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Esta mañana al despertar me ha venido a la cabeza una imagen. Esos puestos de playa repletos de camisetas de tirantes con las mangas y el bajo cortados en tiras a modo indio. Y he recordado esas frases que llevan impresas: «Estuve en Benidorm y me acordé de ti», «Tu abuela que te quiere te trajo esta camiseta». Que, pensándolo bien, es para reflexionar sobre cuánto te quiere tu abuela si te trae eso de recuerdo.

Pero volvamos al tema. Te hablo, Manuel, de suvenires, de regalos con mensaje. El concepto de suvenir ya lleva implícitas dos ideas: que es feo y que resulta inservible. No conozco ninguno que no sea incómodo de ver y que tenga alguna utilidad más allá de la de ser abandonado para coger polvo en una estantería poco visible. Por eso valoro el ánimo innovador de esas camisetas. Quieren ir más allá. Trasladar un mensaje, llegar, tocar la fibra. Y es posible que te dé un pellizco en el corazón (o en la boca del estómago) al comprobar que tu madre te trae aquella camiseta de Canarias. Y que —por si no había quedado claro— unas letras encajadas entre motivos florales vivos y alegres te dicen que ella se acordó de ti en el momento de comprarla.

Todo este rodeo por los obsequios de dudosa belleza lo doy porque hoy me he sentido yo así. Soy un suvenir en mí misma. Soy esa camiseta. Y llevo pintado el mensaje cursi e inútil en la frente. Porque hoy, Manuel, al despertarme me he acordado de ti. Y al ducharme he pensado en tus besos. Y mientras me enjabonaba. Y al recogerme el pelo. Y mientras me secaba y después cuando me vestía. Cada gesto, cada pequeño paso que iba dando en mi ritual diario llevaba implícito un mensaje para ti.

Para ti era la forma en la que me he enfundado en los vaqueros, el perfume que he colocado de manera estratégica en el cuello, en las muñecas y el golpecito final en el escote. Me acordé de ti al cerrar la puerta de casa y también al subirme al coche. Al poner la radio y seleccionar el dial hasta que apareció la canción que mejor nos encajaba.

Y así has ido acompañándome durante toda la jornada. Y ya no puedo más, Manuel. Tanto regalo inútil me lastra. Te grito en un estadio vacío. Te llamo desde un teléfono sin cobertura. Te miro con unas gafas de sol para disimular y que no notes que lo hago. Eso me pasa. Y eso me pesa.

Los suvenires son un «sí, pero no». Un regalo de bajo coste, una manera poco generosa de acordarse de alguien. No me gusta hacer esto contigo. Pero quiero que sepas, Manuel, que hoy me he acordado de ti. Lo dice esta camiseta que llevo siempre encima con tus letras tatuadas.