo… Yo no puedo hacerlo. Nuestros momentos no coinciden.
Mis ojos, que ya hacía rato que no habían podido aguantar el envite de tus palabras, se acristalan y quedan inmóviles mientras mi mente parece perdida, incapaz de digerir lo que está ocurriendo. Esas palabras previas tan cálidas anunciando tus tequieros y pregonando tu amor hacia mí y posteriormente tan hirientes, cortantes como sables afilados al lanzar aquel «no puedo».
—Yo no te estoy pidiendo nada, Manuel. No te he hablado de hijos. No he hecho planes.
—Pero los harás, fantasearás, lo pensarás. Es normal, y yo no puedo ser tu freno.
Y de nuevo tu rostro se vuelve contra la pared y evita que nuestros ojos se crucen.
—Deja de pensar por mí, por favor. Manuel, no soy una niña. Esto es una relación, somos dos personas. Ambos tenemos que decidir.
—Ojalá nos hubiéramos encontrado en otro momento, Candela —tus palabras suenan cada vez más a una reflexión en voz alta. Tu mirada vuelve a estar perdida—: Yo ahora no puedo embarcarme en una relación como la que tú buscas.
—¿Y qué busco, Manuel? Dímelo tú, que parece que lo tienes más claro que yo.
—Necesitas a alguien que se entregue a ti al cien por cien. Necesitas recibir lo que das. Eres tan generosa que asusta. —Y de nuevo llega tu silencio.
—¿Es por miedo, Manuel? Porque el miedo paraliza. El miedo es una mierda, te impide avanzar y hace que luego te arrepientas de cosas que no hiciste.
Y ese miedo que te reprocho es el mismo que me hace lanzarte mil preguntas en ese momento; es el temor a que estés rompiendo conmigo. El pánico a que se vaya todo al traste definitivamente.
—Con nadie he estado tan a gusto como contigo. El tiempo se para a tu lado, Candela. ¡Mira qué cosas digo! Joder, estoy tan confundido… Pero no puedo darte lo que necesitas. No puedo.
Aquel «no puedo» tuyo rotundo, seco y despiadado me abrió en canal y me arrancó el corazón, que se quedó tembloroso y solo en aquella fría cama de aquel cuarto de paredes asfixiantes.
Así fue como rompimos para siempre en aquella habitación de hotel. Ese fue mi presentimiento.
Hay veces que recuerdo cuando
que te digo aquello
que imagino si
Hay veces que
Y hay ratos que no
pero son los menos
#microcuento