BERTA: AEROPUERTO
Hay momentos inolvidables entre amigas que se repiten a lo largo de la vida con sabores más o menos agridulces, pero siempre con mucha complicidad. Un detalle tan pequeño como hacer una maleta es prueba irrefutable de amistad. Esta vez no fue una excepción. Candela y yo lo repetiríamos a menudo durante aquella etapa. Siempre nos juntábamos justo antes de un viaje importante, un momento decisivo o un fin de semana romántico.
Aquí me encuentro sentada en su cama seleccionando con precisión prendas de una maleta llena de ternura que volverá vacía y amarga. Esta semana planeamos juntas cada pieza, cada color, cada zapato.
Al fin su oportunidad, su viaje, cuando Candela le plantearía una vida en común. La noche en la que, después de aquello, dormirían juntos y a su lado escucharía cada temblor, cada respiración. La madrugada en la que —imaginábamos nosotras— lo vería besarla, tocarla y sentiría su piel rozando la suya. Y al despertar todo sería distinto. Y lo fue.
Empaquetamos velas que encendería con el fuego que nos da la pasión y, al final de todo, la delicada lencería de encaje negro con una pluma sugerente. Porque tenemos que celebrarlo a lo grande, nos reíamos. Es curioso cómo se siente una mujer con una prenda íntima sexy. Y eso que, en cuanto se muestra, apenas resiste unos minutos en el cuerpo, en ocasiones segundos. ¡Es un talismán femenino!
Esa maleta nos regaló una tarde de risas, de tonterías y de comentarios absurdos que no olvidaré jamás.
Cruzamos mensajes —como siempre hacemos— de incentivo, de suerte y, después, el silencio. Los silencios de Candela los vivo mal. Estoy tan acostumbrada a que hable, a que sonría, que hasta que tuve respuesta lo pasé fatal.
Aquel despertar fue de los más complicados de los que tengo memoria. Cuando me llamó, fue como si yo misma despertara de un mal sueño. Recuerdo que apenas podía hablar y que en su voz existía un desespero que no quiero volver a escuchar.
No podía hablar. Las lágrimas se mezclaban con el sonido. Creí que algo terrible había pasado. Y para ella sí que había sido un golpe durísimo. Fue como descubrir que los reyes magos no existen y que alguien ha muerto, todo a la vez. Se le fue la ilusión; le rompieron los ojos para que viera una realidad que no era la imaginada.
Había también en su voz una humillación que yo intentaba minimizar sin lograrlo. ¿Cómo podría conseguirlo? Yo misma le había dicho: «Vuela, vuela lo más alto que puedas», y ahora estaba recogiendo los trozos, sus mil trozos, y sabía que no tenía un pegamento lo suficientemente fuerte para recomponer los pedazos.
De alguna forma volví yo a sangrar por esa herida. Verla así me hizo verme a mí misma y acordarme. Ese momento en que Manuel se quería ir y Candela le suplicó hasta la puerta que se quedase. Ella lo veía todo posible y él imposible. Su frialdad, su silencio indiferente entre palabras de consuelo.
Cuando conseguí entenderla al teléfono me dijo: «No se quedó, Berta, no se quedó».
El fuego se apagó, las velas quedaron frías y toda la ilusión se quedó allí, en aquella habitación de hotel.
Hay algo de esa noche que nunca llegué a entender. El porqué. ¿Por qué no se quedó? ¿Por qué no le hizo el amor?
Pero del sufrimiento de Candela surgiría otra historia. La suya propia, la de su reconstrucción, la del paso definitivo para pedir ayuda. Para que nos diéramos cuenta las dos de que no podía más. Ni yo tampoco.
La recogí en el aeropuerto y tengo la sensación de haber recogido a otra persona. Estaba más delgada que veinticuatro horas antes y su mirada denunciaba una noche en las trincheras.
El vuelo a su lado le había pasado factura; como se la pasaron la noche anterior y esos dos años que estuvieron juntos. Dos años. Cómo corre el tiempo.
Me gustaría matarlo. A él y al tiempo. A él por no valorar a Candela y por todo el daño que le ha hecho. Al tiempo para que pare. Que pare, por Dios. Para que no se le vaya la treintena, para que pueda disfrutar mientras (se) busca.
Porque cuando se encuentre descubrirá una mujer extraordinaria, divertida, llena de vida, inteligente, dedicada, fiel. Y sería fantástico que cuando eso ocurra no le hayan aparecido demasiadas canas.
Desde fuera reconozco que a ratos lo vi posible. Yo también creí que cambiaría. Pero hoy, a las diez, en Barajas, me doy por vencida.
El hombre a quien yo quiero
Me busca
Es justo y sincero
No existe
El hombre a quien yo quiero
Me lo invento
Por eso le espero
#microcuento