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Qué sensación esta. Me despierto con un revuelo de mariposas, pienso en ti, sonrío sin motivo, no dejo de hacer planes. Mi cabeza centrifugando todo el día. Qué estarás haciendo, me llamarás, vendrás por sorpresa, pensarás en mí del mismo modo en que lo hago yo. Mil dudas que solo hacen aumentar mi inquietud.

Estar enamorado es el sentimiento más poderoso que existe. Cuando uno lo ha experimentado de verdad, sabe que hay un antes y un después. Yo estaba en la nube del amor. Esa que tan pocas veces me había sostenido, ahora me mecía en un mar de algodón a dos mil metros del suelo. Flotando.

Acaba de sonar el teléfono, veo tu número en la pantalla y un escalofrío me recorre el cuerpo. Desde la punta del pie sube por la espalda como una descarga eléctrica hasta el cuero cabelludo y al final un resorte me hace sonreír de nuevo. Ya te he dicho que últimamente sonrío mucho, todo el rato.

Tu voz. Descuelgo y apareces al otro lado. «¡Hola, Candy!». Es la primera vez que me llamas así, recuerdo aquellos dibujos animados japoneses y suelto una carcajada tonta. Me gusta el diminutivo. Desde aquel momento la canción de Paolo Nutini cobraría un nuevo sentido para mí. Estás acelerado, emocionado, ilusionado. Se te nota. Te acaban de confirmar un trabajo en Colombia. «La semana que viene tengo una sesión en Cartagena de Indias, ¿te vienes?».

Mi corazón se detiene en una especie de paradinha a lo Panenka. Escucho mi respiración, el vacío y, de repente, vuelve a latir. Un lanzamiento certero con una parábola perfecta que encaja, sin dudarlo, por la escuadra. «Sí», respondo. Rotunda y segura, como lo estaba de ti. No lo pensé dos veces.

La semana siguiente fue una de las más especiales de mi vida. Quedamos en el aeropuerto. Los encuentros allí me encantan. Siempre los asocio a algo positivo; o se emprende un viaje o se recoge a alguien. Las despedidas no me gustan tanto, a pesar de que la nuestra fue allí, en aquel mismo lugar.

Al verme llegó tu sonrisa. Saliste corriendo a mi encuentro. Nos abrazamos y me cogiste en volandas. Comenzamos a dar vueltas y comprobé que las personas que había a nuestro alrededor nos miraban, pero a nosotros nos daba igual. Estábamos solos tú y yo. Éramos Manuel y Candela. Y el resto del mundo no importaba.

Sería el contraste de temperatura, la gente, la música, el mar Caribe o nuestras ganas de divertirnos, pero al aterrizar en Colombia nos invadió el espíritu liberador de aquel país que te atrapa desde el primer minuto.

Pasamos tres días en Barranquilla. Tenías unas pruebas previas en aquella ciudad donde la agencia tenía ubicada la oficina. Nos instalamos en un hotel del centro, clásico y señorial, con una piscina tentadora y unos jugos de sandía revitalizantes.

Así pasaron mis jornadas. Te levantabas y recibía tu beso. El segundo día tuvimos que hacer el amor antes de que te fueras, ¿te acuerdas? Los demás pudimos controlarnos, sabíamos que por la tarde tendríamos nuestra recompensa.

Bajaba a desayunar sola, con el bikini, un pañuelo y las gafas de sol. Ese era mi equipaje. Fruta fresca, café, huevos revueltos, cereales, un manjar para mi estómago insaciable. Cogía fuerzas en tu ausencia con la esperanza de que me las agotaras cuando vinieras a mi encuentro.

Tras el desayuno bajaba a la piscina. Era marzo, hacía buen tiempo, pero el hotel estaba casi vacío. Me tumbaba en una hamaca blanca resguardada por una sombrilla también blanca como las guayaberas de la zona. En aquel entorno dejaba volar mi imaginación, siempre contigo como protagonista. Y volvía a sonreír.

Leer, nadar, tomar baños de sol y respirar la tranquilidad de aquel paraíso. Esa era mi tarea. Y esperarte. Cuando caía el sol volvías al hotel y nos arreglábamos juntos. No era fácil contenerse. Una tarde sucumbimos a aquella bañera con jacuzzi inolvidable. Había encendido varias velas alrededor y apenas nos intuíamos. El ruido de los chorros burbujeando en el ambiente hizo el resto. Tus piernas envolvían las mías y, poco a poco, te fui ganando terreno hasta que estuve encima de ti. El final lo recuerdas igual que lo recuerdo yo.

Qué manera de hacer el amor, Manuel. Qué forma de entenderse dos cuerpos. Qué intención en las miradas. Qué besos anticipando la batalla final, que siempre quedaba en tablas. Porque allí nadie ganaba ni perdía. En todo caso, ganábamos los dos. A veces tú primero, otras yo. A veces varias veces. Hasta que nuestros cuerpos exhaustos cedían rendidos y decidían darse un descanso. Y entonces llegaban los abrazos y las miradas de cerca. Y también vino aquel te quiero tuyo susurrado. Vino y se quedó a vivir conmigo.

Supe que me había enamorado de ti en aquel viaje. Lo cierto es que ya lo intuía, pero allí me di cuenta de que habías abierto algunas puertas y ventanas que hacía tiempo que mantenía bien cerradas. Llegaste con tu mazo suave y las derribaste. Y allí estaba yo, de par en par, abierta ante ti.

Cartagena de Indias es una de mis ciudades favoritas. No sé si lo es porque realmente sus calles empedradas, su muralla, su ubicación perfecta junto al mar la convierten en un lugar inolvidable o si se convirtió en un lugar inolvidable porque aquellas calles, su muralla y su mar los compartí contigo.

Llegamos por la noche y nos instalamos en uno de sus acogedores hoteles boutique. Un gran portalón nos dio la bienvenida. A la izquierda, una pequeña biblioteca con todos los libros que componen la obra de García Márquez. Lógico que saquen pecho y enseñen lo que ha sido capaz de dar aquella tierra al resto del mundo. Como el padre orgulloso que muestra la sala donde cuelgan los títulos académicos y las orlas de su hijo a todo el que viene de visita a casa. Me enterneció ver aquel altar literario del Gabo nada más llegar a Cartagena.

A la derecha, la recepción y un poco más allá un jardín al que daban las habitaciones de los pisos superiores. No había ascensor ni demasiada luz, de fondo sonaba una música suave y la temperatura era tan agradable que invitaba a desnudarse. Y, no siendo yo persona de contravenir la meteorología, pronto le hice caso.

Me cogiste en brazos y no permitiste que subiera ni un solo peldaño. Una vez arriba, abriste —no sin dificultad— la puerta de la habitación y me introdujiste en ella como tantas veces habíamos visto en esas películas almibaradas. Pero en aquella ocasión tu gesto no me pareció cursi. Me encantaba ser la protagonista de aquella comedia romántica.

En el pasillo que nos llevaba a nuestra habitación dejamos atrás una pequeña piscina ovalada iluminada de manera tenue y con el cielo como único techo. Un mar estrellado, limpio, sin nubes ni contaminación, al que no estábamos demasiado habituados y que, un rato después, saldríamos a contemplar con la calma inevitable tras la pasión vivida dentro.

El sexo siempre es estupendo, pero cuando estás enamorado cobra una nueva dimensión y se convierte en algo maravilloso. Y eso fue lo que sucedió aquella noche, y las noches que siguieron a aquella. Era dulce en unos momentos y sucio en otros. Era rápido y muy lento. Era perfecto todo el tiempo.

A la mañana siguiente trabajabas temprano. Decidí acompañarte durante tu jornada con la intención de ver cómo te desenvolvías en el trabajo y, de paso, yo también podría robarte alguna foto en aquella sesión.

Me presentaste a todo el equipo, incluida la modelo altísima, guapísima, rubísima y rusísima que te había tocado en suerte. Y me di cuenta de cómo te miraba, ella y el resto del grupo, también los hombres. Comprobé tu magnetismo y tu capacidad de seducción innata. Y sentí miedo. Por primera vez fui consciente, Manuel, de que nunca serías completamente mío. Ni de nadie. Solo tuyo.

El buen tiempo acompañó y la directora de fotografía certificó tener un gusto impecable. Fotos evocadoras, en movimiento, quemadas, en el agua, saliendo del mar. Toda una demostración de que, con ropa sensual, los protagonistas adecuados y ese entorno idílico, el resultado solo podía ser el que fue.

Como si de una recompensa se tratara, después de terminar aquel trabajo tomamos rumbo a las islas del Rosario. Fue algo así como perderse cuando uno ya estaba perdido. Si Cartagena nos trajo cenas, paseos y noches románticas, las islas nos trasladaron a un jardín prohibido.

Recalamos en el menor de los islotes. Apenas seis cabañas. Nuestro apartamento era azul, como el entorno, como tus ojos, Manuel. Esa mirada tuya diciéndome a todas horas que eras feliz a mi lado. Ese azulaguamarinacasiverde que me tenía atrapada a tus pestañeos.

La cabaña de madera era acogedora pero austera. Los amplios ventanales no cerraban con cristal ni con mosquitera. Los tablones de madera eran la única protección, así que decidimos dejarlos abiertos. La luna quiso tener el detalle de acompañarnos aquellas noches. Su rastro plateado iluminaba aquel mar en calma al que se asomaba nuestro cuarto. La brisa se colaba sin avisar e inundaba el ambiente húmedo.

Habíamos cenado en un comedor al aire libre. Vino blanco, parrillada de verduras, pescado fresco y, de postre, fruta variada de todos los tipos y sabores. Regamos la sobremesa con ron de caña y unos dulces caseros con los que nos agasajó la señora que llevaba el negocio desde hacía más de veinte años. «En un poquitico les traigo algo que les va a encantar», nos había anunciado un buen rato antes.

El tiempo es relativo en todo el mundo, pero en el Caribe más. A nosotros no nos importaba que tardara toda una vida en traer el siguiente plato. Entre uno y otro ocupábamos bien las esperas. Anécdotas que nos hacían reír a carcajadas, besos que nos traían más caricias, manos impacientes que había que contener debajo de la mesa. No nos aburríamos.

La noche terminó como quisimos y, sobre todo, donde quisimos: dándonos un baño en el mar, desnudos. Era algo que ambos deseábamos hacer y fue allí donde decidimos cumplir aquella tarea pendiente. Juntos.

Cogimos dos copas, un par de toallas y nos bajamos a la playa. Pusiste música en el móvil, nos tumbamos y bajo el cielo salpicado de estrellas comenzamos a quitarnos la ropa mientras nos comíamos a besos. Únicamente interrumpimos aquella coreografía para introducirnos en el agua. Me cogiste en brazos y echaste a correr hacia la orilla. La risa se me desataba por momentos y mis ganas de tenerte dentro alcanzaban el máximo nivel. Suerte que pronto pude quedar satisfecha. En el mar, en la arena, en la habitación.

Islas del Rosario inolvidables. Del rosario de veces que nos hicimos el amor, de las veces que nos dijimos que nos queríamos.

Te quiero

En horizontal y en vertical

Quería decírtelo

Un día

Imaginarte a mi lado

Eso quería

Rimas en ese sentido

O en figurado

#microcuento