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Un día me di cuenta de que tenía que aprender a olvidarte. Estaba claro que por mí misma no lo iba a conseguir. Tus recuerdos se habían hecho fuertes en mi interior y, cada vez que intentaba ahuyentarlos, el gesto me dolía como si me sacara una astilla.

Me había acostumbrado a ti, al dolor que me causabas como parte del conjunto. Y tú ya no estabas, pero parece que eso a mí me daba igual. Pasé por todos los episodios del manual del desamor, esos que te cuentan y no parecen creíbles hasta que te suceden a ti.

Confié en que volverías arrepentido y consciente de que yo era el verdadero amor de tu vida. ¡Qué cosas, qué será eso del verdadero amor de tu vida! Pero no regresaste. Y entonces volví yo, y al principio accediste porque pensaste que podría ser fácil, pero pronto nos dimos cuenta de que entre nosotros las cosas enseguida se vuelven complicadas. Así que, de mutuo acuerdo, decidimos que lo mejor era volver a no vernos. Y eso hicimos.

Y entonces vinieron los momentos de flaqueza. Tú pasando por mi casa un día de lluvia para decirme que me asomara a la ventana y viera cómo te estabas calando en mi puerta. Te hubiera abierto esa y todas las puertas que me hubieras pedido. Menos mal que ese día no estaba en casa, Manuel. Menos mal.

Lo que no sabes —porque nunca te lo conté— es que aquella noche volví a acostarme pensando en ti y con un nudo en la garganta. Al final el nudo se desató y rompí a llorar de impotencia y de pena. Lo nuestro no iba a poder ser y yo no me resignaba. Eso tampoco te lo dije. Lo que te conté por teléfono cuando me llamaste empapado es que no sabía qué habías venido a hacer a mi puerta.

«Me acuerdo de ti, Candela. Solo quería que supieras que sigo aquí», me dijiste. Es posible que tú ya no recuerdes cuáles fueron tus palabras exactas, pero yo sí. Ese «sigo aquí» se me quedó grabado, tatuado en las palmas de las manos, y cada mañana era lo primero que veía antes siquiera de lavarme la cara.

Respiré hondo y traté de pensar con frialdad. «No te conviene este chico, Candela. Él mismo te lo ha dicho». Yo me repetía mentalmente esto, mientras de mi boca salían otras palabras: «¿Y qué hago yo con esta llamada, Manuel? Te plantas en mi casa para decirme que sigues ahí. ¿Y mañana? ¿Qué hago con tu visita, contigo, cuando cuelgue el teléfono?».

Y tú respondiste: «Ya…». Y en ese «ya» me quedé suspendida un buen rato después de colgar el teléfono. Porque contigo siempre pasa que se quedan muchas preguntas sin respuesta. Pero peor que eso es que algunas de mis respuestas se quedaran sin preguntas. Porque no te interesa preguntar, ni saber. Al menos esa es la conclusión que saco. Cuando algo te va a incomodar, es mejor no indagar. Y yo no paro de cuestionarme cosas, y de pensar en ti.

No había manera de hacer casar las piezas de aquel puzle. Tu quiero, pero no puedo. Mi puedo, pero no quiero. Al final se tradujo en un no podemos porque no queremos.

Yo también pasé mil veces por tu casa, pero nunca te llamé. Eso nos pasó después, que nos rondábamos sin decirnos nada. Y, entretanto, tú andarías con otras y yo con otros, pero la sombra de tu ciprés, como diría el de Valladolid, seguía siendo muy alargada. Porque te he querido mucho, Manuel, como no había querido a nadie. Como no se lo había dicho nunca a nadie. Como nadie va a quererte jamás. Esto último sí que te lo dije una vez.

Dicen mis amigas que eso es una tontería, que claro que voy a volver a querer así, que claro que te van a volver a querer, pero yo sé que así —de esta forma— no. Quizá otra forma de querer sea mejor. Quizá.

Yo por aquel entonces solo aspiraba ya a dormir apoyada en la mejor almohada, la que te hace estar en paz contigo misma. Pero todavía tuve que dar muchas vueltas en la cama antes de encontrar la postura perfecta.