«¿Ya se pasó el tiempo en el que te encajan todas las letras de tango?». Se lo preguntaba un amigo al masacrado Peretti en la divertida No sos vos, soy yo después de que su novia lo hubiera dejado por otro de manera repentina.
Es cierto, durante un tiempo todas las canciones tristes, las de desgarro, los tangos, los boleros, la copla o los fandangos, el rock o las baladas, cualquiera, si hablaba de desamor, estaba escrita para nosotros.
Durante unos meses me encajaron como anillo al dedo aquellas letras que decían que te había dejado en el sillón las pinturas y una historia en blanco, no hay principio ni final, solo lo que quieras ir contando. Pero tú no volviste, Manuel, ni cogiste las pinturas ni escribiste nada. Y tu marea me dejó la piel cuarteada, la miel en los labios, las piernas enterradas.
Y cuando me quedé sin fuerzas solo pude dejarme llevar. Porque cuando llueve en el canal, la corriente te enseña el camino hacia el mar. Y tú no venías al rescate y yo seguía esperando mi regalo, ¿quién me iba a decir que sin carbón no hay reyes magos? Y así las noches fueron cada vez más largas y los días cada vez más raros. Y tocó afinar, definir el trazo, sintonizar y reagrupar pedazos en mi colección de medallas y arañazos.
Ya no nos mirábamos de cerca, ni de lejos. Y yo te esperaba, y esperaba, y desesperaba en tu ausencia. Si al menos hubiéramos tenido diez minutos, podríamos haber hablado para no oírnos, beber para no vernos y hablando hubieran pasado los días que nos quedan para irnos, yo al bucle de tu olvido, tú al redil de mis instintos.
Y a ratos me venía tu recuerdo más intenso, ese que me decía que éramos un incendio sin control. Y tampoco sirvió de nada. Porque ardieron los muros y los tejados, ardieron en llamas nuestros abrazos. Los mares y los desiertos, ardió la culpa de nuestro deseo y las palabras que llevan veneno.
No sabría ni por dónde empezar a contar nuestra historia, Manuel. Y eso que relatar el principio no puede ser tan complicado. Antes iba deprisa, perdóname si voy despacio. Lo único que alcanzo a decirte es que ahora te escribo donde me sentaba yo. Desde aquella habitación, desde aquel rincón tan exquisito.
Y allí me quedé, aunque tú no te lo creas todavía, con mis zapatos de tacón y mi vestido de domingo. Pobre infeliz, se paró mi reloj infantil, una tarde plomiza de abril, cuando se fue mi amante.
Sé que debería haberte dicho a tiempo que este «adiós» no maquilla un «hasta luego», que este «nunca» no esconde un «ojalá», que estas cenizas no juegan más con fuego, que esta ciega no mira para atrás. Tuve que decirlo a tiempo, pero no fui capaz. Y eso que para decir «con Dios» a los dos nos sobraban los motivos.
Yo aguardaba en silencio y las palabras no me salían o se trastabillaban al encontrarse contigo. Como aquella vez cuando te dije que si te, si te, si te sirve de algo, que note, note, note que has llegado, que note que estarás siempre a mi lado. Pero no te noté. Y supe entonces que tenía que alejarme de los monstruos que no me dejaban ver, tuve que romperme en mil pedazos otra vez. Y aprender a dormir cuando no estés.
Y así, después de mil historias, me llené de cicatrices, fui el verbo en carne viva. Y me quedé sin ser la mujer elegida.
Intenté aprender de mis errores. Me dije mil veces que no iba a hacer lo mismo otra vez, no iba a hablarte, no quería un universo de cartón. Y, aun así, no gané, no aposté por mí, no soy cobarde, intenté hacerme la interesante, por ti. Ya sabes lo que dicen de los grandes gigantes.
Y por más que intenté ser lo que soy, siempre me quedaba en un era… Era la lluvia de madrugada cálida como un fogón, era fiera como una pantera y suave como el algodón. Era siempre primavera. Y tú te marchaste, te fuiste por donde habías venido y no volviste. Y me dejaste con dos tazas de café, un papel que dice adiós, una foto de carnet y el alma llena de pena.
Es normal que me cueste olvidar. Si te soy sincera, hay cosas que quisiera borrar, haber dicho tantas tonterías que no ayudaron y empezaron a ensuciar. Pero sabes que me cuesta la vida pensar que todo era mentira e irreal.
Y después de tanto tiempo, un día te pregunté si me querías más que ayer, y no dijiste nada, ¿recuerdas? Dijiste que la historia un día se acaba. Y tu boca se quedó callada.
Qué ganas tuve tantos días de que entrara por mis venas esa fuerza que me permitiera decir bien fuerte que se acabó. Porque yo me lo propuse y sufrí, como nadie había sufrido, y mi piel se quedó vacía y sola, desahuciada en el olvido. Pero no me salió decirte —ni siquiera bajito— que ni te quiero, ni te odio. Ni que quiero bien que me comprendas, que eres uno más de tantos, que yo nunca conociera.
Y es posible que de haberlo sabido, no hubiera dado todo en un principio. Me hubiera ido sin decirte nada, no hubiera sido tan dura contigo, no habría corazón en la garganta. Y después de todo reconozco, Manuel, que peor que el olvido fue frenar las ganas de verte otra vez. Peor que el olvido fue volverte a ver.
Y no sé por qué me empeñé tanto en conseguirlo. Si tantos otros antes no encontraron la manera de poder olvidarte, ¡cómo lo iba a lograr yo! Ya sabes que al final solo queda un nada más, nada más, apenas nada más.
La música, Manuel, la melodía del alma que cuando está rota no encuentra consuelo. Y, sin embargo, no deja de sonar.