He vuelto a fumar. Después de siete años, anoche me encendí un cigarrillo y supe que me había vuelto a enganchar. Esa calada no era igual que la que das con la euforia del momento en una noche de copas o en una boda. Fue premeditado. Lo busqué. Esta vez bajé a la calle, me compré un paquete y me encendí, de nuevo, mi primer cigarro.
Y ahora, estoy aquí, fumándome otro, y mirando la cajetilla. Últimamente los paquetes de tabaco traen unas fotos horribles. En otros tiempos te advertían y listo. Ahora te estampan en la cara un «Fumar mata» y te lo ilustran con una garganta abierta en canal. Prefería la fórmula aquella más sibilina de «Fumar perjudica seriamente la salud». Me recordaba al chiste de «Alguien ha matado a alguien».
Lo que me fastidia es que estas cosas nos las adviertan únicamente a los fumadores. Claro que fumar mata, y sobre todo mata vivir. El cien por cien de los muertos cuando fallecen estaban vivos. Luego se confirma, vivir conlleva sus riesgos e incluso te puede acarrear la muerte.
Tú deberías haber llegado a mí con un enorme cartel, como los de esos vendedores de oro de la Puerta del Sol. Un gran cartón colgado de tus hombros en el que me advirtieras a mí y al resto de la humanidad: «Enamorarse de mí perjudica seriamente la salud».
Lo complicado de todo esto es que, como buen enganche, la parte adictiva tira mucho. Y tú a mí ya me habías enganchado.
Llegabas sin avisar. A veces me preguntabas: «¿Vas a estar mañana en casa?»; otras directamente me mandabas un mensaje cuando estabas abajo, en mi portal. Y yo nunca te decía que no. Nunca.
Me parecía tan emocionante nuestra historia que me atrapó desde el inicio. Antes de cerrar la puerta ya nos empezábamos a besar. Tenía la sensación de que había que aprovechar cada instante porque no sabía cuánto podía durar. Y la cuestión es que siempre había una próxima vez, pero mi sensación era la misma. La de no tenerte seguro o —peor todavía— la de no saber qué tenía contigo, ni qué me estaba pasando.
Y lo que me pasó es que me enganché a ti como un bebé al pecho de su madre. Como si mi vida dependiera de la tuya. Tanto es así que dejé de vivir la mía para convertirte a ti en mi protagonista. Y planeaba mis días en función de nuestras citas y, sin darme cuenta, comencé a esperarte en los días en los que no nos veíamos. Un encierro voluntario pero muy tóxico para la salud. Como tú.
Y vienes y vas,
y coges y aprietas
y luego me sueltas.
Y me subes a las nubes
y me quedo
suspendida.
Y me caigo, me derrumbo
y me entierro.
Y mi cama ya no es mía,
ni tuya.
Aguarda desierta,
quejosa y desasistida.
Y ya no sé por qué te espero.
Si es eso lo que hago.
No lo sé
—¿Qué tenía aquello para que valiera tanto la pena?
—Decían que estaba prohibido
#microcuento