Recuerdo perfectamente el día que empezaste a descoser mi vida. Yo, que ni de aguja ni de dedal entendía para poder remendarme.
«Te necesito urgentemente». Recibí ese mensaje muy temprano, no serían ni las siete de la mañana. Mi jefe tenía una sesión de fotos ese mismo día y su mujer se había puesto de parto de madrugada. Desde luego, el asunto era causa de fuerza mayor. De mucha fuerza y muy mayor. Alejandro llegó al mundo con ímpetu y bien alimentado, con reservas para un mes. Pesó 4 kilos y 756 gramos, así que a su madre, Laura, tuvieron que echarle una mano con una cesárea que le permitió que la criatura saliera con mediana facilidad.
En cuanto leí el mensaje lo llamé. Alberto me puso al corriente de lo sucedido: la rotura de aguas, los nervios, las carreras hacia el hospital, el olvido en casa de la canastilla con los enseres básicos para el recién nacido, los gritos de ella porque las contracciones eran cada vez más frecuentes, los sudores fríos de él. Todo eso me explicó Alberto, pero ya con la voz relajada, las cuerdas distendidas y la risa floja después de los nervios vividos.
«Ya soy padre, Candela. Y lo soy para toda la vida. Es flipante. Una responsabilidad enorme, pero me encanta. No te sé explicar. Cuando le he visto la cara a Alejandro se me han caído las pelotas al suelo. Lo he cogido en brazos, se ha agarrado a mi dedo y he sentido que ya no le podría soltar nunca». Las palabras de Alberto me conmovieron. Es bastante reservado y no suele dar demasiados detalles de sus sentimientos, pero aquella mañana la emoción lo embargaba. Y, por una vez, la frase tópica respondía a la realidad.
Dejé a Alberto anestesiado con su intensidad de padre primerizo y me fui a sustituirlo en su sesión fotográfica. En principio llegaba como refuerzo, pero finalmente me encargué de todo el reportaje. «Son unas fotos para una entrevista al modelo ese que está empezando a despuntar. ¿Cómo se llama? ¿Mario? No, joder, no es Mario, pero empieza por M», mascullaba Alberto sin dar con el nombre.
—Manuel —le respondí. Sin apellido y sin pensarlo. Me salió tu nombre de dentro, como tantas veces lo repetiría después.
—El de los pelos revueltos, sí. Parece majo. A ver si te lo ligas y así no me tienes en cuenta lo de hoy —bromeó Alberto.
—Ni aunque viniera suplicándome que me casara con él y se convirtiera en el padre de mis hijos te perdonaría este madrugón, Albertito —le contesté sonriendo antes de colgar.
A veces la vida te pone a prueba y te hace decir cosas que mucho tiempo después te sigue recordando. Pensé tantas veces en aquella llamada, en aquel momento, Manuel. Ese en el que todavía estaba a salvo, sin conocerte, virgen a tus encantos y ajena a los sentimientos que llamaban impacientes a mi puerta.
Recreaba una y otra vez la escena, como si pudiera retroceder en el tiempo y plantarme de nuevo en aquella mañana. Un día cualquiera, de un mes cualquiera, de un año cualquiera, que cambiaría el resto.
Llegué con tiempo. Siempre lo hago. Soy puntual, me gusta inspeccionar el lugar antes de empezar un trabajo. Nos citaron en una fábrica abandonada, creo que se trataba de una vieja cementera. El día se presentó despejado y decidí comenzar la sesión en el exterior, junto a una de las puertas laterales en la que había un carretón destartalado.
Estaba dando indicaciones a uno de los chicos de producción cuando te vi aparecer. Llegabas acalorado. Te quitaste la cazadora de cuero y dejaste al descubierto tu cuerpo. Lo cubría una camiseta azul envejecido con un pañuelo enrollado al cuello. Los vaqueros algo caídos y unas botas semiatadas ponían la guinda a esa estética perfectamente desaliñada que no deja nada a la improvisación.
Al verme sonreíste y te presentaste. Te atusaste el pelo. Llevabas un flequillo desordenado que pretendía mirar al cielo y que constantemente tenías que apartarte de la cara para que no se te metiera en los ojos.
Te devolví la sonrisa y la acompañé con un tono sonrosado en mis mejillas. Noté el rubor. Sentí cómo el calor hacía acto de presencia en mi cara, así que me puse a hablar sin parar. Te expliqué en qué consistiría la sesión, lo que íbamos a hacer y tú a todo me decías que sí.
Te conté que siempre me ha gustado la fotografía, pero que nunca he sido un genio de la técnica. Es cierto. Actúo como en la vida, por intuición. Cuando una foto sale bien significa que algo ha ocurrido. En realidad, comencé a hacer retratos porque me permite acercarme tanto al protagonista que incluso llego a estar dentro de él. Y es curioso porque al mismo tiempo guardo una distancia de seguridad prudencial desde la que puedo hacer lo que quiero. Estoy ausente. Y esa es la libertad absoluta.
Te subiste a aquel carretón y me concentré en cada una de tus facciones. Me recreé en todos los detalles que dibujan tu rostro. Y me ausenté. Tus ojos absortos mirando el paisaje, el entrecejo fruncido, la nariz de medio lado, la boca que comienza a abrirse, los dientes que se intuyen. Y vuelta a empezar.
Mirada al frente, complaciente, caída de ojos, sonrisa repentina. Gesto serio, mandíbula encajada y los ojos perdidos. Suena una música a lo lejos, invade el ambiente, te relaja y te devuelve a la paz de un día en calma.
En ese bucle anduvimos un buen rato. Dando vueltas al ánimo para reflejar distintos estados, cuando ambos ya intuíamos que solo existía uno, el de la ingravidez. Porque eso es lo que ocurrió aquel día, que comenzamos a flotar y nos dejamos llevar.
Te hice tantas fotos que me llevó una eternidad hacer la selección. Recordé aquel día cuando de niña mis padres me regalaron mi primera cámara y gasté un carrete entero en Gilda, mi perrita. Las fotos eran prácticamente iguales. Iba tras algo que no era capaz de expresar ni definir, pero continuaba haciendo más buscando precisamente eso que me estaba perdiendo. Revelé las treinta y seis y me quedé con todas porque cada una de ellas reflejaba algo distinto. Todas eran importantes.
Es mi virtud y mi defecto. La tenacidad, la perseverancia, esa búsqueda insaciable. Puedo hacer fotos sin parar, repetirlas, una y otra vez, y todas van a descubrirme algo diferente. Como dice Leonard Cohen, se trata de buscar una grieta en todo porque así es como entra la luz. Es como abrir preguntas constantemente. En cada una de esas instantáneas siempre voy a decir la verdad. Y cuanto más verdadera sea la imagen, más bello será el resultado.
Contigo lo hice sin darme cuenta. El tiempo se paró y nuestra complicidad nos tendió la mano para conseguir aquel desenlace.
Te lo dije, Manuel, intento fotografiar aquello que se me está escapando. Y tú te escapaste desde aquel primer momento. Y aun así, te seguí. Buscando la foto perfecta.