Ya he encendido las velas y he puesto la música. Eso indica que vienes a cenar. El otro día salimos a un restaurante nuevo y nos divertimos mucho, comimos un menú degustación delicioso y terminamos la noche tomando una copa y bailando en el parquin del local. Sin embargo, la mayor parte de las veces preferimos optar por algo más íntimo. Por eso, y porque cuando cenamos en mi casa o en la tuya ya sabemos que antes de terminar el postre te habrás abalanzado sobre mí. Lo de estar en casa permite pasar con una rápida maniobra de la mesa al sofá y de ahí a la cama en unos segundos.
Hoy he preparado tabulé de cuscús con granada, pasas y aceitunas. Muy mediterráneo. Aunque no sé por qué intento variar el menú si va a dar igual. Tú volverás a preguntarme si me gusta cocinar y yo disimularé diciendo que sí, pero que al vivir sola cocino poco.
A veces me haces preguntas para ver si yo cumpliría el estándar de mujer que querrías a tu lado. Como si te estuvieras planteando algo conmigo. Yo imagino que sí, aunque en el fondo algo me dice que solo fantaseas, como haces con el resto de tu vida.
«Llego en cinco minutos». Tú, y esos mensajes románticos con los que me sorprendes a veces. La verdad es que te cuesta escribirme cosas bonitas, cariñosas, por eso cuando me las envías hago una fiesta durante tres días. En persona es diferente, eres diferente. O eso creo yo.
Estás a punto de subir, así que pongo nuestra canción. En realidad la elegiste tú y, a partir de ese día, se ha convertido en la banda sonora que te recibe cuando entras en mi casa. Es un ritual.
Cierras la puerta y te mueves al ritmo de la música. Te pones a bailar. Me das un beso, me agarras por la cintura y empezamos a dar vueltas. Me tarareas la canción al oído y comienzas a mordisquearme el cuello. De pronto, paras y sacas una botella que llevabas escondida: «¡Traigo vino!».
Yo te miro y sonrío, me recuerda a aquel grito de Roberto Benigni: «¡¡El ombligo!!». Me lo recuerdas en ese momento y cada mañana cuando me llega tu mensaje de «Buenos días, princesa». Y pienso que la vida es bella también para nosotros.
Si tú supieras cuánto me gustas, si entendieras lo que siento al estar contigo, si me correspondieras como yo necesito. Pero me quito este pensamiento de la cabeza para poder disfrutar de la velada.
Nos sentamos uno frente al otro y antes de comenzar a cenar brindamos. Cuando queremos, nosotros también sabemos ponernos melosos. Y empiezas a contarme aquella sesión en la que tuvieron que cambiar la localización en el último momento porque se había producido un terremoto horas antes. O aquella en la que la grabación de la publicidad era al aire libre en Suecia y casi morís congelados. O aquel día en el que la modelo que te acompañaba no se presentó porque había estado toda la noche de fiesta después de enterarse de que su novio —y representante en aquel momento— la estaba engañando con otra compañera cinco años más joven que ella.
Te miraba y me sentía una privilegiada por compartir esos momentos de intimidad contigo. Y te seguía mirando. Y te iba elevando en mi altar particular sin que tú te dieras cuenta. Yo también te contaba mis aventuras en el trabajo. Era extraño que no hubiéramos coincidido nunca antes. Hasta aquel día en el que me tocó hacer de apoyo en una sesión. Y me dijiste que mis fotos eran fabulosas. Y yo me lo creí. Porque hubo un tiempo en el que me creía a pies juntillas todo lo que me decías. Todo.
Devoramos la cena y empezamos con nuestro juego favorito en el postre. Había preparado unas fresas con crujiente de chocolate. Te pusiste en pie y comenzaste a darme pequeños bocados que ibas regando con vino. Aquello me pareció una bacanal romana que despertó todos mis sentidos. Me pusiste en los ojos un pañuelo que había dejado tirado en el salón y ahí comenzó el carrusel de sensaciones. De repente, no sabía si lo que acercabas a mi boca era una fresa, la copa de vino, tu boca o tus dedos. Y tampoco me importaba.
A veces cojo un cigarro, una copa,
y me siento a pensar en ti
Yo, que ni fumo, ni bebo
Pero te pienso y te siento
También de pie
#microcuento