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Escaparnos. Esa fue la mejor decisión. La fiesta continuaba y prometía alargarse hasta bien entrada la madrugada, del día siguiente, tal vez. Nosotros seguíamos en la pista. Habíamos bailado algunos temas como si fuese un guateque de los años sesenta y eso ya no tenía sentido. Así que nos fuimos.

Solos, por nuestra cuenta, en una especie de taxi-furgoneta en el que, con toda seguridad, éramos los únicos no brasileños. Fuimos atravesando barrios en un circuito que se convertía por momentos en interminable. Y la favela ahí, junto a nosotros, a golpe de mirada. Así que decidimos seguir besándonos.

Finalmente nos bajamos en Leblon y fuimos caminando a casa. De la mano, dando un paseo por la playa en dirección a ese monte con forma de camello cuyas dos jorobas en el horizonte nos señalaban mejor que cualquier sofisticado GPS que nos acercábamos a nuestro hogar improvisado durante aquellos días.

Y justo cuando parecía que alcanzábamos los pies del Cerro dos Hermanos y que giraríamos a la derecha por nuestra calle, lo vimos. El Posto 12. El 12 es nuestro día. Nuestra primera vez. El día que nos conocimos. Y 12 fue también el sábado que viniste a casa y te metiste en mi cama. Y allí estábamos, Manuel y Candela, en el mes 12 del año, frente al puesto 12 de esas inmensas playas numeradas. Y lo hicimos. El amor. Para celebrar nuestra docena.

Nos miramos y sin cruzar palabra sonreímos. Me cogiste en brazos y me tumbaste sobre la falda que previamente me habías quitado y habías extendido en la arena a modo de pareo. Mi cuerpo esperaba impaciente. La luna lucía tímida pero suficiente para iluminarnos e interpretarnos. A lo lejos se escuchaba música, los ecos de un multitudinario concierto que había tenido lugar horas antes, quizá en Copacabana.

La ropa interior blanca destacaba brillante sobre mi piel bronceada. Noté tu mano soltando la parte superior e intentando abarcar mis pechos con premura. Te quité la camisa y también pude contemplar tu torso y tus pezones, que se encogían al verme. Se hacían pequeños, vergonzosos, se escondían ante mi lengua. Los acaricié y te estremeciste. Y en ese momento noté tus dedos en mi boca y en mi vientre, dentro, profundo. Y te di tantos besos de Río que ni siquiera recuerdo las veces que conseguí tocar el cielo. Pero fueron muchas, contigo de la mano. Y de tu boca.

Cuando despertamos pudimos comprobar que el Año Nuevo nos daba los buenos días con lluvia. Gotas amplias como platos empaparon de lunares húmedos nuestro cobijo de algodón y lino blanco. Recogimos el tenderete y nos fuimos corriendo a casa. Una vez arriba, comprobamos que teníamos las blusas pegadas al cuerpo y que dibujaban nuestras siluetas con mayor precisión que un escáner.

Y de nuevo comenzamos a tocarnos, por encima de la ropa, olvidándonos de su presencia, e imaginando que se había transformado en una película tan fina que se hacía invisible a los ojos. Y entonces apareció tu entrepierna poderosa y yo rendida ante ella. A sus pies. Y los tuyos.

Primero yo para ti, después tú conmigo. Y finalmente los dos entregados a nuestros cuerpos, que poseídos por la energía del nuevo año parecían insaciables.

Gemidos inolvidables, sudor envuelto en lluvia y saliva que nos recorrió por completo. No quedó un solo lugar en nuestros cuerpos por explorar.

Besarte era como sumergirme bajo el agua, en el mar, en la bañera. De repente sentía paz. Sin ruido. Sin prisa. Ingrávida. Me besaste mil veces en Río. Mil. Y al fin me quedé dormida.

Así comenzó 2012.

Lavidaesesoque pasa hasta que me respondes

Lavidaesesoque pisa, rápido y sin girarse

Lavidaesesoque pesa, tu adiós en mi cabeza

La vida es eso

El paso, el peso que pisa

La vida es el poso y mucho más

Todo lo que se puso

#microcuento